Surgió con brillo, fuerza y expectación, llevó a su partido a cotas sorprendentes, alcanzó el poder, aunque compartido, en el Gobierno de España y, al poco, enfrentado a dificultades que había pretendido ignorar llevado por un entusiasmo con mucho de chulería y de imprudencia, Pablo Iglesias ha abandonado la política tras un episodio gratuito: su empeño en participar en las elecciones de la Comunidad de Madrid, de resultado cantado, dando lugar a que la derechona ayusiana (esa variación infamante de lo déja vu) lo celebre, con su parte de verdad, como mérito propio.
Ha de suponerse que acudió a esas elecciones con la decisión previa de inmolarse, sin necesidad y sin que nadie se lo pidiese: era el segundo eslabón de un suicidio político consciente y programado, con abandono de huestes, tareas y simbolismos, que tuvo su primera parte cuando dio ese portazo tan (aparentemente) digno, a su vicepresidencia en el Gobierno de España. Consumando su retirada con esta segunda decisión, ha dejado la estela del cometa: fulgurante y espectacular, pero pasajera y decepcionante.
A Pablo Iglesias le fueron perdonados los excesos iniciales por una afición necesitada de gestos y de que algo se moviese en la izquierda verdadera (que no era ni es la del PSOE), pero no eran oportunos, ni siquiera políticos, aquellos ataques a Sánchez y a su partido, una actitud de género estúpido ya que a una institución de tanto peso histórico como el PSOE no se la daña atribuyéndole crímenes de líderes del pasado (aunque estén vivos). Muy seguro hay que estar –y si creía estarlo, Iglesias demostró su alta capacidad para la insensatez– de vencer electoralmente al PSOE, con la tontería del sorpasso, que convirtió en estructura fatua de una ofensiva bobalicona, más que ingenua: descartaba así cualquier posibilidad de futura alianza, asombrando con aquellos puyazos, en la solemnidad del Congreso, de tanta sonoridad como pésimo gusto.
La suficiencía política (¿creyó de verdad que sería “el próximo presidente del Gobierno” cuando desembarcó en el Congreso en 2015, con 62 diputados, y que su destino inmediato era conquistar la cumbre de la política nacional?), el personalismo exacerbado y la liquidación de rivales (al más clásico y viejo estilo autoritario e intransigente) le acabarían jugando una mala pasada ya que, sobre esos rasgos de puro exceso tenía que sobrevenirle el vértigo y, con él, las revanchas de la política, un teatro de operaciones en el que la venganza es una virtud habitual y necesaria, que se practica y cierne sobre el descuido, el error y el empecinamiento. De la escena de la renuncia tras las elecciones del 4 de mayo en Madrid, carente de grandeza, quiero destacar la ocurrencia de desearle a su aparente sucesora, Yolanda Díaz, que sea “la próxima presidenta del Gobierno” lo que –me dije– muestra a un personaje incorregible que no duda en desafiar hasta el mal fario…
Si atendemos al cainismo iglesiarca respecto de Errejón y los suyos, es perfectamente explicable que el resultado de las elecciones madrileñas le haya empujado a la dimisión: cuando los que has fulminado te doblan (y más) en votos, no hay manera de que encuentres disculpa ni explicación, y estás acabado. Pero en su despedida no aludió a nada de esto porque el personaje no ha resultado capaz de grandes arrebatos de sinceridad (aunque soliera alardear de ella). Errejón, por su parte, dedicó al huido un exquisito elogio, sin traslucir el inmenso gozo que le produciría su desaparición: la venganza, ya digo, se sirve mejor en frío, sobre todo cuando no es el resultado de una estrategia propia, sino de la voluntad expresa de los electores.
Por supuesto que ahí quedan las medidas de política (sobre todo) social que la participación de Unidas Podemos ha hecho realidad para los españoles más necesitados, así como la percepción pública de que gente joven sabe hacer las cosas y de que el PSOE resulta socialista cuando no tiene más remedio, teniendo siempre la costumbre (ya desde la etapa de Felipe González) de poner al frente de los asuntos económicos y sociales a los más derechosos del partido. Pero su escasa resistencia, su cansancio, su (posible) reconocimiento del error estratégico de formar parte del Gobierno sin reflexionar sobre todo lo que eso implicaba inevitablemente, lo han convertido en un fenómeno pasajero y de mérito más creído que real. Abandonarlo todo cuando se tienen 40 años, después de haber impactado tanto en la política española, por más que con numerosas y muy serias boutades, peligrosas provocaciones y algún delirio, define a un político con menos fundamentación de la esperada y que, a la hora del balance, ha de ser enjuiciado con severidad.
Si quien venía a regenerar –con aires casi mesiánicos– la vida política española, supuestamente formado en la ciencia de la política y con toda una tradición de izquierdas a sus espaldas, se rinde a los pocos (poquísimos) años de contienda y experiencia, apaga y vámonos. Si es que se siente dolido por no haber alcanzado el cielo del Gobierno de España o, como consolación, la presidencia de la Comunidad de Madrid, demuestra entender poco y mal la política, tanto la general como la española (la madrileña, le concedo que no la entienda, aun así…), y entonces ha de considerarse satisfactoria su retirada. Y si es que se declara vencido por el acoso de la derechona (ultras en primer lugar, así como ciertos jueces y mucha prensa), es que le falta el desarrollo personal adecuado para atravesar el terreno minado en el que discurre la vida política española, donde su conducta –insistamos– exagerada e imprudente ha dado lugar a fisuras y debilidades sobre las que sus enemigos han podido explayarse e incluso ensañarse: es lo propio de estos casos.
Si resistir es vencer, asumir el papel que a uno le toca en la vida política, es contribuir a su mejora y dignificación. Salir de estampida sin dar verdaderas explicaciones, dando a entender que demasiadas injusticias se han cebado en él, es una excusa que solo puede atribuirse a quien –por contra a lo que el impacto de su paso por la política podría dar a entender– no se ha enterado bien dónde estaba, dónde se metía o lo que le esperaba.
La acción política de izquierdas debe ser –una vez descartado el echarse al monte– eminentemente pedagógica, ya que el equilibrio de fuerzas siempre se decanta por la derechona, representante de un sistema socioeconómico dominante, el capitalismo, que no tolera resistencias ni excepciones, salvo a un precio enormemente alto. Y es poniendo en evidencias ante la ciudadanía y la opinión pública sus infamias como la izquierda necesaria puede justificar y mantener una presencia útil y digna, incluso esperanzadora, sustituyendo con inteligencia y decencia el ejercicio de un poder siempre ingrato (aunque parezca que se controla o comparte).
Critiqué la entrada en el Gobierno de Unidas Podemos, que califiqué como una decisión con subidón, sí, pero a la que acechaba, implacablemente, el marrón, y a ello me atengo, ya que sigo pensando que hubiera sido más eficaz a medio plazo y menos erosionante en el día a día, una alianza parlamentaria con negociación y presión, dando ante al país, una imagen mucho más ética y, ya digo, pedagógica, mostrando las diferencias de fondo y estimulando el respeto por la política. Con su fuga, acorde con un estilo consagrado bastante estéril, Iglesias ha conseguido que la derecha se envalentone, lo que tampoco se le ha de disculpar.
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