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Gitanos: rechazo y fascinación

Sam3

José Perelló

¿Por qué  nunca se ha logrado la plena integración de  los gitanos en nuestra sociedad? Todos tenemos respuestas a esta incómoda y difícil pregunta, porque creemos conocerlos.

Los vemos en los mercadillos, en las salas de espera de los hospitales y centros de salud, en las puertas de los juzgados, en los cementerios el Día de Difuntos, en los cines de verano, en los festivales de flamenco... Pocas veces se les ha visto en conciertos de música clásica, en el teatro, en la universidad y, mucho menos, dentro de sus casas.

Creemos conocerlos, pero  tal vez  no somos del todo conscientes de que este pretendido conocimiento se mueve entre el prejuicio y la fascinación.

Predomina por lo general el prejuicio. ¿Quién no ha oído la dichosa frase?: “Si no te la hacen a la entrada…”. Y como todo prejuicio tiene dos caras, aquí las hay tan yuxtapuestas como las del mismísimo dios Jano.

En cuanto a la fascinación, irresistible para cualquier músico, solo hay que recordar su presencia en la literatura, en el folklore, y sobre todo en el impresionante panteón de los maestros del flamenco, patrimonio inmaterial de la humanidad gracias sobre todo a los gitanos y a su cultura.  

El flamenco es de todos, pero han sido los gitanos los que han mantenido viva la candela de la esencia; y sin promotores, subvenciones, protecciones políticas, ni nada de todo eso que ahora se exige con más o menos argumentos. Les ha bastado y sobrado una guitarra de palo, sus manos, sus voces y un fuego que les alumbre Y caliente, mientras se doran a la brasa las patatas y el pollo.  Ninguna soprano de academia ha cantado  a Falla como Laventa, la gran artista gitana injustamente olvidada.  

Así era y así es. En esta pervivencia de sus usos, hay también  fascinación. Y un punto de envidia por su libertad, su arte  y el trato respetuoso que dan a sus mayores.

En el magnífico libro de viajes-novela de George Borrow, La Biblia en España , traducido al castellano por Manuel Azaña, el misionero evangélico inglés que entró en España desde Portugal burlando la raya con la inestimable ayuda del hampa calé, nos cuenta sus peripecias para introducir el texto sagrado en ediciones de bolsillo, sus problemas con las autoridades para tal menester y la ayuda o colaboración que le prestaron  los gitanos.

¿Les extraña? ¿La Biblia perseguida como un libro peligroso en un país ultracatólico? Pues sí,  así era. Hasta 1820 no se había traducido en España ninguna edición de la Biblia sin notas y explicaciones.  Éstas, además de desvirtuar partidariamente el sentido de muchos pasajes incómodos para el papismo, hacían que el libro adquiriera un tamaño descomunal, en dos, tres o más  tomos, generalmente infolio: es decir, grandes, pesados y muy caros.    

Fue tal la “ayuda” que los gitanos prestaron al misionero inglés, que éste salpicó la novela de palabras en romaní, dando muestras de una erudición que solo podía provenir del trato directo con los calés, algo que nuestros intelectuales del siglo XIX no habían practicado en absoluto.

La obra de “Jorgito el inglés”, como se le conocía a Borrow por estos lares, es una excepción.  No hay en la literatura decimonónica nacional e internacional más que lugares  comunes y arquetipos folklóricos en relación con el pueblo gitano.  Nos cuadra y acomoda la falsa imagen romántica , prejuiciosa o idealizada.  

Pues bien, Borrow pone en boca de los gitanos con los que tuvo trato, estos lugares comunes y prejuicios que, naturalmente fueron alimentados intencionadamente por el hampa calé: interesa mantener la leyenda. Es decir, que lo que se le diga a un gitano en relación a sus modos y costumbres no siempre limpios y legales, ya lo devuelve  él corregido y aumentado.

 

¿Qué o quiénes son los responsables del fracaso de la integración ? En primer lugar, la propia idiosincrasia de un pueblo nómada de incierto origen, seguramente oriental  y probablemente indio, cuya aparición en la península se data alrededor de 1415. Descartando las regiones montañosas, intransitables para sus caravanas,  se fueron asentando en tierras más llanas y fértiles: Valencia, Murcia, La Mancha, Extremadura, Castilla la Nueva y Andalucía, donde los desplazamientos son más fáciles y abundan los campos cultivados y las huertas.

Pero los gitanos o zíncali, como se llamaban a sí mismos, no solo eran amigos de lo ajeno, sobre todo en campo libre: la mayoría de sus hombres eran por pura necesidad hábiles herreros y expertos chalanes.

En Murcia se dan  las primeras noticias en torno a los intentos de integración con la Pragmática Sanción de los Reyes Católicos del año 1499, que obligaba a los gitanos a asentarse en la ciudad en un plazo de 60 días, “con el fín de evitar su continuo carácter errante”. En la ciudad, vetados para los oficios, robaban o mendigaban.

