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El republicanismo frente al esperpento

El rey emérito Juan Carlos

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“El esperpento se trata de una visión de la realidad como si estuviera reflejada en un espejo cóncavo; de esta forma, el resultado no será el real, sino que será uno deformado, grotesco, tragicómico”.

Ante las noticias, más que inquietantes y perturbadoras, y la investigación con fundamento sobre los turbios asuntos fiscales del rey emérito, parecía que lo lógico por su parte era explicarse o defenderse, incluso callarse y esperar a que la tormenta se resolviese, pero nunca y en ningún caso meter la cabeza debajo del ala o salir corriendo, como finalmente ha ocurrido.

Otra alternativa era continuar con la ya ensayada estrategia de cortafuegos para no implicar al actual rey. Era lo lógico, después de haberle sido suprimida, ante los primeros indicios de fraude, la llamada asignación real. Dentro de esta cabrían otras medidas más realistas, como la salida de La Zarzuela, la separación de la familia real, la renuncia al cargo de rey emérito, la regularización con Hacienda... Y con ello no se haría otra cosa que seguir en la misma senda del caso de Urdangarin y la infanta Cristina. Un caso similar, aunque de menor rango, en cuanto a la utilización de la casa real como fondo de comercio, en aquella ocasión, en la relación con las CCAA, las empresas y las fundaciones para el tráfico de influencias y el fraude fiscal.

Un caso que hoy se repite en las relaciones exteriores y las más que supuestas comisiones reales en las grandes obras públicas y de su blanqueo en paraísos fiscales. Después de todo, entonces no les fue tan mal, salvo al yerno que fue condenado y sigue en prisión.

Sin embargo, el rey emérito se ha resistido a cualquier nueva exigencia de responsabilidad política que pusiera en cuestión su presunción de inocencia en el ámbito judicial. Con ello se confunden de nuevo en la política española, y en este caso al máximo nivel de la jefatura del Estado, la responsabilidad política con la penal y sus respectivos tiempos.

Aquella responsabilidad política previa a la judicial y compuesta por la responsabilidad de elegir y de vigilar, formulada en España en la crisis de los noventa, se ha olvidado en favor de una única responsabilidad penal, aunque sea como en este caso prácticamente inviable, hasta cuya resolución impera el silencio de la presunción de inocencia, solo alterado, si bien con la sordina de la razón de Estado, por el juicio de la prensa y la llamada pena de telediario.

En consecuencia, don Juan Carlos ha preferido dar la imagen de un viaje temporal al extranjero. Un paréntesis o unas vacaciones más, hasta que la cosa se calme en la opinión pública o se aclare con la no apertura o en su caso el esperado sobreseimiento judicial. Un distanciamiento temporal para evitar el contagio, como si se tratase de una parte más de la epidemia o de un proceso de divorcio, en que hay que darse un tiempo o una cuarentena, incluso con la esperanza de arreglarlo.

La lectura pública de la tan precipitada como anunciada salida del rey emérito, como era de esperar, ha sido por obvio un verdadero desastre: La huida como reflejo de sus responsabilidades éticas y políticas como rey que fue durante décadas y ahora como rey emérito. Y con ello se ha abierto todo el abanico de deducciones y especulaciones: La de no querer explicarse, la de resistirse a regularizar sus cuentas, la de no asumir ninguna responsabilidad política y la incógnita de su disponibilidad para la acción de la justicia. Porque no deja de ser una paradoja no haberla mencionado siquiera en su mensaje inicial, tan medido como al parecer pactado, para hacerlo después en la carta de su abogado en que manifiesta estar a plena disposición de la justicia, aunque luego lo contradice con sus actos, poniendo tierra de por medio.

Pero da una apariencia aún peor, con la negativa a dar a conocer (hasta ahora) la nueva residencia en el extranjero y al abrir con ello todas las especulaciones sobre su próxima situación económica, judicial, de seguridad e incluso a aquellas más morbosas sobre los países de acogida, sus relaciones y su situación en materia de extradición.

