El año cero en Egipto que marcó una década en parte del mundo
Las revueltas de Túnez y Egipto marcaron el inicio de una oleada de protestas en varios países de la región hace ahora diez años. Desde Europa miles de jóvenes observaron cómo tunecinos y egipciosle tomaban plazas, rompían las líneas policiales defensivas, conquistaban espacios al grito de 'pan, libertad y justicia social'.
Viví aquellos acontecimientos únicos desde Egipto, donde se produjo el despertar de una generación. “Aquello cambió nuestras vidas para siempre”, escribía este lunes, décimo aniversario del inicio de la revolución egipcia, el periodista y activista egipcio Simon Hanna.
Cuando regresé a España para un breve descanso antes de volver a El Cairo, un joven español me telefoneó. Acababan de participar en una gran manifestación en Madrid y habían decidido acampar en la puerta del Sol. Era 15 de mayo de 2011. “Te llamo para preguntarte cómo se organizaron en la plaza Tahrir cuando acamparon, ¿qué hacían?”, me dijo.
En el ideario colectivo de muchos jóvenes españoles que participaron activamente en el llamado movimiento de los indignados estaban las imágenes de Túnez y Egipto. También las revueltas de esos países influyeron en el movimiento estadounidense Occupy Wall Street, y así lo reconocieron sus impulsores.
Las llamadas revueltas árabes pasaron de la primavera de la esperanza al invierno de la desesperación. Egipto, el país árabe más poblado del mundo, con una vía comercial y geoestratégica de enorme importancia como el canal de Suez, y clave en el orden regional -su firma de los acuerdos de Camp David con Israel en 1979 marcó un antes y un después- fue escenario en 2013 de protestas contra el presidente Mohamed Morsi, elegido un año antes en las urnas. Aquellas manifestaciones fueron usadas como excusa para impulsar un golpe militar que buena parte de los gobiernos occidentales aceptaron.
Tras el golpe de Estado liderado por el general Al Sisi, Estados Unidos no congeló sus ayudas a El Cairo. El entonces representante del Cuarteto de Paz para Oriente Próximo, Tony Blair, defendió la toma de poder diciendo que solo había dos opciones -“intervención o caos”- y el propio representante de la UE en Oriente Medio evitó hablar de golpe de Estado, diciendo que lo ocurrido en Egipto era “algo mucho más complejo que una simple intervención militar”.
En un editorial el diario estadounidense The Wall Street Journal defendió para Egipto generales como Pinochet, “quien tomó el poder en medio del caos pero se rodeó de reformistas de libre mercado y dirigió una transición hacia la democracia”, indicaba textualmente, justificando así lo injustificable.
Aquella intervención militar, bendecida por la élite egipcia y por el mundo occidental, derrocó al presidente islamista elegido en las urnas, Mohamed Morsi, del ala política de los Hermanos Musulmanes, organización que no había impulsado las revueltas de 2011 -de hecho las criticó en un principio-, pero que supo aprovecharse de ellas. Morsi moriría posteriormente en prisión. El régimen militar actuó con extrema violencia contra las manifestaciones de la Hermandad musulmana, que nunca fue revolucionaria ni persiguió las demandas de 2011.
Miles de integrantes de la organización islámica fueron encarcelados, y otros muchos murieron en los ataques que las autoridades lanzaron contra varias manifestaciones. La más sangrienta de todas fue la protesta de Rabaa -llamada así por celebrarse en la plaza Rabaa-, donde murieron unas 900 personas en un solo día, hombres y mujeres.
El discurso dominante en buena parte de las cancillerías y think tanks occidentales consistió en hacer un llamamiento al control militar egipcio en nombre de la estabilidad y del liberalismo económico. La represión del nuevo régimen alcanzó a militantes de todas las ideologías, desde islamistas a socialistas, pasando por feministas, sindicalistas e integrantes de organizaciones de derechos humanos, tal y como denuncian las organizaciones no gubernamentales más importantes. Actualmente hay al menos 60.000 personas en las cárceles, sufriendo hacinamiento y condiciones crueles e inhumanas.
Tras el golpe se celebraron elecciones a las que no pudieron presentarse todas las formaciones políticas. Al Sisi logró la victoria en unos comicios hechos a su medida, y de esa forma obtuvo la legitimación que necesitaba para que desde Occidente pudieran seguir haciendo negocios con él.
“Cuando Al Sisi fue declarado oficialmente presidente pensé: Game over, esto es el fin. A partir de ese momento los gobiernos occidentales aliados podrían decir que había sido elegido democráticamente, y así venderle armas y tecnología, hacer negocios con él”, relata el activista egipcio Hossam El-Hamalawy, integrante del Partido Socialista Revolucionario, y exiliado en Alemania.
“Tras aquello sufrí una enorme depresión durante un año o dos”, confiesa. No es el único. La depresión entre los activistas egipcios es un mal masivo actualmente.
