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Un santuario de 3.500 años

Puesta de sol desde el yacimiento arqueológico.

José Miguel Vilar-Bou

Desde siempre, el cabezo Malnombre, en Santomera, ha despertado la imaginación de los vecinos que se han atrevido a escalar hasta su cima. Un gran calderón y 58 cazoletas excavadas en la roca eran la causa: “Los niños subíamos y, al verlo, alguno decía que si eran obra de los moros, e incluso de extraterrestres”, relata Blas Rubio, socio de Patrimonio Santomera y profundo conocedor de la zona.

Una reciente investigación arroja una explicación mucho más científica, pero no menos fascinante: los petroglifos (grabados rupestres) serían obra de los antiguos argáricos. Su finalidad, ritual. Y tendrían, al menos, 3.500 años de antigüedad, aunque ésta podría ser mucho mayor. Muchas posibilidades están abiertas.

“Con toda probabilidad, subían para llevar a cabo algún tipo de ceremonia”, afirma José Ángel Ocharan, doctor en Arqueología y Prehistoria.

La dificultad del acceso a la cima explica que los petroglifos hayan permanecido tanto tiempo sin ser documentados, hasta la iniciativa de Patrimonio Santomera. Formada en la actualidad por unos cincuenta socios, esta entidad se originó en 2018 con el fin de promover el estudio y protección del patrimonio de la localidad. Para ello, colaboran con el Ayuntamiento, la Universidad de Murcia e institutos de enseñanza secundaria. Entre otras iniciativas, trabajan en la creación de un fondo documental.

Cazoletas como las del cabezo han sido halladas en otros yacimientos argáricos. El mayor campo de petroglifos de la región es el del Arabilejo, en Yecla. Sin embargo, el de Santomera posee dos agrupaciones geométricas que quizá lo hacen único: “Desde el momento en que vi esas insculturas, intuí que estaban alineadas hacia un punto”, relata el doctor Ocharan. “Medí las coordenadas, que resultaron ser 240º Suroeste, y se las pasé a César Esteban, director del Instituto de Astrofísica de Canarias. Inmediatamente me dijo que quería venir a verlas en persona. Así lo hizo y confirmó que los petroglifos están orientados hacia el solsticio de invierno”.

A pocos días de esta fecha (21 de diciembre de 2018), un equipo formado por viejos conocedores del lugar se propone ascender a la cima para comprobar in situ si, en efecto, la alineación se produce.

Historia de un descubrimiento

El hallazgo y catalogación de los petroglifos del cabezo Malnombre es, en palabras del arqueólogo y socio de Patrimonio Santomera, Miguel Pallarés, “la historia de un descubrimiento colectivo”: Fue Blas Rubio quien, en 1991, halló en la cara sur del monte los primeros restos arqueológicos. Cinco años después, un equipo encabezado por la arqueóloga Cristina González llevó a cabo una prospección del entorno y concluyó que el lugar venía siendo poblado desde el tercer milenio antes de Cristo por varias civilizaciones: de calcolíticos (Edad del Cobre) a argáricos y musulmanes.

El cabezo Malnombre, también conocido como Teta de la Monja, de 251 metros, forma parte de la Sierra de Orihuela. Hoy rodeado de campos de limoneros, debió de constituir en tiempos argáricos una imponente defensa natural contra los enemigos.

El pasado mes de abril, dos miembros de Patrimonio Santomera, José Norman y Alfonso Simó, ayudados por un dron, avistaron las insculturas de la cima. A raíz de las imágenes tomadas, un equipo de la entidad subió a lo más alto para investigar los hallazgos sobre el terreno.

Al parecer, tanto el calderón como las insculturas estarían relacionados con el asentamiento inferior descubierto en los noventa. Aunque su antigüedad se ha establecido por el momento en unos 3.500 años, “la investigación no ha hecho más que comenzar”, puntualiza Pallarés.

Una civilización velada por el misterio

No se supo de la existencia de la cultura argárica hasta finales del siglo XIX, cuando fue descubierta por los hermanos Siret, belgas. Sin embargo, los poblados que agrupamos bajo este nombre dominaron el sureste de la Península Ibérica durante la Edad del Bronce y fueron una de las sociedades de mayor relevancia en la Europa del 3000-2000 a.C.

Aunque hay controversia, suele situarse su origen en el 2300 a.C. y su disgregación final en torno al 1500 a.C.

