Visitar el Museo de Historia de Madrid con una niña
“Hoy vienes conmigo al Museo de Historia de Madrid, no hay lengua y mates esta mañana, J.”. No me esperaba yo que, ante tan generoso ofrecimiento por mi parte, mi hija de casi 10 años respondiera, “¿vamos mejor al Arqueológico o al de Ciencias Naturales?” Ingratitudes que se encuentra uno en las sendas de la conciliación familiar. Parece que la Historia de Madrid no puede competir en atención para los niños con los egipcios o los dinosaurios.
Lo primero primero que averigué fue si es necesario pedir cita previa. No. Hay un aforo limitado de un 30% pero no hace falta llamar con antelación. Luego, nos acercamos andando a primera hora de la mañana hasta el museo de la calle de Fuencarral (aún intentamos evitar el transporte público cuando nos es posible). El museo abrió el pasado martes de nuevo al público (puedes acercarte entre las 10 y las 20 h., de martes a domingo), y lo hizo con la mayoría de los servicios disponibles y las salas visitables. La única ausencia importante es la sala de maquetas de la planta sótano, que es uno de los mayores tesoros de la institución. Por lo demás, salvo el hecho de no poder usar las consignas y tener que seguir un itinerario único, al modo de Ikea, el museo es el de siempre…pero con mascarillas.
La idea inicial que animaba esta visita al museo era escribir un artículo vivencial que incluyera los esenciales de su colección pero, como esto se puede saber leyendo la entrada de la Wikipedia, intentaré narrar someramente cómo intenté, con relativo éxito, ganar para mi causa el interés de mi hija de diez años.
MIlagro de la Virgen de Atocha en las obras de construcción de la Casa de la Villa
Conviene fijarse, nada más entrar en el vestíbulo, en la reproducción de La Mariblanca, uno de los grandes símbolos de nuestra ciudad, una venus italiana traída por Ludovico Turqui en 1625 a la que los madrileños, como si del fichaje de un portero ruso se tratara, rebautizaron así. La estatua está colocada en un pilar tan alto que cuesta un poco verla, aunque durante el resto de la visita se entiende que su situación favorece que se vea a través de las cristaleras mientras subimos de un piso a otro.
En este vestíbulo a nosotros nos interesó también otra figura mucho más terrenal: El Madriles, de Josep Viladomat, que representa al miliciano vallecano Ramón Vila. Resulta un interesante anticipo al viejo anhelo de extender a lo largo del siglo XX la exposición del museo. Tengo que reconocer que J. mostró cierto rechazo hacia el arma que porta El Madriles. Me ha salido pacisfista.
El comienzo de la exposición propiamente dicha, en la primera planta, nos introduce en los tiempos de los Austrias y en el XVII español. Con ayuda de una de las trabajadoras de la sala, conseguimos fomentar el interés de mi hija con el siguiente detalle. Puedes situarte en cualquier parte de la primera sala y mirar el cuadro Carlos V y Felipe II, de Antonio Arias Fernández…y comprobar que padre e hijo, en todos los casos, te estarán mirando a ti.
Por lo demás, a J. le llamó mucho la atención que no hubiera chicas en algunos cuadros llenos de gente, como Fiesta Real en la Plaza Mayor, atribuido a Juan de la Corte, y nos dedicamos a buscar otras mujeres en el resto de obras (exceptuando, claro, a la Virgen de Atocha). Esto nos dio para ensayar algo que nos daría juego en el resto del itinerario: fijarnos en las mujeres del pueblo que aparecen en muchas de las obras. Hablamos de las mujeres en la fuente en Milagro de la Virgen de Atocha en las obras de construcción de la Casa de la Villa, y de las de la escena colectiva, a la flamenca, Baños en el Manzanares en el paraje del Molino Quemado (atribuido a Félix Castello), en el que, pensaba yo, le llamaría la atención que la gente se bañara completamente desnuda en pleno siglo XVII. Sin embargo, le pareció de lo más natural.
