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El cuarenta aniversario del PSOE desde otro punto de vista

Felipe González, candidato del PSOE a la presidencia del gobierno, hace el signo de la victoria tras su discurso en la fiesta-mitin de cierre de la campaña electoral socialista, que se celebró en la gran explanada de la Ciudad Universitaria ante medio millón de ciudadanos

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Hace ya cuarenta años que el Partido Socialista Obrero Español, el PSOE, se hizo con una espectacular mayoría absoluta en las dos cámaras legislativas de la democracia española. El PSOE impulsó un enorme cambio en una España que ya estaba en transformación, tras una transición a la democracia en la que los partidos antifranquistas, los sindicatos y las asociaciones de vecinos lograron contribuir a que el fin de la dictadura fuera algo más que el óbito de un tirano en su cama. 

No obstante, si bien el PSOE transformó la realidad española, algunos datos nos permiten confirmar que la realidad española también transformó al PSOE, condicionando a sus gobiernos a adoptar formas tecnocráticas parecidas a la de los ejecutivos previos. 

Las características y la procedencia de los principales ministros y directivos técnicos de los gobiernos del PSOE reflejan lo que arriba se señala. Felipe González renunció a su programa socialdemócrata como consecuencia de la negativa coyuntura económica, pero también como correlato de la estructura de sus ministerios más técnicos: Miguel Boyer, uno de los grandes intermediarios que el presidente socialista había tenido para acercarse a las grandes familias de la burguesía española, fue nombrado en 1982 ministro de Economía, Hacienda y Comercio; Carlos Solchaga, titular de Industria, representaba una voz independiente dentro del partido, y había trabajado en el servicio de estudios del Banco Vizcaya con otros economistas que también ocuparían carteras, como Claudio Aranzadi, entre otros; Mariano Rubio, economista afincado en el Banco de España y cercano a la UCD, gobernó el banco central español desde 1984 hasta su sonada destitución ocho años después.   

Estos tecnócratas, profesionales con una notable experiencia en la Administración pública y a veces también en la empresa privada, se habían formado en las etapas anteriores trabajando para altos cargos de la administración franquista. En aquellos años, muchos de ellos se vieron obligados a llevar una doble militancia: oficialmente eran empleados de alta cualificación con los que algunos ministros franquistas de miras más amplias quisieron contar para puestos técnicos; por otro, militantes de partidos como el PSOE, o en menos casos el PCE, que tuvieron que pasar incluso breves periodos en la cárcel, como sucedió con el ministro económico de González.  

De ahí que la facción tecnocrática incorporada por Felipe a sus primeros ejecutivos supusiera una fatalidad weberiana que el cambio político exigía como cierto aval: para gobernar no bastaba con ganar las elecciones, sino que también exigía seleccionar un personal directivo que conectara las instituciones electoralmente conquistadas con una clase dominante que había hecho del Estado una fuente de prosperidad privada. Entidades clave como el Instituto Nacional de Industria -que contaba con buena parte del parque público empresarial- o el Banco de España -todopoderoso ejecutor de la política monetaria de una época de mucha incertidumbre- quedaron descartadas para candidatos socialdemócratas del PSOE.  

Los elegidos, los ejecutores de la política económica, fiscal, monetaria y empresarial ligada al sector público serían mayoritariamente escogidos de entre una serie de economistas y abogados que habían comenzado su carrera colaborando en el plan de estabilización franquista, iniciado en 1959. La transición, en los aparatos técnicos del Estado, quedó suavizada por el perfil, por los círculos de procedencia y por la experiencia profesional de estos técnicos, capaces de dar seguridad y confianza a todo partido que quisiera tener vocación de durar en el poder político y confianza a los poderes menos sujetos a comicios.  