 En 1525  Carlos I prohibía a las gitanas y a sus hijos pedir limosna por las calles de la ciudad, bajo pena de 200 azotes. Estas penas y otras peores no consiguieron acabar con sus hábitos, tanto más cuanto que a los hombres se les prohibía ganarse la vida con lo que sabían hacer: trabajar el hierro y comerciar. Y así en 1566 y 1591  los avecindados en Murcia y otras ciudades serían obligados a marchar a otras tierras so pena de 100 azotes para las mujeres y de galeras —junto al correspondiente castigo corporal— para los hombres.

Cada monarca, al acceder al trono, consideraba que uno de sus primeros y más imperiosos deberes consistía en suprimir o reprimir los “robos, engaños y demás enormidades de los gitanos”. Quizá no haya habido país en que se haya hecho más leyes contra los gitanos como en  España, aunque tan drásticas disposiciones no se cumplieran casi nunca  en todo su rigor.  Leyes y Ordenanzas, que alcanzarían su punto culminante en el siglo XVIII  con las Reales Disposiciones  de 1749  que planteaban la disyuntiva de la integración o desaparición por la fuerza del pueblo gitano. Una especie de “solución final” algo  blandengue y cañí.

¿Se puede atribuir el fracaso en exclusiva a los  a los gitanos?

Si tenemos en cuenta que de ellos solo se esperaba la  renuncia a sus tradiciones, lengua, vestidos, es decir, a toda su cultura de raíces ancestrales, la integración era imposible. En la pragmática de Felipe V de 1717 se les conmina a  que: “su modo de vida no podría ser otro que el de «labranza y cultivo de los campos», en que también podrían ayudarles sus mujeres e hijos, sin permitírseles otro oficio, en especial el de herreros. No podrían tener caballos ni yeguas, ni armas de fuego cortas o largas, [...] Igualmente se les prohibía acudir a ferias o mercados, bajo penas de 6 años de galeras, así como tratar en compras, ventas, o trueques de animales, bajo idéntica pena”.

Aunque no conozcamos a este peculiar pueblo tanto como creemos, nos basta lo leído para comprender que esas condiciones eran completamente humillantes e inaceptables. No podían vivir en campo libre, pero tampoco en las ciudades porque no se les permitía  habitar en barrios separados de los otros vecinos, «ni usar de traxe diverso del que usan comunmente todos, ni hablar la lengua que ellos llaman gerigonza»  so pena de 6 años de galeras para los hombres y de 100 azotes y destierro para las mujeres.

La mayoría de  los gitanos fueron insumisos y continuaron haciendo lo que sabían hacer, sobre todo el comercio, incluso aunque para ello tuviesen que “disfrazarse” en muchas ocasiones  de castellanos o busné . De modo que continuamente eran denunciados a la justicia, y obligados a huir o esconderse para no acabar en galeras. La situación llegó a tal tensión que el nuncio de S.S. Benedicto XIV autorizó a la justicia en carta oficial a detenerlos hasta en lugar sagrado, rompiendo la antigua tradición del santuario ,  “por haber llegado éstos a considerar como hospedaje y mansión el atrio de las Iglesias''.

Esa misma Iglesia que les cerró sus puertas cuando eran perseguidos, las abrieron en vano en épocas posteriores: demasiado tarde. Pervive un mutuo rechazo  católico-gitano que quizá explique en parte la actual profusión del culto protestante gitano.   

Finalmente en  1749 el Marqués de la Ensenada cumpiendo la enésima Real Orden mandó al Corregidor de Murcia ensayar lo que ha sido calificado por los historiadores como un auténtico intento de genocidio al llegar a considerar que la única solución a tales problemas era «acabar con tal malvada raza» : más de 12.000 gitanos, según unos cálculos, 9.000 según otros , fueron presos y enviados a los arsenales, en unos momentos en que no pocos estaban ya avecindados y asimilados . Otros muchos, burlaron la justicia y continuaron viviendo a su aire.

Fracasada la vía represiva, años más tarde, hacia 1763,  Campomanes intentaba de nuevo avecindar en poblaciones cerradas a los gitanos que no hubieran cometido delitos, y enviar a los demás a América. Carlos III, mediante la Pragmática de 1783 volvió a apostar por la integración, inspirado en  el espíritu de la Ilustración. Dos nuevos fracasos, porque otra vez se les quiso “castellanizar” y hacerles renegar de su sangre.  

 “De llevar sangre gitana, orgullo tienen mis venas”, cantaba Camarón.

Y nosotros, los busné, los payos, gachós, castellanos,...si no todos, muchos estamos orgullosos de nuestros compatriotas gitanos, del buen caloró,  de Antonio Mairena, Medalla al Mérito al Trabajo, Medalla de Oro de las Bellas Artes e Hijo Predilecto de Andalucía, de Sabicas, de El Lebrijano, de La Perla de Cádiz,  de Carmen Amaya y de tantos y tantos otros artistas, famosos o desconocidos; y de los buenos amigos y vecinos con los que hemos tenido el privilegio de poder  compartir alguna Noche Buena, hoguera, vino, guitarras, palmas, cante , baile y alegría de vivir.

¿No es un lujo? 

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