A fecha de hoy, seguimos sabiendo poco sobre ellos. Establecían sus poblados en lugares altos e inaccesibles, difíciles de asediar. Construían enormes cisternas donde almacenaban el agua, como la que puede verse en el impresionante yacimiento de la Bastida, en Totana. Eran agricultores y ganaderos, y desarrollaron también una aguerrida cultura marcial. Una reducida elite detentaba el monopolio de las armas (alabardas, puñales), y se hacían enterrar con ellas, como signo de estatus.

Una de sus peculiaridades era que sepultaban a sus muertos bajo la propia vivienda familiar, metidos en grandes tinajas.

“Los argáricos tenían sentido de la estética”, explica Ocharan. “Se tatuaban, se adornaban con pendientes y plumas”.

Su decadencia y colapso suele atribuirse al agotamiento de los recursos naturales en el árido sureste ibérico, que explotaron sin saberlos renovar.

Nada sabemos, sin embargo, de su mundo espiritual, de sus creencias, aunque los indicios apuntan a que creían en una vida ultraterrena. “Desconocemos sus costumbres”, reconoce Ocharan.

Solsticio de invierno

Quedan apenas días para el solsticio de invierno, que será el 21 de diciembre de 2018. El equipo de Patrimonio Santomera se propone ascender al cabezo Malnombre para comprobar si, efectivamente, la posición del sol en su descenso coincide con la orientación de las insculturas geométricas. Me uno a él.

Iniciamos la subida pocas horas antes del atardecer. Tiempo después, llegamos a la cara sur del monte donde, milenios atrás, una civilización hoy perdida luchó por la supervivencia y, tal vez, trató de dejar algún tipo de huella en el tiempo.

Nos encaramamos a la cima con paciencia y con la ayuda de una escalera. Para ello, hay que rebasar un pórtico natural que refuerza la sensación de estar penetrando en un espacio reservado para lo sagrado.

Lo primero que llama la atención al llegar a la cima es el gran calderón que despertó la imaginación de los niños de Santomera, hoy adultos: “Quizá sea de origen natural, pero manipulado y ampliado por el ser humano”, afirma Ocharan.

La cima del cabezo es lisa e inclinada, de setenta metros de largo por quince de ancho. En ella crecen flores de invierno y especies endémicas de la zona como el cardo amarillo de roca. Desde estas alturas se pueden avistar águilas y buhos reales.

Si exceptuamos los campos de limoneros, las carreteras y los núcleos urbanos, en esencia, la vista no difiere mucho de la que los hombres y mujeres del 1500 a.C. debieron de contemplar desde aquí arriba: Se divisan los picos de Lorca, Cieza, el valle de Ricote.

El silencio en estas alturas, sin duda, es el mismo que entonces.

Aun casi tragada por la intervención humana, el perfil de la Rambla Salada, vieja vía de comunicación prehistórica, es fácilmente reconocible.

De entre las cazoletas excavadas en la roca, dos agrupaciones llaman poderosamente la atención: Conforman un idéntico dibujo geométrico y, pese a estar separadas por más de una decena de metros, ambas parecen apuntar en la misma dirección: Estamos a punto de comprobar si, en efecto, se alinean con la puesta de sol en el solsticio de invierno.

Para Pallarés, el lugar estuvo vinculado “a rituales de muerte y resurrección, de primavera e invierno… los ciclos naturales y agrarios que determinaban la existencia de los pueblos primitivos”.

“Los petroglifos debieron de tener para los argáricos una función simbólica”, refrenda Ocharan.

Alineación

Son los últimos instantes del día. El astro desciende rápidamente y, justo antes de rozar el horizonte, se confirma su alineación con las rudimentarias formas esculpidas por la mano humana hace milenios en la perdida cima de un monte. Instantes después, el sol desaparece tras el collado bermejo.

¿Qué sintieron aquellos antepasados nuestros cuando subieron aquí arriba para asistir exactamente a este mismo espectáculo? ¿Qué significado tuvo para ellos? ¿Cómo interpretarían el movimiento de los cuerpos celestes?… Son las preguntas inevitables mientras se hace de noche y aparecen las estrellas.

“En arqueología la imaginación es muy importante”, explica Ocharan.

Durante el descenso en la semioscuridad, Norman descubre en el suelo una minúscula pieza de sílex. Resulta ser un diente de hoz, presumiblemente argárica: Parece la promesa de futuros hallazgos.

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