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Alguien con quien hablar

Robot humanoide espacial Valkiria.

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-¿De qué murió? Le preguntó un robot a otro, mientras señalaba a una persona postrada en una cama. 

 -De pena. Se murió de tristeza por no encontrar a nadie con quien hablar. Dejó de comer, dejó de beber, dejó de hablar, incluso para sí, hasta que ingresó, pero ya no se recuperó de tanta melancolía. 

Sobre la mesilla, al lado de la cama, había una hoja con un texto escrito a mano: “Veo crecer los días por la ventana. Son segundos cada día, quizá minutos, pero van sumándose, y acaban siendo horas. La luz se agranda y da la sensación de que te arrastra a cada rincón, con cada aliento, en cada momento. En un abrir y cerrar de ojos, todo parece nuevo. Me gustaría contárselo a alguien, pero no hay nadie con quien hablar.”

Los dos robots salieron de la habitación repleta de máquinas, algunas fijas a las paredes y otras moviéndose en acompasado desfile. Ya era de noche, pero había una luz intensa en el cuarto que lo iluminaba todo, aunque aparentemente no salía de ningún lugar. Los robots abandonaron la sala, y todo se hizo oscuridad y silencio en ella.

Mientras caminaban por un largo pasillo, los robots hablaban de cómo sus creadores, los humanos, habían ido perdiendo las palabras.

Hacía más de un siglo que existían máquinas con inteligencia artificial, y décadas desde que podían hablar, escribir y leer con cierta solvencia. Los primeros modelos de lenguaje, a los que se adjetivó como grandes o masivos, se veían con el tiempo como simples juguetes, muy rudimentarios. Pero en aquel momento habían supuesto un enorme avance en el procesamiento del lenguaje natural por parte de las máquinas. Rápidamente fueron mejorando en sus prestaciones, añadiendo más y más valor a sus respuestas y, por tanto, a su uso. Personas de toda condición -desde estudiantes a profesionales, pasando por escritores y burócratas- empezaron a usar estas herramientas para redactar correos electrónicos, informes, ensayos e incluso novelas o poesía. Es cierto que a veces escribían disparates, pero ¿quién no dice tonterías de vez en cuando? Hasta nosotros nos equivocamos a veces, comentó con cierta resignación uno de los robots.

Cuantos más progresos hacían las máquinas en las lenguas que antes eran solo humanas más y más incompetentes se volvían las personas en su uso, sobre todo la gente más joven. Al principio las mermas en el uso del lenguaje eran sutiles, casi imperceptibles. Pero con el tiempo se fueron haciendo cada vez más evidentes, tanto que los cerebros dejaron de crear historias y hasta de narrar los recuerdos. En un par de generaciones los jóvenes dejaron de leer y se volvieron ágrafos. Conservaban todavía el habla, pero la usaban sobre todo con las máquinas y casi exclusivamente para darles órdenes. De hecho, el habla se hizo maquinal, menos rica, menos matizada, menos salpicada de colores, sabores, olores, texturas y sonidos. La comunicación entre las personas no solo iba a menos, sino que menguaba en palabras y significados. El habla se fue empobreciendo, se fue decolorando, hasta hacerse muda. 

Las instituciones educativas, lentas en los procesos de cambio y a menudo pendulares en sus decisiones, comenzaron a integrar los modelos de lenguaje en sus planes de estudio y en la forma de impartir la docencia, pero no lo hicieron bien. Dejaron de enseñar a leer y escribir con corrección. ¿Para qué esforzarnos en aprender a leer, cuando una máquina puede contarte de qué va un cuento, una novela o un artículo científico?

El papel dejó de usarse. Era caro y poco ecológico, se decía. Hubo un reducto de nostálgicos, sobre todo gente mayor, que todavía leía pausadamente y se recreaba en los pensamientos que nacían de las palabras leídas. Pero cada vez eran menos. Casi nadie escribía ya notas en los márgenes de los libros que todavía guardaban como reliquias en sus casas. Las bibliotecas no existían. Ahora se llamaban bancos de almacenamiento y procesamiento de datos y los manejaban las máquinas exclusivamente.

Con el tiempo los sonidos de voces humanas se hicieron cada vez más escasos en los espacios públicos. Igual que antes habían desaparecido los trinos de los pájaros, cada vez había menos palabras en el aire. Casi todas las lenguas naturales habían desaparecido de los labios de las personas, aunque se conservaban en enormes corpus de voz y texto, y también en los modelos de lenguaje que se habían alimentado de ellos.

Dicen que una rana en una olla de agua al fuego no será consciente de que se cuece hasta que sea demasiado tarde. Así les ocurrió a las personas, que se quedaron sin nadie con quién hablar y sin ser conscientes de que por el camino perdían el pensamiento. La lengua no es la envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo, dejó escrito Miguel de Unamuno. Pero ya casi nadie leía, ni siquiera a Unamuno. 

Y así surge la moraleja de este cuento: Debemos tener sumo cuidado con aquello a lo que vamos renunciando en nuestra búsqueda permanente y acelerada de un progreso que ha perdido buena parte de su significado. Las herramientas y las tecnologías, por útiles que sean, deben potenciar las capacidades humanas, no sustituirlas, ni siquiera menguarlas. Si perdemos lo más genuino del ser humano, proyectado en el lenguaje, la cultura, el arte o las relaciones interpersonales, perderemos lo más valioso que tenemos y que todavía nos hace únicos e irreemplazables.

Los robots se detuvieron al final del corredor, se miraron, y como si lo hubiesen programado, exclamaron a la vez: Ja, ja, ja... ¡qué tontos!

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