Más allá del 20D: el futuro se juega en Europa
Como en toda campaña electoral asistimos a un desfile de promesas sobre las cuales, como un acto reflejo, nos preguntamos, ¿cómo se van a pagar? Esta reacción tan común, tal aversión a la deuda, a los gastos que no sean cubiertos por los ingresos, se ha forjado firmemente en nosotros por la experiencia corriente en la gestión del presupuesto familiar o de una empresa. La extrapolación de nuestra experiencia particular al funcionamiento de la economía como un todo, junto con la asimilación del Estado al nivel del resto de agentes económicos, es una facilidad cognitiva que nos induce a familiarizarnos con tales falsedades.
Este tipo de razonamientos lógicos son los que marcan la agenda política, que supedita la consecución de toda política a su adecuación con el equilibrio presupuestario. Quizás el abordar algo de luz sobre estas y otras cuestiones ayude a extender el tan acotado marco en que se encuentra enquistado el debate público, ayudándonos a reflexionar sobre lo que en este país parece un tema tabú, la estructura institucional del euro.
La arquitectura del euro divorcia la política monetaria de la política fiscal, en manos del Banco Central Europeo y de cada Estado miembro, respectivamente. La delegación de la soberanía monetaria y la imposibilidad de que el BCE financie a los Estados, tal y como prohíben sus estatutos, hace a la política fiscal dependiente de los ingresos que cada Estado por su cuenta y responsabilidad sea capaz de asegurarse. Cuando ocurre una caída de la actividad económica, la consecuencia inmediata es la alteración de la relación entre ingresos y gastos en el presupuesto, disparándose el déficit. Ello implica que el espacio fiscal que permite operar a los Estados en busca de sus objetivos de política económica y social, queda a expensas de las demandas exigidas por los llamados mercados, que disciplinan toda desobediencia y neutralizan las elecciones democráticas mediante la subida del tipo de interés y del riesgo país.
Una alternativa técnicamente realizable a esta arquitectura actual, es la de poner a funcionar al BCE en la búsqueda de objetivos de pleno empleo. A día de hoy, la función casi en exclusiva del BCE es intentar mantener un cierto objetivo de inflación, que es del 2%. A pesar de su insistente política de expansión monetaria conocida como Flexibilización Cuantitativa ni siquiera esto consigue. Vamos a ver por qué.
En la sabiduría convencional está incrustada la idea de que la inflación es un fenómeno estrictamente monetario, es decir, que toda ampliación del dinero que circula por la economía tendería a aumentar el nivel general de precios. La causa principal de que inundar de dinero los balances bancarios no consiga lo deseado por Mario Draghi, tal como ha ocurrido en Estados Unidos y lleva ocurriendo en Japón décadas, es que la inflación es un fenómeno fundamentalmente real, es decir, es determinada en el mercado de bienes y servicios. La puesta en marcha de nuevos procesos productivos o de ampliación de la capacidad de los mismos depende de las expectativas de beneficios, no de la cantidad de dinero existente en la economía en forma de reservas bancarias, por lo que adicionalmente se provoca un potencial efecto desestabilizador al inflar los precios en los mercados financieros, en busca de una rentabilidad que la economía real no ofrece. Ante la incertidumbre existente, los bancos puede preferir dar salida a sus reservas excedentarias para no ser penalizados poniendo su dinero en renta fija y no en renta variable, con unas ganancias moderadas —pero acumulativamente muy generosas— resultantes de la diferencia del porcentaje de la penalización del BCE a estas reservas y el tipo de interés de los bonos públicos, lo que explica que veamos subastas de deuda con tipos de interés negativo, paradójicamente, cuanto mayor es históricamente la deuda de los Estados.
Lo más conveniente sería entonces que el BCE se plantearse participar junto con los Estados miembros en el objetivo de aumentar los niveles de empleo, pero no de un empleo cualquiera, sino uno que contribuya a garantizar los derechos y reforzar el Estado de Bienestar de los ciudadanos y ciudadanas de Europa. Se trata de financiar unos programas de empleo centrados en ciertos sectores estratégicos y de alto valor social, sin la volatilidad y amenaza a la que éstos se ven expuestos en situaciones de crisis.
Debo remarcar aquí para quienes teman los efectos de desplazamiento de la inversión privada o aumentos de impuestos futuros, que en un sistema monetario caracterizado por dinero fiat-crédito no necesitamos mantener artificialmente las propiedades de un sistema de dinero-mercancía. La imagen de una cámara en el banco repleta de oro o de una hucha de depósitos sobre la cual prestar fondos no es propia del siglo XXI, sino del funcionamiento de un sistema bancario del siglo XIX. El balance del BCE como emisor de moneda es infinito, no debemos preocuparnos porque las cuentas de los Estados con el mismo presenten déficits en la medida que plantearemos, sino de otros objetivos. Pretender ajustarnos a un sistema como el del patrón oro sería altamente pernicioso por las restricciones financieras que impondrían a la economía, tal y como ocurre hoy en Europa, cuyas prohibiciones políticas imponen un funcionamiento muy similar.