El Museo de Historia de Madrid sigue una estructura cronológica, y en la segunda planta nos topamos con el XVIII (y principios del XIX). De esta estapa destacaremos el área dedicada al paseo porque me parece absolutamente actual a la vista de la nueva ritualidad gestada al respecto durante el pasado confinamiento. Son bastantes las obras en las que se retrata el paseo, como El paseo de las delicias, de Ramón Bayeu y Subías. A J. le llamaba mucho la atención el atuendo dieciochesco de los personajes y las imágenes me dieron pie para hablarle de la diferenciación social y la moda. De nuevo, nos fijamos mucho en las mujeres de las clases populares, que aparecen como elementos subsidiarios a los paseantes de clases acomodadas: La bollera de la fuente de la Puerta de San Vicente o La naranjera de la fuente del abanico, ambas de José del Castillo. Este tipo de detalles nos los destaparon los historiadores del Grupo Taller de Historia Social (UAM), con quienes organizamos una visita guiada por el Madrid popular en el museo, en colaboración también con la propia institución.
En la misma planta, resulta ineludible visitar la sala de la Guerra de la Independencia, con el óleo de la Alegoría de la Villa de Madrid (Francisco de Goya) y los grandes lienzos que retratan la Muerte de Velarde el Dos de Mayo de 1808 o la Muerte de Daoíz y defensa del parque de Monteleón (ambos de Manuel Castellano). Me sirvió mucho para conectar con J. hacerle ver que el arco del cuartel de Monteleón que reflejaban aquellos cuadros era el que está en la Plaza del Dos de Mayo, que ella tan bien conoce. A pesar de ello, he de reconocer que fue difícil obviar sus inclinaciones pacifistas.
Una cosa a tener en cuanta siempre a la hora de ir con niños a un museo es que, probablemente, sus piernas cortas y sus ojitos no están preparados para mantener fuerzas y atención durante demasiado tiempo. En nuestro caso, a la tercera planta, dedicada al siglo XIX y principios del XX, llegamos ya cansados, lo que es una pena porque, probablemente, sus contenidos relacionados con la sociedad del ocio pueden ser especialmente atractivos para los más pequeños. Por cierto, es un buen momento del artículo para convencer a nuestros lectores de que no se enontrarán aglomeraciones en el museo, al menos por las mañanas: en esta planta solo estábamos nosotros.
Entre dibujos del carnaval, vestidos de gala, representaciones de prostitutas (dibujos de Gutiérrez Solana o Salvador Bartolozzi), representaciones de Pobres del Asilo de San Bernardino de Madrid calentándose al sol (Pharamond Blanchard), ilustraciones de mujeres trabajadoras o de la vivienda popular, que podréis imaginar que nos dieron para buenos debates, he de decir que a J. le interesaron especialmente dos obras que, seguramente, no están entre las más conocidas de la colección: El Viernes Santo en Madrid. Paseo de mantillas, de Francisco Pradilla, y el Anuncio de las judías dinamarquesas, que nos introduce en el mundo de la publicidad con un óleo deliciosamente dramatizado que anuncia la casa Diaz Obeso, en la cercana calle de Hortaleza.
J. piensa que Isabel II de niña era “bastante fea” (me toca explicarle que esto no tiene mayor importancia, el ser fea, digo), como lo había pensado en la planta anterior del Retrato del marqués de Vadillo por Miguel Jacinto Meléndez, una de las joyas del museo. La anécdota viene al caso porque los fondos del museo ofrecen una buena oportunidad para explicar a los niños los significados sociales de las modas de las élites, que buscan distinguirse de la plebe. Resulta curioso comprobar cómo, pese a que las modas han cambiado en todos los estratos sociales, a los niños les parece mucho más identificable con ellos, en palabras de J., “la gente normal”.
Probablemente, después de la visita J. sigue prefiriendo momias y dinosaurios a cristales de las Reales Fábricas, óleos y fotografías históricas, pero me atrevo a decir que pasamos un rato interesante y que volveremos más adelante, probablemente a ver una parte más delimitada de la colección.
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