Con ello, además, lejos de rebajar como se decía pretender, ha aumentado al máximo la presión sobre el actual jefe del Estado, su hijo, que es quien según todas las informaciones ha dado el plácet, o ha asumido resignado, tamaño disparate político e institucional.

Ahora, según esto, a la casa real solo le quedaría esperar y ver los acontecimientos desde la distancia. Pero el interés público no va a decaer, por mucho que se llame al orden desde los monárquicos por convicción y de aquellos que vuelven a hacerlo por una malentendida estabilidad institucional, como si el silencio de décadas no hubiera favorecido la crisis actual y tampoco parece que el ritmo judicial, sobre todo en Suiza y en la fiscalía española, se vaya a ver por ello alterado.

En tiempo del post populismo de los asesores, lo escandaloso en democracia es que la salida de España del emérito, haya sido una salida aceptable para el rey actual y que, en consecuencia, haya sido respaldada por el presidente del Gobierno, la casa real y sus respectivos asesores. Seguramente haciendo ambos de la necesidad virtud. Una vez más. Con tales consecuencias, algunos se preguntarán legítimamente que entonces en qué manos estamos. Pero la cosa no queda ahí, lo esperpéntico ha sido el cierre de filas de los monárquicos, al más viejo estilo cortesano, sin exigir transparencia ni dación de cuentas, aunque sólo fuera por mero instinto en su propia supervivencia. Que otros se hayan refugiado en la presunción de inocencia y la inexistencia todavía de causa penal, para cerrar la puerta a cualquier ejercicio de responsabilidad política, como si ésta no fuera predicable de tan altas instancias.

Como lo es que la mayoría de los grandes medios de comunicación españoles, a diferencia de la prensa extranjera, hayan salido, en un primer momento, al paso de las críticas a la institución, con objetivo de blindar al nuevo rey frente a los obvios interrogantes que aún persisten, primero para respaldar su peregrina decisión y luego para alabar la conducta en general del actual rey Felipe VI y la transparencia de la casa real, en una nueva edición de la vieja cortina de silencio. Cuando, sin embargo, ellos mismos han reconocido que esta actitud cortesana ha sido un caldo de cultivo propicio para la degradación de la inviolabilidad constitucional, vinculada al cargo, en una forma de impunidad de todos los actos personales del rey Juan Carlos I.

Porque lo esperpéntico es que, después de escándalos sucesivos, hoy no se pida al rey Felipe VI una mayor transparencia y control democrático sobre una de las instituciones fundamentales del Estado y su patrimonio e intereses. Se trata nada más y nada menos que de democracia, transparencia y dación de cuentas, no de otra cosa. No es conveniente que nos dejen solos a los republicanos en esta tarea.

Para ello, vuelve a resultar tan inútil como engañoso, el acusarnos a los republicanos, por nuestra reivindicación de la superioridad de la forma republicana de Estado, de deslealtad a la Constitución o de haber provocado la actual crisis institucional, cuando no de desviar la atención sobre los graves problemas sanitarios y socioeconómicos del país provocados por la pandemia.

Los leales a la Constitución lo hemos sido en defensa de la Transición democrática y frente al unilateralismo independentista, como lo somos también hoy cuando proponemos su reforma para paliar al cabo del tiempo sus defectos o para adecuar sus instituciones a los nuevos tiempos. La deslealtad, muy al contrario, sería considerarla intocable.

Ello no quiere decir que no seamos conscientes de la necesidad de amplias mayorías para lograrlo y que no seamos capaces de contextulizarlo en otras urgencias de hoy en día, como la crisis sanitaria y sus graves consecuencias económicas y sociales.

Lo que no pensamos hacer es hurtar ese debate a las nuevas generaciones por una malentendida noción de estabilidad, más cercana a la parálisis o a los tabúes que a la necesaria prudencia política. Sería tanto como vetarles la posibilidad de mejorar la situación de sus instituciones y de su país.

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