Es cierto que sería igualmente osado sugerir que no existen restricciones a esta expansión de la oferta monetaria, no es así. Si bien debemos desmarcarnos de las restricciones financieras políticamente autoimpuestas, no hay que descuidar las reales, en especial las que se refieren al uso del empleo total disponible en la economía. Si dejar parados los recursos es un despilfarro, querer sobrepasar un determinado umbral sería igualmente nocivo. Como he comentado antes, la inflación no es un fenómeno estrictamente monetario, pero llegado el punto de no poder ampliar la riqueza total por estar la economía cerca del pleno empleo y compitiéndose por los distintos usos de la fuerza de trabajo —situación de la cual nos encontramos muy lejos—, seguir ampliando la oferta monetaria irremediablemente produciría un alza general en el nivel de precios.
Expuestas ya las reservas que se pudiesen tener en el plano financiero, basadas exclusivamente en mitos propagados por la hegemonía cultural manifiesta de una clase dominante, paso a presentar cómo podrían llevarse a cabo dentro de una estructura diferente del euro y en qué actividades los programas de Trabajo Garantizado.
La financiación directa del BCE a los Estados miembros debe venir de los acuerdos de todos los países para la ampliación y coordinación – y supervisión, por descontado— de la Gobernanza Europea, destinándose a sectores claves para el Estado de Bienestar, tales como educación, sanidad, cuidados, dependencia, pensiones, seguridad, justicia, etc. Estos pactos supondrían el desligar tales actividades de la capacidad de los Estados de generar sus propios ingresos, por lo cual no estarían sometidas al vaivén de los ciclos económicos y en último término, de las exigencias de los mercados, ávidos de penetrar en nuevos sectores de negocios —solo si son económicamente rentables, que no socialmente—.
Ciertos aspectos importantes para el crecimiento a largo plazo como la inversión en infraestructuras o en investigación, desarrollo e innovación podrían ser igualmente financiadas parcialmente por Europa a través de diversos fondos que incentiven la convergencia entre territorios y países, tal y como se hace. Los Estados podrían ampliar la inversión en estos campos e incrementar la cobertura de sus servicios mediante los impuestos que decidiesen sus ciudadanos. También los Gobiernos regionales y locales en función de las competencias que le son cedidas, lo que supone un amplio margen para la Gobernanza Nacional y descentralizada ya no solo en la gestión que creyesen más adecuada en coordinación con Europa, sino en los recursos destinados a prioridades de desarrollo particulares.
Cabe decir por último que la función de los impuestos sería, además de financiar ciertos gastos adicionales decididos democráticamente, la de sancionar determinados consumos y la búsqueda de cierta distribución de la renta más igualitaria. Y quizás más relevante en aspectos macroeconómicos, la de controlar la inflación, subiéndose los impuestos para desalentar el consumo en caso de síntoma de sobrecalentamiento de la economía.
Las implicaciones de estos cambios en la estructura institucional son importantes: garantizaríamos el Estado de Bienestar que nos caracteriza a los europeos; pondríamos en marcha una herramienta potente para la estabilización de los inevitables ciclos económicos; dejaríamos estéril el debate sobre la hucha de las pensiones; pondríamos a trabajar recursos que el sector privado deja parados contribuyendo así a combatir los males individuales del desempleo y el aumento de la riqueza total; incentivaríamos las expectativas de beneficios del sector privado para su crecimiento; entre otras.
Pero también, esta estructura institucional afectaría indudablemente a las relaciones de poder existentes en nuestra sociedad, y los ganadores de la arquitectura del euro actual tienen recursos ingentes para combatir y defender este status quo que garantiza unos beneficios muy elevados a unos pocos a costa de reducir el bienestar del conjunto de los ciudadanos y la riqueza total. Es por ello que quien escribe y a pesar de ser técnicamente una propuesta coherente, no puede sino advertir cómo la correlación de fuerzas y las articulaciones entre los poderes económicos y políticos obstaculiza la puesta en marcha efectiva de un sistema así. Pero a fin de cuentas, de nosotros depende poner la economía al servicio de todos, cuanto más combatamos la hegemonía cultural y la reemplacemos, más posibilidades habrá, ¿o esperaremos a que se rompa el euro? Este desenlace es solo cuestión de tiempo, y el sufrimiento acumulado, irreversible