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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Derecho a algo más que techo

Miembros de la PAH durante una protesta en una oficina de Liberbank en Santander. | PAH

Patricia Manrique

Hay días funestos en que el único consuelo es llegar a casa. Uno de esos días, por ejemplo, en los que acabas agotada o hastiado de ese trabajo precario que anega tu existencia por una retribución a menudo insuficiente, y que son un poco como el viejo chiste de Woody Allen sobre un restaurante con comida muy mala en el que lo peor es el escaso tamaño de las raciones. O esos otros días, cotidianidad de buena parte de los tres millones largos de paradas que hay en este país, que discurren en un ir y venir de empresas de trabajo temporal a entrevistas en negocios que, sospechas, pronto van a cerrar por la presión de las grandes cadenas que los rodean. Pero, al menos, al final del día, llegas a casa. A casa.

Algo puede amortiguar una primera visita al bar —si hay dinero para ello—, la plaza del barrio, la asociación, la parroquia, la casa del vecino, o la de ese amigo o amiga que te escucha. Pero somos una sociedad en descomposición, asesina de lo común —versión en diferido de la liquidación de lo singular— en la que cada vez hay más gente sola, más sola aun cuando vienen mal dadas: la pobreza te convierte en apestado, en anómico, en culpable de algo-habrá-hecho. Por mucho que los Steven Pinker del mundo se empeñen en mostrar el progreso material de la especie, no pueden obviar un retroceso moral que explica tanto malestar con tan abundantes medios en el mundo desarrollado o depredador, como se prefiera.

Pero, cuando todo se hunde, aunque todo vaya mal, lo mínimo que se puede pedir es el consuelo de encerrarte entre las cuatro paredes que constituyen tu fortaleza, eso que llamas hogar, algo que tiene cualquier animal por el mero hecho de nacer y, sin embargo, es un bien escaso y objeto de especulación para los humanos. Hay momentos en que las cuatro paredes que te guardan son el clavo al que aferrarse, y entonces ¿qué haces cuando te lo arrebatan? No es extraño desear morir. Algunos, incluso, como Alicia, 'J', Amaia, Manuel o Victoria —nombres reales de una larga lista— deciden hacerlo.  

Por su carácter de pilar vital, de requisito mínimo para una existencia digna, la vivienda es, al menos sobre el papel, un derecho básico, recogido en diversos textos jurídicos pisoteados sin tregua como la Constitución. Una casa, un hogar que, por cierto, es algo más que “un techo” o una “alternativa habitacional”. Para el filósofo Ivan Illich, lo que distingue a los humanos del resto de habitantes del planeta, de los animados y los inanimados, es que podemos habitar, que habitamos dejando huella de nuestra esencia singular en nuestro espacio vital.

El ancla que te une a la vida puede ser la colcha y la mesita que te dejó tu madre, una estantería de libros, el sofá increíblemente cómodo que adquiriste en la multinacional sueca esa cuando creías que el trabajo duraría, el póster del equipo con el que te evades en cada partido o la tele del tamaño loco que adquiriste con un crédito de usureros que compensa todo lo que no puedes comprar. Es igual la forma, habitar es un derecho, es tener derecho a un techo que constituye un asidero, un abrigo, el respiro y la mínima sensación de seguridad y protección cuando los días infaustos hacen que te plantees otra de las opciones que es singular de nuestra especie: el suicidio.

Alicia, la última asesinada por toda la cadena humana que es responsable de un desahucio —cadenas de las que pocos insumisos conocemos— vivía de alquiler, aunque ella era mayor para eso. Vivía de alquiler como vivimos las últimas generaciones, educadas en el moderno mantra de que eso de tener casa propia es de paletos poco amantes de la flexibilidad y la hipermovilidad —esa moto capitalista—, a menudo ingenuamente expectantes por que la política tomase medidas acordes —“algo tendrán que hacer”, pensábamos—, y avisadas de que los buitres de los bancos te roban la vida cuando firmas una hipoteca. Pero ninguna precaución sirve en el capitalismo salvaje: ahora resulta que, burbuja mediante, el número de desahucios practicados en España en el segundo trimestre del año fue de 17.152, y que 10.491 han sido por impago de alquiler. No, no es que la gente sea más morosa, es que los alquileres están imposibles: por las fianzas, por el tiempo de duración de los contratos y, sobre todo, por los precios.

Estoy harta de ver a amigas en grandes ciudades, algunas con hijos, verse obligadas a compartir piso a los cuarenta… Los fondos buitres asolan los centros urbanos y ya no hay manera de pagar un alquiler razonable. En Santander, tal vez no notamos con fuerza este fenómeno, pero sí se perciben dificultades para alquilar un piso de modo estable, ya que el negocio de los pisos turísticos, ese que tanto dificulta arraigar, sobre todo a los jóvenes, va tomando consistencia, amén de los pequeños rentistas avariciosos que quieren hacer el agosto y pretenden que alquiles por nueve meses y pasado ese tiempo cojas los bártulos y te marches: otra forma de flexibilidad capitalista que imposibilita dar hogar al proyecto vital. La cosa se pone cada vez más cuesta arriba en la propia cuesta arriba: del “no tener una casa en la puta vida”, de las luchas por la vivienda, a no poder siquiera alquilarla. Y aún habrá quien lo defienda…

Y no todo el problema viene de arriba: buena parte anida en que somos una sociedad de cobardes y egoístas y, mientras sigamos callando ante el discurso obsceno de quien subraya el derecho de los propietarios a especular por encima de el de las personas a vivir una vida digna, a tener un hogar, mereceremos seguir sufriendo los jueces, políticos y leyes indecentes que tenemos. Por fortuna, tenemos las PAH, generosas vecinas improvisadas que atesoran con inteligencia y esfuerzo lo poco que nos queda de humanos.

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