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Las Cuatro Piedras del Malecón

Antonio Martínez Cerezo

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Mil setecientos cincuenta metros de balcón sobre la huerta. ¿Hay quién dé más?  El paseo del Malecón comienza en el plano de San Francisco, cabe el maltrecho León en piedra, al que han dejado como una momia egipcia, de color pringue y como embalsamado, y acaba donde antiguamente estaba la Casica de los Tablachos y hoy luce la estatua del tío Muñoz, don José María Muñoz, el filántropo que dio dos millones de reales en generoso socorro de la desastrosa riada de Santa Teresa (1879).

«Alboleja, la aljibe de Murcia», escribí hace algún tiempo en «La Verdad». Pues todas sus acequias (Aljufía, Caravija, Belchí...) la atravesaban y arrimaban agua. Y era, también, su despensa a poniente. La pedanía tenía cuatro principales vías de interconexión con la ciudad. A saber: Cuatro Piedras, Dos acequias, Sendica de Enmedio, carretera de La Ñora. Por estas cuatro vías, de suelo terral y pisón, entraban de vacío los huertanos y se llevaban la basura y enredos de la ciudad en sus burras, carros y bicis. Y por esas cuatro vías llevaban la hortaliza recién cogida del bancal, los frutos tomados a mano al árbol, la leche en cántaras, los huevos frescos, las gallinas, los conejos, los pavos... todo eso, en fin, que conformaba la Recova al pie del Almudí.

En principio, las Cuatro Piedras (así llamada por los cuatro bancos de piedra que había en cada una de sus esquinas) era la vía que apuntaba más a la médula urbana. Allá, el barrio de San Antolín, Almenara, Muralla, Bochas, la huerta con huertanos de verdad (nada que ver con los que en fiestas se visten de huertano con atuendos made in China), los huertos, las Ericas, Belchí, la fuente con un caño de agua para el común ciudadano. Acá, las regaderas, los brazales, los tablachos rebosantes de risueña agua de riego y, avanzando hacia poniente, huerta adentro, las Cuatro Piedras, donde el Malecón se abría materialmente en canal, para dejar pasar —como un río de frescor— todo ese laborioso trasiego humano, imprescindible para que Murcia tuviera cuanto una ciudad precisa para que sus numerosas bocas coman, beban y no mueran de hambre.

Tal camino comencé a recorrerlo de niño, cuando en familia íbamos a la huerta a ver a los abuelos y cuando regresábamos a casa, Albudeiteros y Jabonerías. De ese camino recuerdo todos sus accidentes, casas, negocios, vecinos, artesanos, menestrales, la fábrica de hielo, los silleros, los torneros...

Y ese camino —que malbarataron con una autovía que forzó la separación de la ciudad y la huerta tras muchos milenios de feliz y leal matrimonio— ahora quieren cerrarlo a cal y canto al tráfico rodado por razones municipales que la razón común no entiende. Y no será la primera vez que lo cierren y corten. Anteriormente ya lo cerraron y cortaron. O mejor dicho: lo troncharon. La autovía que sobrevuela el Malecón —tan baja que cuando trasladan al Cristo del Amparo han de agachar el paso para que no se deje allí la santa imagen la cabeza— motivó la apertura de una tronera que literalmente es un «vomitorio».

¡Y a esto le llaman progreso! Hoy, la ciudad y la huerta, tan inmemorialmente del brazo siempre, se comunican por un pasadizo subterráneo, incómodo, oscuro, infesto, donde nunca ha entrado un cubo de blanqueadora cal municipal. Jamás. Si no para hermosearlo, siquiera para sanearlo. Un pasadizo, sin una mala bombilla que lo ilumine, que han de atravesar de noche, a oscuras, jóvenes y mayores, hombres y mujeres, criaturas... Por éstas, que lo he pasado hace unas hora y aún me estremece el mal recuerdo.

Y no contentos con tan consolidado disparate, el Ayuntamiento (que viene de yunta, con el sentido de unir) quiere salirse con la suya —y se saldrá— cerrando el paso al tráfico rodado, con no sé sabe qué torcida intención que no sea facilitar algún ansia especulativa. Una más. Porque, en su día, ya me vi en la triste necesidad de denunciar en la prensa local que había asistido, perplejo, contrito y sollozante al incendio intencionado de un feraz palmeral centenario al que una mano mercenaria prendió fuego para hacer posible que sobre las humeantes ruinas se construyera un colegio. Bonita lección.

Así las cosas, los vecinos de la pedanía se sienten indefensos. La plataforma que han formado para defenderse no prospera en su justa pretensión paralizadora. Quieren cerrarles el paso a Murcia, la vía de ida y vuelta. Una vía de tránsito que lleva ahí la intemerata, cruzando en paz el Malecón, la gran sirena varada de la huerta. Vienen a verme. Me escriben. Me piden que me ponga de su lado. Lo que hago en la forma que más se me alcanza, con la palabra, que es mi legón y mi azada, mi hoz y mi martillo.

 Y para que no se me acuse de inventarme la película en la que todos somos forzados perdedores, reproduzco una ortofoto del Malecón de 1956. Donde destacan dos hitos de los que últimamente largo he escrito. La escuela del Calvario, en la gran curva norte. Y, cruzando el Malecón rectamente dirigido al corazón de la ciudad, el carril de la Esparza, en zona de huerta; resolviéndose ya en urbe en la calle Almenara, como intuida avanzadilla menestral de san Antolín, su parroquia natural. Todo eso que antes era verdura, verdor, esperanza, labor; o si se quiere: franciscana hermana naturaleza. Hoy, en su mayoría, es un altar. Un altar de oscuros intereses. Donde la insaciable ciudad rinde culto al Dios Ladrillo.

*Antonio Martínez Cerezo es escritor, historiador y académico

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