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Ataque al sistema democrático

Varias personas protestan en las inmediaciones de los juzgados de Plaza de Castilla durante la declaración de Begoña Gómez
22 de julio de 2024 22:57 h

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El juez de instrucción que investiga la denuncia contra Begoña Gómez ha decidido llamar a declarar como testigo nada menos que al presidente del Gobierno español. En contra de lo que él mismo afirma, se tratará de una medida inútil, que no aporta nada a la causa, e impertinente, sin justificación jurídica. El magistrado ha actuado de manera, como mínimo, imprudente. Viendo el momento y la forma en que quiere tomar esa declaración es  inevitable que más de uno vea  detrás intereses políticos.  Por el bien del sistema democrático urge, más que nunca, que las instancias judiciales superiores corrijan este desenfreno instructor que echa gasolina al fuego de quienes buscan alterar el resultado electoral que llevó a Pedro Sánchez a la Moncloa.

En efecto, no parece que la declaración de Sánchez –pese al enorme daño de reputación sobre el afectado– pueda aportar nada nuevo al caso. Ni está obligado a declarar, ni hay indicio alguno de que haya participado o conocido los hechos que se investigan o que se supone que se investigan. La Audiencia Provincial ya le ordenó al juez en cuestión que abandonara varias líneas de investigación contra Begoña Gómez y se centrara en solo una. Pese a ello, él, impertérrito, abre a diario nuevas líneas en busca de algún delito del que acusar a Gómez. Cualquier rumor de ultraderechistas parece valerle para acordar medida sin pensar en el efecto que pueda tener en la reputación y la vida de los investigados. 

Es lo que se llama una instrucción prospectiva; no tira de los indicios que hay para obtener nuevas pruebas, sino que con medidas como la declaración de determinadas personas intenta obtener esos indicios necesarios para iniciar la investigación. El objeto mismo de la investigación cambia con frecuencia. Formalmente solo podía investigar un posible caso de tráfico de influencias, pero él rasca a ver qué más se le aparece. Unos días se obsesiona con una posible apropiación indebida, otros con lo que surja. Por el momento no hay siquiera indicios de ningún beneficio obtenido por el empresario que se pueda atribuir a Begoña Gómez y que pudiera justificar remotamente llamar a su marido. Más aun, puesto que nadie está obligado a declarar contra su cónyuge, ni contra sí mismo, parece poco razonable esperar que de la declaración del presidente se pueda obtener ningún dato nuevo. Claramente, no es una diligencia acordada por el bien de la instrucción.

Formalmente, se puede pensar que el magistrado está más preocupado por buscar el efecto mediático que la verdad. Podría perfectamente al presidente pedirle que declarara por escrito, pero prefiere desplazarse en persona al palacio de la Moncloa sabedor del valor simbólico de ese gesto. Al fin y al cabo, se trata del mismo juez que se inventó la obligación de Begoña Gómez de asistir a la declaración de un testigo aunque la ley no lo prevea, con la única intención de hacerle pasar por la pena de banquillo. Ahora, con el mismo afán, piensa grabar la declaración; a nadie se le escapa que esa grabación podría filtrarse convenientemente a los medios y que nadie nunca buscará al culpable de esa filtración. El único resultado previsible de esta declaración será, pues, el daño a la reputación del presidente. Por eso, el juez peca, al menos, de imprudente. Coincide además con un contexto en el que desde la derecha muchos intentan presentar al jefe del Gobierno como un delincuente  para forzar su renuncia.

El siguiente paso puede ser –si nadie lo remedia– la imputación del propio presidente. Su citación como testigo se hace, en última instancia, para que declare si colaboró con su esposa en un supuesto delito de tráfico de influencias. Sánchez sería, incluso, la autoridad sobre la que su mujer ejerció influencia.

Así que, en su línea de imputaciones basadas en suposiciones sin pruebas ni indicios, no sería raro que lo siente a él mismo en el banquillo. Con la actual falta total de pruebas es inimaginable que algún tribunal se atreviera a condenar a ninguno de los imputados, pero el mero hecho de acusar a Pedro Sánchez, presentándolo como un corrupto, puede bastar para ayudar al objetivo de quienes pretenden tumbar al Gobierno. El juez Peinado puede hacer todo esto y más porque nuestros jueces de instrucción son, y deben ser, dioses laicos.

El juez que investiga debe ser libre de acordar todas las medidas necesarias para que, si el caso acaba en un juicio, los jueces que decidirán sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados tengan a su disposición todas las pruebas posibles. Para que la verdad judicial sea lo más exacta posible. Sin embargo, esto está pensado para un modelo de juez cada vez más escaso en España: el funcionario escrupuloso que aplica las leyes sin dejarse llevar por sus propios intereses y su personal ideología. El poder judicial existe sobre la base de que los magistrados no van a usar su poder para imponer ideas políticas, sino que se limitarán a aplicar la ley. Frente a excepciones puntuales, el sistema permitiría razonablemente frenar a jueces kamikazes, pero no está pensado para la eventualidad de una élite judicial sin escrúpulos.

Un solo juez de instrucción que careciera de la necesaria imparcialidad podría poner puntualmente en jaque a todo el Estado. Sin embargo, para llegar al extremo de darle la vuelta al sistema democrático y forzar la dimisión de un presidente legítimo necesitaría el apoyo, o al menos la tolerancia, de muchos otros jueces. Por ahora, todo apunta a que juez Peinado tiene una cosa y la otra. Si hubiera una operación para tumbar al Gobierno, nadie quiere pararla.

Ante esta situación a muchos ciudadanos honestos se les agotan los calificativos. Hay quienes ya hablan de lawfare, de ataque a la democracia o incluso de golpe blando. No les falta razón, pero el uso de expresiones extremas, aunque justificado, solo servirá para que nuestros jueces se indignen y se presenten como víctimas.

La instrucción del juez Peinado es formalmente aceptable, sustancialmente sin fundamento y materialmente un acto político. Consciente o inconscientemente, abusa de su posición como poder neutral y, cuanto menos, sus decisiones pueden ser instrumentalizadas por quienes pretenden desconocer la decisión popular expresada en las elecciones generales del año pasado. Corresponde ahora a los tribunales superiores decidir si van a tolerar este embate contra la democracia y la lógica jurídica. Sólo ellos pueden parar el despropósito.

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