De ahí que buena parte de las entidades públicas comenzaran esta etapa democrática gestionadas por reconocidos tecnócratas relacionados con el régimen anterior o con importantes entidades empresariales. Claudio Boada, jerarca franquista que había reclutado a Boyer y a Solchaga para el INI a finales de los sesenta, presidiría el Instituto Nacional de Hidrocarburos, el antecedente de Repsol; Enrique Moya, miembro destacado del Círculo de Empresarios, la patronal menos lejana al PSOE -y el amigo de Boyer que le ofreció refugio durante la noche del 23F-, presidiría el INI, contando con personajes como Carlos Espinosa de los Monteros y Bernaldo de Quirós, padre del actual diputado de Vox, como presidente de la empresa pública Iberia.  

Otras maniobras revelaban la inevitabilidad de la tecnocracia en una etapa socialista sembrada de retos y sorpresas: el gobierno del PSOE pugnaba por tutelar las fusiones bancarias, como la del Banco Bilbao Vizcaya, favoreciendo su cercanía al ejecutivo; o en la del Banco Hispanoamericano y el Banco Central -actualmente integrados en el Santander-, que contaban en sus consejos de Administración con numerosos representantes de la burguesía a la que el PSOE se había acercado más durante los años previos. Dicho tutelaje quedó frustrado en el caso del Banesto, gracias al ascenso bancario y mediático del abogado del Estado Mario Conde, que se hizo con su presidencia impidiendo, en distintas ocasiones, que aspirantes como el propio Miguel Boyer o José María López de Letona -exministro de Industria, familiar de Mariano Rubio y gobernador del Banco de España con Franco- pudieran aspirar a hacerse con esta plaza estratégica. 

Todos estos bailes con una clase que procedía de un régimen que la había mantenido entre algodones, unidos a los problemas estructurales de la economía española, llevaron a los socialistas a frecuentes contradicciones políticas. Pese a todo ello, expandieron y consolidaron un Estado del bienestar imposible de imaginar dos décadas antes, con una educación y una sanidad universales; implantaron con denuedo una cultura fiscal en un país poco acostumbrado al pago de impuestos; impulsaron una enorme reforma de las infraestructuras nacionales, que culminó con las grandes celebraciones de 1992 y la internacionalización definitiva de un país que despertaba; y, sobre todo, consolidaron una democracia en un país en el que el terrorismo asesinaba casi a diario a principios de los ochenta, en el que los militares y las extremas derechas planeaban atentados semanalmente, y en el que el camino hacia Europa parecía un sueño propio de un país de segunda o de tercera división. 

La enorme complejidad de los cambios acaecidos nos impide juzgar categóricamente esta etapa. Pasado el tiempo, podemos concluir que ceder a los cánticos de la globalización más ortodoxa nos ha hecho enormemente dependientes en sectores en los que se podría haber impulsado un empleo estable y de calidad; que la entrada en Europa se cobró un precio demasiado caro como la enajenación de la industria, y como la aceptación de unas reglas de limitación del déficit público que pocos países quieren aceptar actualmente; que la necesidad de la Unión Europea, y con ella, la orteguiana salvación de España, dificultó prestar más atención a uno de los grandes talones de Aquiles de nuestra democracia, como es el desempleo; y que la venta de las empresas públicas supuso la definitiva pérdida de un patrimonio de toda democracia que quiera ser económicamente coherente con sus principios políticos. 

El PSOE, cuarenta años después, preside un gobierno con aliados poscomunistas, algo impensable hace cuatro décadas. Su enfrentamiento a las crisis sobrevenidas conserva rasgos del partido que fascinara a los votantes a principios de los años ochenta, pero también características que se derivan de una reflexión ante los cambios acaecidos: el incremento de la protección social, una nueva mirada al denominado mercado laboral, una necesaria transición energética, y esperemos, una mejor regulación y una más exigente fiscalidad hacia los grandes intereses corporativos. La revolución de los derechos civiles y sociales, impulsada por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, espera nuevas etapas en los próximos meses bajo el liderazgo de Pedro Sánchez. En este interregno hasta los próximos comicios, el PSOE, sus socios, y sobre todo su programa y su forma de entender la sociedad y la política, se juegan la continuidad, o en su lugar, un largo invierno. Las urnas, como siempre, decidirán lo que en 1982 fue un proceso complejo, pero también ilusionante.   

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