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775 años del Pacto de Alcaraz

Antonio Martínez Cerezo

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El alcalde Ballesta y su complementario edil Pacheco gustan manifestarse ante el emblema «750 años Concejo de Murcia». Que, incomprensiblemente, sigue luciendo en no pocas fachadas de la ciudad y en el salón de actos del Consistorio. Un emblema publicitario que si no tuvo sentido alguno en el pasado año, menos aún lo tiene en el actual y que el silencio cómplice de los medios de comunicación convalida. Aquí, a nadie con capacidad y crédito para poner los puntos sobre las íes y medios donde expresar su opinión se le oirá opinar sobre el particular. No sea el demonio que el sistema le catalogue como desafecto y determine no tenerle para nada en cuenta.

Hechos son hechos. Los anales murcianos registran tres fechas clave: 1243, 1265 y 1266. Tome nota el alcalde Ballesta y su rabo alcalde Pacheco de la efeméride que se avecina (775 años del pacto de Alcaraz) y no tengan el menor remordimiento en proclamar a bombo y platillo —cual suelen— que se les ocurrió en una tarde de feliz memoria en que, tomando un corrental vestidos de «perráneos», la inspiración pasó baja y les pilló despiertos. El hermanamiento de Murcia con Alcaraz, tan cerca y tan lejos, es algo por lo que vengo clamando desde hace años. Con el resultado que fácilmente cabe imaginar. Una pena. Porque si algún hermanamiento entre ciudades se justifica es éste. El destino de Murcia se fraguó allí. Primero, en 1243. Y luego, en 1265.

Con la capitulación de Alcaraz (1243), y el subsiguiente protectorado castellano y conquista de las ciudades remisas al pacto, se instaló a orillas del Segura el principio cristianizador de la Reconquista.

Torres Fontes, que trabajó como nadie el archivo municipal, describió tal periodo como «años en que la intervención castellana ofrece un positivo avance y en los que podemos ver la primera distribución de tierras y casas a pobladores cristianos ya dentro del término jurisdiccional de la ciudad de Murcia». Murcia cambia de signo. Se cristianiza. El infante Alfonso sube al alcázar y toma posesión de la plaza. Su padre, el rey Fernando III, refiere Murcia como uno más de sus reinos en todos los documentos que firma a partir de entonces.

Los musulmanes dan en mudéjares, conservando su cultura bajo el protectorado de la corona de Castilla. El infante Alfonso confía el gobierno de la plaza a un retén castellano y un contingente militar, que se organiza en sociedad. Con un adelantado para el reino, un alcaide para cuidar la fortaleza e impartir justicia y un recaudador de impuestos. Cuyos nombres y apellidos constan. En torno a la alcazaba, se documenta el primer brote urbano.

Entre la muralla y el río (real de San Juan), funciona una temprana iglesia en 1248, confiada a la Orden de San Juan. Con ésta y la «capiella del Alcaçar» y la «ermita de la Arrixaca», los cristianos cuentan con tres templos para sus oficios religiosos. En marzo de 1257, se documenta la existencia de un «concejo de Murcia» a partir del documento dirigido a este concejo y a los de Cartagena, Mula o Alicante «et a todos los otros logares que son poblados de cristianos», mandándoles pagar los diezmos al obispo de Cartagena. De junio siguiente, existe un privilegio rodado a los pobladores del concejo de «Murcia la nueua», por el que se les otorga el heredamiento de las Condominas. Obvio es, por tanto, que Murcia tuvo concejo al menos desde 1257. De manera que de 750 años de concejo nada de nada. Cosa que, echando cuentas con los dedos, descubre hasta el más negado para los números.

Desde el alba del protectorado, fue formándose en Murcia una sociedad de frontera, con pobladores sometidos, a efectos organizativos, a las autoridades designadas para asegurar su subsistencia como sociedad civil. Lo que consta en todo libro escrito con rigor. Por contra, persistir en una idea errónea («750 años del concejo de Murcia») supone adocenar en la doctrina errónea a quienes la autoridad municipal tiene la obligación de servir lealmente. Que algo se haga mal por ignorancia es disculpable. Que se persista en el error a sabiendas, por pura atasquería, hiede a presunta prevaricación culposa. Porque lo que está en juego no es el dinero particular, sino el dinero público. Cuya función es el bien común y no el particular.

La fecha 1265 marca el encuentro de las dos grandes casas reinantes en Alcaraz. En diciembre, Jaime I, rey de Aragón, promete a su yerno e hija, Alfonso y Violante, reyes de Castilla, reintegrar Murcia a su corona. Y, a tal fin, el dos de enero de 1266 parte de Orihuela para Murcia con su hueste. Tras un mes de cerco a la ciudad (sitio de Murcia) el siguiente dos de febrero protagoniza el «hecho murciano» que el propio rey don Jaime cuenta con todo lujo de detalles en el `Libro de los Hechos´, cuya versión latina ultimó Pedro Marsilio el 2 de abril de 1313. Como recientemente he expuesto en la revista «NAZARENOS» de este año. De imprescindible lectura.

Cuanto sigue a lo documentalmente probado no es sino feliz consecuencia. La concesión a Murcia del fuero de Sevilla por el rey Alfonso X no habría sido posible si previamente la ciudad no hubiera sido tomada de moros (en expresión de época) por el rey Jaime I. Monarca a quien es de zoquetes seguir ignorando en Murcia. Pues no contento tan ferviente monarca con devolver la plaza al orden cristiano occidental, protagoniza la primera procesión que los tiempos murcianos registran, consagra la mezquita mayor como iglesia de Santa María (actual catedral) y confía a su adorada Madre de Dios la guarda y custodia de la ciudad.

Por mi parte, doy por cerrado a todo efecto este lacerante capítulo, acogiéndome a mi preceptor Oracio: «Herir no intenta mi pluma / persona viviente, / pero es mi guarda y me sirve / de espada envainada». Así quede. Que a lo escrito me remito.

*Antonio Martínez Cerezo es escritor, historiador y académico

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