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El anonimato en las redes no es un derecho

El anonimato en redes, en cuestión / PEXELS
27 de agosto de 2024 21:55 h

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En pocos momentos de la historia el debate público ha sido tan rico y accesible como en los últimos años. Y es gracias a las redes sociales. Las redes crean la ilusión de estar de nuevo en la asamblea ateniense en la que cada ciudadano podía opinar, aunque fuera a voces, y participar en la creación de la opinión general de la polis. Esta riqueza, sin embargo, tiene una lado cada vez más siniestro. En las redes, el nuevo espacio público de comunicación por excelencia, no solo se intercambian ideas políticas o sociales. También se difunden contenidos que carecen de cualquier valor democrático; junto a las legítimas ideas políticas también se lanzan al espacio público amenazas, insultos, humillaciones, violaciones de la privacidad y, en general, mensajes que dañan los derechos fundamentales de otras personas.

Ante esta situación, desde algunos estamentos políticos y jurídicos se está proponiendo acabar con lo que -impropiamente- se llama el anonimato en las redes. La idea, en esencia, sería exigir a las grandes plataformas que las alojan que requieran a los usuarios una identificación fehaciente antes de permitirles el acceso. La propuesta se ha encontrado con la oposición furiosa, sobre todo, de quienes calificándose de liberales sostienen que se trataría de un ataque contra la libertad de expresión y, prácticamente, de la antesala de una dictadura decidida a censurar a los pocos y valientes disidentes que hablan libremente.

Jurídicamente, no hay argumentos que respalden esta indignación. Ningún aspecto de la libertad de expresión, tal y como la entiende nuestro ordenamiento, tiene conexión alguna con ese supuesto anonimato. Se ha invocado, a lo sumo, el derecho a la protección de las fuentes periodísticas, pero es un argumento sin rigor alguno. 

Una fuente de información es quien provee a un periodista de los datos con los que éste, una vez verificados, construye una noticia. La legislación española garantiza el anonimato de esas fuentes, sobre todo mediante el secreto profesional: una dispensa constitucional que exime al informador de identificar, incluso ante un juez, quiénes le han facilitado los hechos o documentos que él revela. Sin embargo, se trata de un derecho del periodista -que tampoco puede ser castigado cuando sí revela sus fuentes- no de la fuente en sí. Más allá, existe gracias a que al invocarlo el propio informador asume toda la responsabilidad sobre la publicación, de modo que si los datos resultan ser falsos o dañinos, será él el castigado por difundirlos. Frente a eso, quien escribe en una red social no está facilitando datos al operador que la gestiona, sino que lanza directamente sus mensajes al espacio público. Las plataformas facilitan un instrumento de comunicación pero, independientemente de la facultad o incluso obligación de moderar determinados contenidos, no pueden reformular los mensajes de sus usuarios y construir con ellos otros nuevos. En ese sentido las aplicaciones son, de alguna manera, como un megáfono cuyo fabricante no elabora los mensajes que se gritan a través de él. Tan absurdo es calificar de periodista al fabricante de megáfonos como al señor Elon Musk.

Obviando, pues, esa objeción el único argumento con cierto peso a favor del anonimato sería que la necesidad de identificación previa pueda conllevar un efecto disuasorio sobre el ejercicio de la libertad de expresión. El efecto disuasorio consiste en la autocensura de quien deja de transmitir un mensaje lícito por miedo a que lo castiguen. Sucede, sobre todo, cuando la ley no es lo suficientemente clara y da lugar a un margen de inseguridad. Así, por ejemplo, la excesiva protección de la dignidad del jefe del Estado puede coartar a quien se propone hacer solo una crítica política a su actuación. El riesgo de que un juez interprete como injuria lo que es solo una crítica ácida es tan alto como para que quien va a expresar una opinión negativa legítima sobre el rey pueda temer hacerlo. Del mismo modo, podría suceder que el hecho de saber que X, Telegram o Tik-tok puedan darle tu nombre real a la policía te coarte a la hora de participar libremente en el debate en estas redes. Sin embargo, se trata de un falso debate.

Porque el anonimato en las redes, estrictamente, ni existe ni puede existir. Sin necesidad de cambiar nada, actualmente, si alguien utiliza las redes sociales para amenazar, para influir en el mercado o para publicar fotos de la intimidad de otra persona -por poner solo varios ejemplos- los cuerpos de seguridad deben investigar quién se esconde tras el usuario que ha realizado estas acciones e identificarlo para que sea castigado. Si las redes fueran del todo anónimas, Pablo Hasél no estaría en la cárcel. Si alguien cree que el hecho de utilizar un pseudónimo en redes sociales impide absolutamente que el Estado, cuando le interesa, identifique a los usuarios, es un ingenuo. Pero es que, además, el anonimato estricto no puede existir porque impediría la protección de derechos esenciales de las personas.

¿Acaso alguien defiende que quien difunde públicamente fotos de contenido sexual como venganza contra su ex-pareja tiene derecho a que no lo identifiquen y a hacerlo libremente sin ser nunca perseguido ni castigado por ello? El anonimato no puede ser un derecho, porque sería el derecho a no responder por el mal que uno cause. Cabe discutir la conveniencia de determinados requisitos administrativos a la hora de acceder a un espacio público de discusión (que es de lo que estamos hablando), pero desde luego no es siquiera imaginable la defensa del anonimato como derecho de quien difunde ideas, pensamientos o datos.

De hecho, históricamente la libertad de imprenta nace siempre con la contrapartida de que quien publica un texto tiene que identificarse. Desde que a final del siglo XVIII se empieza a autorizar la publicación sin censura de libros, periódicos y escritos se exige a cambio que contengan lo que se denomina ‘pie de imprenta’, es decir la identificación de sus autores o, al menos, de la persona que los difunde y asume la responsabilidad por sus contenidos. Todas las legislaciones de libertad de expresión del mundo y de la historia han prohibido las publicaciones anónimas. Si en un libro o en una columna de opinión se usa un pseudónimo o se oculta al autor es gracias a que el editor da la cara, se identifica y acepta cualquier consecuencia por los daños que pueda causar la publicación.

La manera de identificar a las personas que participan en el debate social puede variar en razón de las tecnologías y el momento histórico. Nadie considera ya que sea una amenaza para la libertad de expresión el que al comprar una tarjeta telefónica o dar de alta una línea de teléfono fijo haya que identificarse. Se trata de exigencias preventivas que no son jurídicamente imprescindibles (podrían no existir, de modo que cualquiera fuera libre de usar anónimamente la telefonía) pero que si el legislador decide imponer no están constitucionalmente prohibidas.

Acabar con el anonimato actual al acceder a las redes sociales, en definitiva, no vulnera la libertad de expresión. Se puede discutir sobre la conveniencia de esta medida; la sociedad debe ponderar su oportunidad, sus beneficios y sus perjuicios. De hecho, seguramente se perdería algo de riqueza en la discusión social, aunque sin duda la conciencia de que cada uno es responsable no ya de sus opiniones políticas, que son libres, sino de los actos que realiza a través de las redes sociales llevará a más de dos a replantearse el usarlas para insultar, amenazar o violar la intimidad. En todo caso, no es ningún atentado contra la libertad de expresión. Ni los liberales más radicales pueden defender el derecho a hacer daño y no responder por ello. 

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