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John Goodenough, el ganador más longevo de la historia de los Nobel, busca ahora la ‘batería infinita’

John Goodenough.

Víctor Celaya

Casi un desconocido para la mayoría hasta que esta semana ha obtenido el Premio Nobel de Química junto a dos colegas, John B. Goodenough es un venerable catedrático que, a sus 97 años, aún acude al parecer todos los días a su laboratorio en la Universidad de Texas, en Austin. El profesor de ingeniería mecánica ha merecido el reconocimiento de la Real Academia de las Ciencias de Suecia, que nunca había galardonado a una persona de edad tan provecta, por su contribución decisiva en el desarrollo de las baterías de iones de litio, omnipresentes hoy en teléfonos móviles, dispositivos electrónicos de toda clase y coches eléctricos. El mérito lo ha compartido con los profesores M. Stanley Whittingham y Akira Yoshino.

Como tantas otras cosas, las baterías de litio surgieron por causa de la crisis del petróleo de principios de la década de 1970. Alarmada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos a raíz de la guerra de Yom Kipur, Exxon reclutó a varios científicos de prestigio para que investigaran en tecnologías energéticas que no dependieran de los combustibles fósiles. Uno de ellos era Whittingham, que comenzó a trabajar en superconductores y descubrió un material anormalmente rico en energía que empleó para crear un cátodo innovador en una batería de litio. Su novedad consistía en estar hecho de disulfuro de titanio, un compuesto químico que, a nivel molecular, deja espacios que pueden albergar iones de litio.

El problema de este invento residía en que el ánodo de la batería estaba formado parcialmente por litio metálico, capaz de liberar electrones y producir, en este caso, más de dos voltios de potencia, pero muy reactivo y poco seguro, hasta el punto de que los bomberos tuvieron que acudir más de una vez al laboratorio del británico a sofocar incendios.

En este punto de la historia aparece John Goodenough, casi 20 años mayor que Whittingham y nacido en Jena (Alemania) aunque a esas alturas ya vivía en Estados Unidos y trabajaba en el Laboratorio Lincoln del prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). Goodenough había sido un niño con tantas dificultades para aprender a leer como facilidad para las matemáticas y, luego, para la física. Mientras estuvo en el MIT, anduvo entretenido en el desarrollo de la memoria de acceso aleatorio (RAM), un componente clave de la informática aún hoy en día, motivo por el que su contacto con el mundo de la química se demoró algún tiempo.

Lo que descubrió nuestro hombre es que el cátodo de la batería de su colega podía tener un potencial mayor y ser menos inestable si estaba hecho de óxido metálico en lugar de sulfuro metálico. Hacia 1980 demostró que el óxido de cobalto con iones de litio intercalados podía producir hasta cuatro voltios de potencia eléctrica, y este hallazgo señala el inicio de las baterías de ion-litio tal como las conocemos hoy en día. Bueno, más o menos.

¿Qué había pasado entre tanto? Entre otras cosas, el precio del petróleo se había desplomado en los 80 y Exxon había abandonado sus proyectos alternativos. Japón, sin embargo, estaba necesitado entonces de dispositivos de almacenamiento de energía livianos y recargables que pudieran alimentar un sinfín de aparatos electrónicos muy de moda o en camino de estarlo, como cámaras de vídeo, teléfonos inalámbricos y ordenadores portátiles.

Aquí entra en juego el tercer ganador del Nobel de este año, Akira Yoshino, de la corporación Asahi Kasei de Tokio (de la que sigue siendo miembro honorífico actualmente), que convirtió el invento de Goodenough en un producto comercialmente viable en 1985: una batería ligera y resistente que podía cargarse cientos de veces antes de que su rendimiento mermara. Es en 1991 cuando Sony comienza a vender baterías de iones de litio de forma masiva, con las consecuencias que todos conocemos.

En busca de la batería infinita

No se supo mucho más de Goodenough, fuera de los ámbitos especializados, hasta que en 2015 trascendió que estaba trabajando con su equipo en baterías que, usando bien iones de litio o iones de sodio, serían capaces de extender considerablemente la autonomía de los coches eléctricos, además de ser recargables con facilidad y, por supuesto, seguras.

En 2017 supimos de sus avances en la creación de baterías de estado sólido, en las que la industria tiene depositadas grandes esperanzas dado que anuncian el triple de capacidad, carga ultrarrápida y ciclos de vida útiles prácticamente ilimitados. Al año siguiente, una investigación del profesor Goodenough y otros tres científicos apuntaba al más difícil todavía: baterías de estado sólido cuya capacidad energética aumentaba con el uso… El trabajo, publicado en la revista de la American Chemical Society, suponía, para el caso del vehículo eléctrico, que los kilómetros de autonomía se incrementarían a medida que pasaran los años.

Sobre el papel, el descubrimiento permitiría que un coche con 300 kilómetros de autonomía eléctrica pasara a disponer cinco años después de 1.000 kilómetros por recarga, algo que se acerca mucho a la panacea, al menos para el consumidor. Tan bonito pintaba todo que se alzaron muchas voces escépticas alrededor, tantas que Maria Helena Braga, una de las firmantes de la investigación, afirmó tajantemente: “Los datos son los que son. Hemos utilizado cuatro equipos de medición diferentes, cambiado de laboratorio… y los resultados son consistentes”. Esperamos novedades desde Austin para saber si las baterías infinitas de Goodenough prosperan o, por el contrario, quedan olvidadas, como tantos otros supuestos hallazgos, en las páginas de una revista científica o algo peor, arrumbadas merced a los muchos intereses en juego, señalados por la propia Braga, para que no salgan adelante.

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