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Medio centenar de personas malviven en condiciones infrahumanas dentro de un edificio abandonado de Murcia: “No quiero delinquir y acabar en la cárcel”

Uno de los habitantes del edificio prepara plátano y patatas para la comida

Erena Calvo / Santiago Cabrera Catanesi

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Son las cinco de la tarde y los cazos que descansan en los pequeños hornillos de gas empiezan a despedir olor a patatas y plátano frito, sobras de algún mercado semanal de la capital murciana y plato principal (y único) de los habitantes que ocupan un edificio inacabado del barrio murciano de San Pío X: el lugar de residencia para medio centenar de personas sin hogar. La cuatro plantas de la vieja estructura albergan una veintena de chabolas, que se van levantando con pequeños bloques de hormigón y cartones a medida que llegan nuevos vecinos.

Sus ocupantes pasan la mayor parte de la jornada intentando sobrevivir con trabajos precarios. Pero el coronavirus también ha afectado a las actividades de la economía sumergida, y desde marzo –cuando se estableció el estado de alarma- “todo es mucho más complicado”, explica Younes, uno de los chicos que ocupa el edificio y que suele dedicar sus esfuerzos a la venta ambulante, hacer de aparcacoches y, con algo más de suerte, integrarse en alguna cuadrilla de jornaleros para trabajar en el campo días sueltos.

“La mayoría de los habitantes del edificio llegaron aquí a raíz del estado de alarma, porque malvivían en la calle y no tenían donde refugiarse”, cuenta a este periódico Rachid, que preside la Asociación Refugiados Rifeños de España (ARRE), con la que intenta echarles una mano: “Algunas de estas personas tienen papeles pero sin renovar, la tarjeta de residencia caducada y algunos son asilados y refugiados, pero no han tenido suerte”, se lamenta mientras hace una ronda para contabilizar las mantas que hacen falta par afrontar la inminente bajada de temperaturas.

Desde el Ayuntamiento aseguran que se les han ofrecido alimentos en distintas ocasiones y se les ha informado de los recursos de atención disponibles. “Pero no se les puede ofrecer ninguna vivienda porque no están empadronados ni tienen tarjeta de residencia”, aseguran desde el Consistorio. Y para los que sí disponen de documentación pero caducada, fuentes municipales del Ayuntamiento señalan que se les ha trasladado cuáles son los recursos disponibles para resolver su situación “pero tienen que acudir a ellos”. Sobre la falta de higiene y el desamparo sociosanitario del colectivo, desde el Consistorio han adelantado que se va a solicitar a la Consejería de Salud colaboración para elaborar un protocolo de actuación y poder realizar PCR a las personas sin techo.

“Nos encontramos en una situación de vulnerabilidad extrema”

La policía ha acudido en ocasiones para “amedrentar” a los habitantes del edificio. Rachid cuenta que aparcan frente a la vivienda para asustarlos. La presión por desalojar el lugar comenzó después de que los agentes llegaran un día con una orden de desahucio emitida por el Ayuntamiento de Murcia y comenzaran a pedir la documentación a todo aquel que la tuviera. La misiva daba 48 horas a los ‘ocupas’ a irse del edificio y amenazaba con una salida “forzosa”.

ARRE intervino y entregaron un recurso al Consistorio murciano para detener el desalojo. El documento, al que ha tenido acceso este medio, narra el desamparo de las personas que habitan la vieja estructura, en el que aseguran ser migrantes “residiendo y viviendo legalmente”. El firmante del recurso señala que cuando estalló la crisis de la COVID-19 no pudieron seguir trabajando, tras declararse el estado de alarma. “Nos vimos obligados a malvivir en un edificio abandonado desde hace años, que no cumple con las condiciones de salubridad mínimas que se pudiera exigir para la dignidad de cualquier ser humano”.

Los ‘ocupas’ reclaman una alternativa habitacional en caso de que se ejecutara el alojo y se amparan en la ley: “Los extranjeros residentes tienen derecho a acceder a los sistemas públicos de ayuda en materia de viviendas […]. En todo caso los extranjeros residentes de larga duración tienen derecho a dichas ayudas en las mismas condiciones que los españoles”. Los migrantes alojados no entienden que con los “numerosos rebrotes” se les quiera forzar a abandonar el edificio encontrándose en una “situación de vulnerabilidad extrema”.

“Aunque encontremos trabajo no tenemos ni cómo asearnos”

“Claro, el frío es un problema, está todo abierto, no hay paredes; pero qué vamos a hacer, peor se está en la calle”, relata resignado Elias, de Ghana. Llegó en 1991 a Inglaterra, a los 19 años. “Llevo 34 años viajando por Europa, y 22 en España; trabajé mucho tiempo en un hotel de Adeje, en Tenerife, con papeles que ahora tengo caducados. A veces el camino se tuerce y a mí me pasó”.

Como la mayoría de sus vecinos, va cada día a los comedores sociales de los alrededores: “Cada cosa tiene su tiempo, espero que salga ahora algo bueno para mí”. Oualid, a sus 20 años, también mantiene una filosofía positiva y cuenta su historia con una sonrisa en la cara. En la segunda planta del edificio, nos enseña la casa donde duerme desde hace cinco meses con su primo. Oualid, originario de Nador, llegó a Melilla en patera y de allí pasó por varios centros de menores primero en Málaga y luego en Granada, desde donde viajó a Murcia en busca de una oportunidad en el campo.  