Miles de jóvenes y no tan jóvenes, atravesados por la revolución que no pudo ser, padecen cárcel, torturas, exilio. En Europa nos olvidamos de que la década de la indignación global, postcrisis, había comenzado con aquellas revueltas árabes, que fueron aplastadas con el beneplácito directo o indirecto de numerosos gobiernos occidentales. El proceso de democratización en países como Egipto se vio violentamente interrumpido, con la paternalista excusa de que no estaban preparados aún.
Blair lo escribió sin complejos en un artículo titulado “La democracia por sí sola no significa un gobierno efectivo”. En él afirmaba que “traer la estabilidad a Oriente Medio no es tarea de nadie más, sino nuestra. (…) Deberíamos comprometernos con el nuevo poder de facto y ayudar al nuevo Gobierno a llevar a cabo los cambios necesarios, especialmente en materia económica”.
“Egipto sufre ahora una represión peor que la que había bajo el mando del dictador Hosni Mubarak”, ha dicho estos días el activista socialista El Hamalawy. “Al lado de Al Sisi, Mubarak parece Nelson Mandela, pero eso no significa que tenga nostalgia de Mubarak. Él es la razón por la que estamos así, él creó este régimen, este estado policial, desarrolló esta estructural militar que nos gobierna como una dinastía desde los años 50”, añade.
La interrupción de las revueltas en Egipto trajo un proceso de autoritarismo mayor que el existente en décadas anteriores. La visión ombliguista predominante aún en el mundo occidental ha impedido el merecido reconocimiento a esos movimientos sociales que no solo inspiraron, sino que marcaron el inicio de una nueva época también en nuestros países, actuando como pistoletazo de salida de movilizaciones, iniciativas sociales y nuevos sueños de cambio en decenas de países de nuestro planeta.
La llamada contrarrevolución, evidente en Egipto, legitimó un proceso de autoritarismo mayor que el existente en décadas anteriores. La tendencia a pensar que todo empieza y termina en nuestra burbuja occidental no nos llevará a reconocer que ese movimiento autoritario en países como Egipto fue el inicio de nuevas dinámicas fuera de los territorios de las llamadas revueltas árabes.
El riesgo al game over se fue extendiendo. En Europa, Estados Unidos o Brasil hemos presenciado el crecimiento de la extrema derecha y de los discursos del odio. Y la propia región, Oriente Medio, ha experimentado una huida hacia adelante con las guerras de Libia y Yemen y la consolidación de varios gobiernos dictatoriales.
Hace unas semanas el presidente egipcio Al Sisi fue recibido con honores por su homólogo francés, Emmanuel Macron, quien afirmó que Francia no condicionará sus relaciones con El Cairo a los derechos humanos. Con ello el mandatario galo justificaba la vía libre para proseguir sus acuerdos en materia de Defensa con Egipto.
Para rematar la jugada, Macron concedió a Al Sisi la Legión de Honor, la más alta distinción francesa. Otros países europeos -incluida España- también mantienen buenas relaciones con el presidente egipcio, a quien han vendido armas y recibido con honores.
“La historia de la revolución de Egipto diez años después es la historia del comercio de armas con las ”democracias“ occidentales diez años después. La represión no sería posible sin la colaboración activa de Occidente ”, ha dicho el analista y periodista egipcio Wael Eskandar.
Para justificar alianzas con gobiernos autoritarios, para defender golpes de Estado en terceros países, para impulsar intervenciones militares, políticas o económicas, es preciso un ejercicio de máximo cinismo, que pasa por dar la espalda a la defensa de la democracia y de los derechos humanos fuera de nuestras fronteras. Establecer o legitimar excepciones a la democracia en otras naciones conlleva el riesgo de terminar asumiendo dinámicas similares en territorios propios.
La extrema derecha y la intolerancia son como un puzzle de enormes dimensiones: fácilmente identificables si se observan desde lejos pero difusos en las distancias cortas. Por eso conviene recordar a aquellos activistas egipcios que lucharon por la justicia social desde visiones progresistas, marcando una nueva etapa, y que ahora sufren cárcel, mordaza, maltrato o destierro. Son mujeres y hombres inspiradores que ahora conviven, en el mejor de los casos, con un profundo sentimiento de pérdida por los sueños rotos, por los asesinados, por los heridos, por las decenas de miles de arrestados, por los pensamientos de lo que pudo haber sido y no fue. También por el olvido que reciben.
Como escribía este lunes el periodista egipcio Simon Hanna, “quienes participamos en aquello viviremos el resto de nuestras vidas marcados por un despertar colectivo y personal en el que nos encontramos a nosotros mismos, en el que hallamos nuestras voces, juntos”. “Hace diez años, el 25 de enero de 2011, vivimos el fin de una era y el comienzo de otra. Nació una nueva versión de nosotros mismos, y eso permanece”.
No lo olvidan y nosotros tampoco deberíamos olvidarlo.
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