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Metodi Kirilov: el acordeonista de la plaza del Cardenal Belluga en Murcia

Metodi Kirilov en la plaza de Santo Domingo de Murcia | Jota López

Aldo Conway

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Cuando preguntas a Metodi Kirilov (Sofía, 1953) si sabe de melodía y de solfeo sus cejas se arquean y te responde un “claro, ¿cómo si no vas a tocar un instrumento?” y se ríe. Es músico callejero, y músico profesional; es un búlgaro risueño, no es especialmente alto, pero es recio y estudió en el Conservatorio: “Trombón, y también toco piano, acordeón, trompeta… Y soy director de orquesta”. Sabe de estar en la calle; te pide un cigarro y te cuenta que se fuma hasta tres paquetes al día.

Metodi suele tocar su acordeón en el centro de Murcia: en la plaza del Cardenal Belluga, o por las calles de la Trapería, en la esquina con la Plaza de los Apóstoles o frente a la Puerta de las Cadenas, justo enfrente del tramo que salta hacia Santo Domingo, y también en Santo Domingo, donde se encuentra ahora. Mientras toca, pasan por delante los guardias que hacen su ronda a pie por las calles peatonales y gente ajetreada que cruza hacia la calle Correos o Gran Vía; hay dependientas de las tiendas del barrio, estudiantes que van hacia el centro, a la Merced, o a coger el tranvía, o turistas sofocados del calor y con síndrome de Stendhal por el imafronte de la catedral. Sobre él, algunos pájaros lanzan sombras que oscilan sobre el suelo. Hay cuatro jubilados que, por lo visto, suelen echar la mañana al sol en Santo Domingo o en alguna de las terrazas aledañas. Metodi rondará su edad –quizá sea algo más joven– y no podrían vivir su vejez de forma más diferente.

“Yo no soy un pobrecito. No soy de los que toca el violín [mimetiza a una persona llorando y tocando dicho instrumento] y cada dos notas pone la mano para pedir dinero. Yo soy un músico profesional”. Metodi trabajaba en restaurantes muy importantes de Sofía, en su época, y se ganaba muy bien la vida inundando a los ricachones con su música alegre y portuaria. Convierte con su acordeón las calles en una de esas películas desenfadadas del cine mudo; su instrumento es siempre el mismo, pero en cada lugar en que se sienta a tocarlo, el acordeón suena de una forma diferente. En la calle Arenal, que une la plaza del Cardenal Belluga con la del Ayuntamiento, el tempo es rápido; pim, pam, pum, y cruzas la calle. En la Catedral, el acordeón adquiere un aura solemne, y Metodi se eleva a la categoría de los gondoleros de Venecia, un hábitat confortable que se convierte en un sonido coloquial y costumbrista en las calles estrechas de la Trapería, en Santo Domingo –ya sea en el acceso a Alfonso X, si los testigos de Jehová no han ocupado el muro del convento de Las Claras o en sentido contrario– o en la plaza del Teatro Romea, un poco más allá.

Afirma que es murciano. “Voy a Bulgaria y no la conozco ya; mi hija vive allí, pero mis hijos están en Murcia. He ido nada más que a renovarme el DNI. Yo soy de aquí”. Su voz se camufla en el aire, su acento se mantiene incólume tras un cuarto de siglo y las palabras salen de su boca a cuentagotas, pero las elige bien. Una señora se acerca a la sombra del árbol bajo el que Metodi pasa la mañana, pero él ha ido al baño del bar de al lado; su nieto, que lleva una camiseta de la Selección Española, devora un helado. “¿Cómo se llamaba?” pregunta, “¿Melodi? Ay, nunca me acuerdo. ¡Sí! Metodi, Metodi. Es un sol, lo contraté a él y a sus hijos para tocar en la fiesta de mi jubilación”. Al llegar, Metodi la reconoce y saluda al chiquillo, que deja en la caja de su acordeón, que es destartalada, antigua y revestida de un terciopelo carmesí despegado por las esquinas, lógica y convenientemente grande como para albergar un acordeón y de color marrón oscuro: todo eso al mismo tiempo. El chico da unas monedas a Metodi y este le responde con una fugaz reverencia. “Una canción para ti”, le dice, e improvisa sobre el 'Bella Ciao'.

Del dinero que cae en su enorme cajón marrón no se mantiene una familia, aunque a Metodi no le va mal, ya que cuenta a este diario que toca en la calle “para que la gente conozca a Metodi”. “A Tornado Band [el grupo con el que actua junto a sus hijos, Jordan y Kiril, que ofrece conciertos privados por todas partes] nos contratan muchas personas; a veces damos tres bolos al día”. Asegura también llevarse muy bien con la ciudad; los policías lo saludan y lo conocen, los viandantes aprecian su talento y, además, el Ayuntamiento suele contratarlo en las fiestas: “A mí me llama el jefe de la ciudad [dice, refiriéndose al alcalde] y me dice: Metodi, ven a tocar a las fiestas. Y Tornado Band va a actuar”.

Tiene una constitución fuerte; su piel está curtida y su tez es morena; sus brazos y piernas son recios y carecen de vello alguno; tiene una perilla de pelo largo que se arquea hacia el interior de su barbilla y cuelga sobre su cara, que está repleta de lunares. A Metodi lo acompañan a veces sus dos hijos, Jordan y Kiril, que tocan el piano y el violín y complementan a su padre con sonidos balcánicos y centroeuropeos; donde él se sienta, el bullicio pasa a un segundo plano y todo queda en manos del fuelle de su acordeón. Nos cuenta que la música debe ser improvisada, como en una jam de jazz, y la suya parte de cinco o seis canciones, de las que va variando en ritmos y acordes. A ratos decide cantar, entre tenor y barítono, 'A mi manera' que hace girar el cuello a todo el que está cerca, porque su voz rebota en los edificios modernistas de la Trapería y se amplifica con el silencio hueco de una transitada calle comercial a media mañana.

Adora la cámara –al parecer es algo recíproco–. Según él, esto no debería sorprender a nadie, porque ha hecho cine: “He hecho una película con Jean-Claude Van Damme”. Aparece en la película ‘Salvaje’ del actor belga, en la que interpreta a un músico –no se separa de su acordeón ni tras la gran pantalla– en el patio de la cárcel donde Van Damme se lía a tortazos con un montón de figurantes. “A finales de año salgo en otras tres películas” comenta, aunque no da pistas. En realidad, Metodi toca por diversión, todo lo demás es una consecuencia de este hecho. De vez en cuando le da por asustar a alguien, alterando un compás y elevando las notas a un tono chillón. La gente da un bote y él se parte de risa.

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