Su principal preocupación es no encontrar trabajo: “No hay ayudas para personas como nosotros, cada vez es más complicado encontrar un empleo y me da miedo verme en una situación en la que tenga que terminar delinquiendo y acabar en la cárcel”. Sus palabras se pierden entre el estruendo de los vehículos que circulan por el puente de la autovía que está pegado al edificio. “Ese ruido, siempre está ahí; y los olores” que se concentran a lo largo del día de todos los orines y excrementos que se van acumulando en inodoros improvisados.

Uno de los compatriotas de Elias, otro ghanés, se queja de la falta de higiene. “Aunque encontremos un trabajo, no tenemos casi ropa, ni cómo limpiarla, es difícil asearnos… vivimos sin lo mínimo”, se lamenta al tiempo que explica que ha trabajado de albañil en Ghana y en Libia. “Nuestra imagen de España no era esto, en mi país por lo menos tenía casa, y a mi familia… Nada es fácil aquí ahora”.

El hueco vacío donde se proyectaba el ascensor, apuntalado con cartones, hace las veces de ducha, con el agua que transportan en garrafas de 5 litros desde una fuente cercana.

Por otro de los huecos de la estructura sufrió una aparatosa caída Salah hace un mes. “Me caí por la noche y me rompí el hueso de la muñeca, me han tenido que operar y ahora voy todos los días al hospital para hacer rehabilitación”. Salah, ya entrado en años y asmático, teme por su salud ante la crisis de la COVID. Antes del accidente trabajaba en el campo “y lo poco que ganaba lo mandaba a mi casa, a mi familia de Marruecos, a la que no veo desde hace ya seis años”. Su vida no siempre ha sido tan precaria, “tengo mis papeles y durante muchos años trabajé y viví dignamente en Albacete”. Procedente de una población marinera de la costa marroquí, Safi, “llegué a Canarias trabajando de marinero en un barco y me quedé”. Insiste, como algunos de sus vecinos, en el tema del agua: “Es fundamental, y no tenemos, aquí no hay higiene y la gente hace sus necesidades en cualquier parte”.

Como en todos sitios, hay zonas más y menos privilegiadas dentro de la estructura ocupada, y los malos olores y la suciedad se hacen insoportables en el sótano de la vivienda, rodeada de kilos y kilos de basura acumulada durante años. Allí hablamos con Justino Engonga, de Guinea Ecuatorial. Llegó a Cáceres en 2005 con la ilusión de cumplir su vocación sacerdotal y un visado de estudios. “La Diócesis de Cartagena es la responsable de mi actual forma de vida, tras la COVID ha habido muchos problemas internos” y, relata, una serie de circunstancias le han hecho perder su habitación en la casa sacerdotal. “Aquí sigo esperando que me ordenen sacerdote, pero ya lo único que quiero es volver a mi país, Guinea”.

Desahucios

El Gobierno de Murcia anunció la semana pasada un decreto ley para luchar contra la ocupación de viviendas bajo la idea de “proteger el derecho constitucional recogido en el artículo 33 a la propiedad privada, así como de evitar la degradación de viviendas y el incremento de la conflictividad social en aquellos lugares donde se producen los allanamientos”. Una normativa que abre un canal de denuncias anónimas contra 'ocupas', así como la obligación de los ayuntamientos de comunicar los casos que detecten sus policías locales y ponerlos en conocimiento del Gobierno regional “centralizando la información”.

Además, las empresas de suministros urbanos -luz, teléfono y agua- deberán a partir de ahora “cerciorarse de que los solicitantes de estos servicios son los legítimos propietarios y comunicar los casos en los que no sea de esta manera”, además de no darles dicho suministro. Desde el Ejecutivo murciano aseguran que se trata de disuadir a las bandas organizadas y que no se implanten en la Región “para desarrollar aquí sus actividades delictivas como ya sucede en comunidades vecinas”.

De las en torno a 1.078 viviendas que hay ocupadas ilegalmente en la Región de Murcia, según datos del Gobierno autonómico, más de un centenar son viviendas sociales de la Comunidad, sobre las que podrán imponer sanciones económicas que irán de los 5.001 hasta los 90.000 euros. Incitar a la ocupación ilegal supondrá multas entre 3.001 euros hasta los 15.000“. La ley está aún pendiente de ser ratificada por la Asamblea Regional.

El Gobierno murciano fundamenta la decisión de endurecer una 'ley antiocupas' por el aumento de un 20 por ciento de denuncias por ocupación de viviendas en la primera mitad de 2020, 176 frente a las 147 del mismo período de 2019. Una cifra nada clara del Ministerio Interior, ya que no especifica si se trata de primeras o segundas viviendas, o de otro tipo de inmueble. Además, Interior no registra si su clasificación cambió o cuál fue el resultado del proceso judicial.

De hecho, el Instituto Nacional de Estadística contempla 238 delitos de allanamiento de morada en toda España durante 2019 -no desgrana el dato a nivel comunitario-, una tendencia a la baja desde 2016. Un delito que no necesariamente implica que se haya privado a alguien de la posesión de su vivienda, ya que el allanamiento se considera cualquier intromisión ilícita en un hogar, y se puede producir por ejemplo en conflictos de pareja o familia.

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