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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¿Quién es un héroe?

Manifestación de protesta de trabajadoras del hogar.

Juan Luis Haro

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Soy un héroe. No cabe ninguna duda.

Cuando ingresa un paciente con diagnóstico de la COVID-19 me pongo el traje de protección individual. Al principio era complicado pero, con la costumbre, ya es un procedimiento automatizado en mi cerebro. Valoro la historia clínica, la radiografía y una serie de parámetros analíticos como la linfopenia, la ferritinemia y los dímeros D. Entro en la habitación y, desde dentro de mi escafandra, intento transmitir serenidad y confianza. A veces, con mucha suerte, logro extraer una sonrisa. Ausculto, mido la saturación y la frecuencia respiratoria. Finalmente me desvisto, paso a paso, para poder volver al mundo no contaminado y para demostrar al paciente que la voz que ha escuchado en los últimos minutos habita un cuerpo de un ser de su misma especie. Con toda la información, decido si iniciar tratamiento con lopinavir/ritonavir, hidroxicloroquina, azitromicina y/o metilprednisolona. Mido el QT y compruebo en el programa del uptodate que no haya interacciones farmacológicas. Alguna vez hasta prescribo tocilizumab que es un fármaco glamuroso como su sufijo indica. En algunas ocasiones, pocas afortunadamente, tengo que consultar con los anestesistas en previsión de un empeoramiento que pueda requerir de actuaciones intensivas como la intubación.

Esta es, sin duda, la parte más delicada porque la colaboración depende mucho de la persona que tienes en frente. Para que lo entendáis, para entrar en la UCI hay que atravesar una frontera y mi persuasión no siempre vale como salvoconducto. Además, hay unos criterios estrictos de edad y de pronóstico que nos vienen impuestos de nuestro hospital de referencia. Alguna vez, tras todas las negociaciones, me quedo a cargo de un paciente demasiado mayor para la UCI y demasiado joven para morir sin intentarlo todo. Hablar con el paciente embutido en el buzo y con la familia a través de una fría conexión telefónica se convierte en un frustrante ejercicio de impotencia: sin poder mirar a los ojos (las gafas se empañan casi siempre), sin poder coger de la mano más allá del calor helado de un guante embadurnado en solución alcohólica, sin un cuarto donde reunirme con los familiares para escuchar sus miedos, sus dudas, sus tristezas… Al concluir mi turno, me cambio y enfilo por las solitarias carreteras hacia mi casa. Cuando llego, la casa está pulcramente ordenada, los niños tranquilos viendo una película, y el plato humeante de lomo salteado esperándome sobre la mesa. Todo ello gracias al trabajo de Margeoree…

No cabe ninguna duda.

Margeoree vivía en casa de su abuela en La Mina del Limón junto a su madre y sus cuatro hermanas. Las dos primeras de un padre, ella de otro y las dos últimas de otro. No compartieron progenitor pero sí destino. Los tres padres se fueron un día sin dar explicaciones. La adversidad tuvo continuación en otro nombre de varón: Mitch. En 1998 el huracán Mitch generó inundaciones y derrumbes en Nicaragua provocando más de 3.000 muertes y una contracción del PIB del país del 40 %. Gracias a que su abuela las amarró a todas con una soga a la viga de madera que utilizaban para sujetar a las vacas mientras las ordeñaban, sobrevivieron a la riada a diferencia de la casa y el pedazo de tierra en el mundo que sustentaba sus vidas que quedaron anegadas por el lodo y la desesperanza.

Iniciaron su éxodo a la capital que, todavía hoy, dura… Por el camino -la vida sigue a pesar de los pesares-, Margeoree tuvo una hija de un hombre -otro- que cerró un día la puerta y no volvió. Gracias a un pequeño negocio de frutas, alimentos y colutorios, subsistieron. Pero la vida sigue y a su madre le llegó la jubilación y su hija entró en la adolescencia, que es esa época donde todo se puede torcer con casi nada. Hicieron sanedrín y acordaron intentar hacer algo más que sobrevivir. Margeoree fue la elegida. Con dinero prestado de su hermana mayor, voló hasta Europa para estrujar un par de contactos y buscarse unos frijoles con los que comprar una casa y poder dar una educación a su hija. Voló con una compañera de esperanza que no pasó el filtro de la Guardia Civil y fue deportada con mil dólares menos en el bolsillo, mil dólares más en la cuenta de adeudamiento y mil sonrisas menos en el futuro.

Al llegar, empezó a trabajar en nuestra casa. Cuando llegó el virus, acordamos que se quedara interna con nosotros. A ambas partes nos venía bien: nosotros podríamos ir a trabajar los dos y ella evitaría que cualquier patrulla la detuviera para preguntar adónde iba en los controles del confinamiento con el resultado de acabar deteniéndola para decirle que, sin papeles, su único destino posible incluía atravesar el charco a 33.000 pies de altura. En el mes que ha transcurrido, Margeoree, aparte de trabajar sin desmayo, ha tenido que celebrar el 15 cumpleaños de su hija a través del whatsapp, aguardar a que el locutorio vuelva a abrir para hacer un giro con el dinero ganado y enterarse de que su madre va a ser intervenida de un cáncer de endometrio…

Nunca ha dejado de sonreír.

Cuando todo esto pase (la frase más veces pronunciada en todas las conversaciones), es bastante seguro que yo tendré un trabajo magníficamente remunerado, varios días de vacaciones y, durante algunos días, preferencia en los supermercados para no tener que gastar mi precioso tiempo en una cola. También tendré alguna cicatriz y mucho trabajo con las familias de las víctimas del coronavirus y los duelos patológicos e inacabados…

¿Quién es un héroe?

Para Margeoree la frase “cuando todo esto pase”, seguramente, se mueva en otra coordenada ¿qué es 'todo esto'? ¿El confinamiento? ¿La distancia? ¿El huracán Mitch? ¿La soledad? ¿La enfermedad de su madre?...

¿Quién es la heroína?

Los héroes obvios, consensuados, coyunturales, fugaces no tendríamos ninguna opción de mantener nuestro status si no fuera por la invisible red de heroínas cotidianas e inagotables que sostienen, más allá de cualquier circunstancia y sin dejar de sonreír, el mundo y la vida día a día, mes a mes, año a año, década a década, vida a vida.

No cabe ninguna duda.

*Juan Luis Haro, médico en la organización sanitaria integrada de Barakaldo-Sestao

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