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A vueltas con el Pacto de Estado por la sanidad pública

Varias personas, algunas con batas blancas, marchan durante una manifestación convocada por médicos y pediatras de Atención Primaria, a 1 de febrero de 2023, en Madrid (España).

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Con motivo de las actuales movilizaciones de los profesionales en defensa de la atención primaria, aparte de las distintas negociaciones en el ámbito de las CCAA y de algunas medidas del Gobierno central dentro de sus estrictas competencias, muchos analistas parecen coincidir de nuevo, además de en el trazo grueso del diagnóstico sobre la sanidad pública, en la necesidad de un pacto de Estado en favor del futuro de la sanidad pública en la línea del Pacto de Toledo sobre las pensiones.

No es la primera vez que se reconocen las carencias de nuestro sistema sanitario y la necesidad de un acuerdo que lo actualice, después de casi 40 años, en el que participen, dentro de un sistema sanitario descentralizado, al menos el Gobierno central y las CCAA, sino también los grupos parlamentarios de la Cortes Generales e incluso las organizaciones civiles relacionadas con el sector salud.

Aunque también es necesario recordar que el mencionado pacto de Estado se ha explorado, y no solo en el pasado, sino más recientemente. Al menos en mi experiencia como presidente de la comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados y miembro de la subcomisión para el estudio de los problemas del sistema sanitario, resultó entonces poco menos que inviable, sobre todo por el carácter antagónico del modelo sanitario propugnado en los últimos tiempos por la derecha. Un pacto que fue bloqueado finalmente por la derecha con argumentos conocidos: por una parte, con la impugnación de la atención primaria y, por otra, con la defensa cerrada de las concesiones y del modelo de gestión privada, desde un modelo alternativo opuesto al que contempla la ley general de sanidad de mediados de los ochenta del siglo pasado, que ha ido consolidando tanto ideológicamente y como con un no menos potente entramado de relaciones e intereses desde entonces, en particular en el periodo de hegemonía neoliberal. Bloqueado, asimismo, por la desconfianza de los gobiernos nacionalistas en que el pacto se pudiera utilizar para una nueva armonización autonómica y, con ello, para una injerencia en la competencia sanitaria que no solo consideran exclusiva sino incluso excluyente con respecto al ministerio de Sanidad. Una desconfianza confirmada con posterioridad como consecuencia de la polarización política y territorial de la actual década populista. Todo ello ha sido particularmente visible en las resistencias al estado de alarma y a los acuerdos de coordinación a lo largo de las sucesivas olas de la pandemia.

Por tanto, la pregunta fundamental es si la necesidad acuciante de reformas que fortalezcan el sistema público es una prioridad también para el conjunto de las administraciones y fuerzas políticas y sociales, o si, por el contrario, se trata para una parte relevante de ellos de una oportunidad para profundizar en su reorientación hacia un modelo mixto, no solo de gestión sino también de subordinación al sector privado, denominado eufemísticamente de colaboración público privada, pero que trata la salud como una oportunidad de negocio más que como un derecho universal. Algo que se ha visto de forma plástica a la par que dramática a lo largo de la pandemia, con el desbordamiento de la sanidad pública aprovechado para el incremento de las pólizas de la sanidad privada.

En definitiva, si a pesar de la gravedad de la pandemia no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo en su gestión, primero en el Congreso de los Diputados y ni siquiera en el Tribunal Constitucional, con un grado satisfactorio de cooperación -aunque lastrado por un clima de desconfianza- entre las CCAA y el Gobierno central, difícilmente se puede pensar que se den hoy las condiciones para un diálogo, y mucho menos para un acuerdo, sobre todo en el actual clima de obstrucción y deslegitimación del Gobierno central. Una estrategia en la que se utiliza no solo a los grupos parlamentarios, sino además los gobiernos autonómicos e incluso a instituciones teóricamente neutrales como la propia cúpula de la justicia.

En todo caso, de lo que no cabe ninguna duda es de la extraordinaria respuesta tanto de los profesionales sanitarios como del sistema sanitario público, muy por encima de sus recursos y de sus posibilidades, a los duros retos de la pandemia, en comparación con otros modelos sanitarios, bien sean privados o mixtos. Una experiencia de resiliencia e innovación en condiciones de emergencia, que debería servir de base para cualquier acuerdo así como para la necesaria reforma del sistema sanitario. Un sistema tocado pero no hundido, cosa que justifica su modernización pero en ningún caso permite su desmantelamiento.

Tampoco cabe duda de la crisis y de las dificultades del sistema sanitario público en su conjunto como consecuencia del test de estrés de la pandemia en España y a nivel global, y que se hoy refleja en nuestro país especialmente en la debilidad de la salud pública y en la crisis de la atención primaria y de la salud mental, con consecuencias también en el conjunto del sistema en unas listas de espera insostenibles. Asimismo, con carencias -que aunque menos visibles no son menos importantes, debido a la orientación reparadora, farmacológica y tecnológica del sistema y su carácter hospitalocéntrico- en materias tan centrales como la planificación sanitaria, la gestión pública, la promoción de salud, la prevención o la vigilancia epidemiológica.

Una crisis que sin embargo se remonta a la última década del siglo veinte y la primera del actual con la pérdida del impulso integral y comunitario inicial del modelo público, y más tarde, con la distorsión de los vientos neoliberales de la estabilización presupuestaria y las primeras experiencias de nuevos modelos de gestión. Laa mayoría de ellos importados y de extracción privada, plasmados finalmente en la ley 15\97, desde la que hemos ido al rebufo de las sucesivas reformas liberalizadoras del Sistema Nacional de Salud Británico, que con el colapso que sufre en la actualidad tampoco se han demostrado precisamente exitosas. 

Es por todo esto que en el actual contexto quizá cabría plantearse, no tanto el objetivo manido pacto de Estado sobre el conjunto del Sistema Naxional de Salud, hoy por hoy imposible, sino la posibilidad de algunas reformas concretas pactadas en el Congreso y en particular en el seno del Consejo Interterritorial de Salud. Reformas que fortalezcan y modernicen los pilares del sistema sanitario público en la línea de la ley general de sanidad, para su inmediato desarrollo desde el gobierno central y en particular en las CCAA gobernadas por formaciones políticas que comparten estos presupuestos.

Una de estas, hasta ahora incomprensiblemente aplazada, es la puesta en marcha definitiva de la Agencia de Salud Pública. Otras podrían ser también las medidas urgentes de relanzamiento tanto de la atención primaria como de la salud mental, así como el avance en algunas de las principales prioridades como son la planificación sanitaria, los modelos de gestión publica, de formación y especialización y de consolidación del empleo sanitario, junto a la de coordinación de las agencias de evaluación de la calidad del sistema en el sentido del modelo NICE. Seguramente no tienen tanto predicamento como el pacto de Estado, pero sí son alcanzables con la voluntad política de la mayoría.

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