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“Yo en el 36 a los rojos como tú los mandaba fusilar”

Militares durante un ejercicio.

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Son los de siempre: los verdugos, convertidos en víctimas. Dicen creer que corre peligro la democracia y, “para salvarla”, proponen fusilar a 26 millones de españoles. Mientras tanto, sus víctimas han aguantado, muchas veces en silencio, las fechorías que cometieron hasta la muerte del dictador.

Me refiero a la carta que algunos militares, en la reserva o jubilados, han dirigido al Rey, preocupados –¡qué ironía!– por la libertad y la unidad de España. No se preocuparon tanto por los abusos y arbitrariedades de la dictadura ni por la connivencia del Ejército con la policía franquista para castigar cruelmente a jóvenes “fichados” en el servicio militar obligatorio por el terrible delito de ser demócratas.

Ese fue mi caso. Y si lo cuento no es por venganza –han pasado demasiados años–. Es con el ánimo de que los que sufrieron represión en la mili por motivos políticos lo cuenten para que quede claro que el Ejército franquista estuvo implicado en la represión hasta el final. Y también para que estos “gallitos” se avergüencen –si eso fuera posible– de la “valentía” de algunos oficiales enfrentándose a unos jóvenes indefensos e inofensivos.

Que los humillados y maltratados en la mili escriban cartas a quien quieran, para que se vea quiénes tienen más razones para estar indignados.

Yo fui detenido con 18 años, en primero de Facultad, por manifestarme tras el asesinato del estudiante Enrique Ruano. Me metieron en la cárcel dos meses, sin juicio, me deportaron y me expulsaron de la Universidad. En el año 1970, en el siguiente Estado de excepción, la Policía vino a buscarme a casa y no me encontró. Ya estaba alerta.

Cuando tuve que incorporarme al Servicio Militar obligatorio, dos años más tarde, el Ejército hizo lo que no pudo hacer la Policía: reprimirme y controlarme sin tregua. Hice la instrucción en Madrid y, como castigo, me destinaron a Plasencia, al Regimiento de Órdenes Miliares 37, un batallón especial a donde iban boinas verdes voluntarios, soldados de reemplazo extremeños y los castigados.

Llegué al cuartel y el sargento de guardia me dijo que yo estaba allí por “fichado” y que me presentara al teniente coronel. A modo de bienvenida, este me dijo: “En el 36 yo, a los elementos como usted, los mandaba fusilar. Ahora no me dejan, pero todavía no me han prohibido dar patadas en los cojones. Puede retirarse”. Me retiré temblando. Me quedaba un año con estos energúmenos.

A partir de ahí, mi mili fue un infierno. Los “fichados” –unos 7 u 8– estábamos rebajados del servicio de armas para “que no las utilizáramos en contra de la patria”. Nuestro “servicio a la patria” y para “convertirnos en hombres” estaba en la cocina y en la limpieza del cuartel. Cuando a una compañía le tocaba hacer la guardia, el sargento gritaba: “los fichados, ¡a cocina!” Las humillaciones y discriminaciones eran permanentes.

Se perdió durante dos horas un fusil y “el rojo” ¡al calabozo! durante dos meses. El comandante jurídico del cuartel “me dio la orden” de que firmara una declaración de culpabilidad para llevarme ante un tribunal militar. No la acaté y estuve incomunicado durante dos meses. Me quitaron los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, por subversivos, pero me dejaron Cien años de soledad, porque les debió parecer más apropiado para un preso.

Cuando me licencié, en 1973, era como si hubiera vuelto a la vida. La dictadura seguía y seguiría reprimiendo, pero la pesadilla de mi paso por el Ejército franquista había terminado por fin.

¿Cuántos jóvenes, estudiantes y trabajadores sufrieron bajezas de manos de aquel Ejército represor, que tanto añoran los del chat y los firmantes de los manifiestos? Afortunadamente, y para nuestra tranquilidad, este comportamiento cínico de supuesta defensa de la democracia por estos nostálgicos de la dictadura tiene el desprecio y la condena de la inmensa mayoría de los mandos miliares de nuestro Ejército constitucional.

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