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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

¿Poesía como resistencia o como evasión elitista?

Gabriel Celaya escribió que “la poesía es un arma cargada de futuro”, y desde entonces no ha habido más que malinterpretaciones de esta cita.

Parece un tópico entre los más idealistas pensar que la poesía puede cambiar el mundo, o que si no es «social», no tiene suficiente valor; convendría revisar el papel que ha jugado la poesía, o la literatura misma, en nuestra historia reciente. Es cierto que se ha escrito y se escribe para denunciar, para poner de relieve determinadas realidades controvertidas e incómodas, y esto ha sido muy útil en ocasiones, pero no podemos valorar las obras —desde el punto de vista artístico—en función de su moraleja, porque no tienen por qué tenerla, ni tampoco linchar al autor por no ser lo suficientemente «comprometido».

Para empezar, toda poesía es social, porque ningún poeta —y me refiero al oficio de poeta—escribe con la intención de volcar sus penas sobre el papel, sino con la de darle forma a aquello que se siente desde la colectividad: el amor, el paso del tiempo, la muerte, la rutina… Son temas que han estado presentes desde el principio de los tiempos y lo seguirán estando, porque son temas que, mira tú qué cosas, a los humanos nos preocupan, al igual que las injusticias que vemos a nuestro alrededor. La clave está en saber poner voz a cada momento histórico, pues aunque se siente lo mismo, no se siente igual, ni se tienen siempre las mismas imágenes o referencias. En eso y en otras cuestiones técnicas consiste hacer arte, y es una de las actividades más comprometidas con la sociedad que se puede llevar a cabo.

Por otro lado, es innegable que nuestras lecturas, especialmente las de nuestra niñez o adolescencia, han podido influir en la manera en que vemos el mundo, pero no seamos frívolos: leer no es hacer la revolución, y escribir, tampoco.

Sin embargo, me voy a remitir al título que Luis García Montero dio a uno de sus cursos de verano celebrados en la Universidad Internacional de Andalucía, el de 2018: «Poesía: una forma de resistencia». En efecto, la poesía no es revolucionaria, aunque algunos sí la consideramos un acto de resistencia, un mundo creado por poetas y lectores que conforma un pequeño reducto en el que no caben los tiempos que impone el capitalismo porque no está regido por el beneficio a corto plazo. Las y los que escribimos sabemos que la poesía no entiende de cadenas de montaje, por eso algunas editoriales se empeñan en crear una «parapoesía» que sí se atenga a las normas de la producción de masas. Pero a nadie pueden engañar.

La poesía es poesía y ya está. Precisamente eso la hace maravillosa. Quienes tengan pretensiones o deseos de acabar con lo feo de este mundo, deberían plantearse otras vías.

Tal vez sea yo la que malinterprete a Celaya, pero algo de mi instinto —y de lo que me puede llegar del suyo— me dice que el poeta hablaba de expandir la poesía a toda la clase trabajadora, de normalizarla y naturalizarla, precisamente para que fuese resistencia y no evasión elitista («porque vivimos a golpes/ porque apenas si nos dejan/ decir que somos quien somos»), pero sabía tan bien como tú y como yo que los versos, simplemente, consuelan en las trincheras.

Gabriel Celaya escribió que “la poesía es un arma cargada de futuro”, y desde entonces no ha habido más que malinterpretaciones de esta cita.

Parece un tópico entre los más idealistas pensar que la poesía puede cambiar el mundo, o que si no es «social», no tiene suficiente valor; convendría revisar el papel que ha jugado la poesía, o la literatura misma, en nuestra historia reciente. Es cierto que se ha escrito y se escribe para denunciar, para poner de relieve determinadas realidades controvertidas e incómodas, y esto ha sido muy útil en ocasiones, pero no podemos valorar las obras —desde el punto de vista artístico—en función de su moraleja, porque no tienen por qué tenerla, ni tampoco linchar al autor por no ser lo suficientemente «comprometido».