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Armando Barullo

Una foto de archivo de unos jóvenes haciendo botellón
14 de septiembre de 2024 21:33 h

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El cielo brillaba en un apocalipsis de turquesa y naranja. Los adoquines de la acera estaban sueltos y sonaban al pasar por encima y tenían marcas de chicles como lunares chafados y sucios. En la misma calle confluimos un cuarentón en mallas haciendo running; yo, que no suelo dar explicaciones de a dónde voy o dejo de ir y mucho menos a esas horas, y un grupo de chavales armando barullo. Armando barullo sería un nombre apropiadísimo para cualquiera de ellos. 

Pues Armando Barullo y su panda, cuatro pibes más, no llegarían a la veintena. Caminaban haciendo eses -y jotas, uves dobles y hasta emes- unos pasos por detrás de mí. El runner de las mallas debía estar ya por Tayikistan -iba que se las pelaba- y a mí me dolían la espalda y los dedos y tenía la extrañísima sensación de no tener muy claro hacia dónde estaba yendo. Eran las siete de la mañana y apenas se escuchaban balbuceos entre las carcajadas desquiciadas de los chavales. Armando Barullo, como bauticé al más bajito y al más ruidoso, estaba a punto de explotar de la risa y empujaba frenéticamente a los suyos mientras estos decían oeoeoe y algo así como eh, a dónde vamos ahora. Eso mismo pensaba yo, aunque no tenía claro si acabaríamos en el mismo sitio. Yo me iba a casa ya, yo qué sé, dijo otro; acho, si queda medio pollo, vamos a echar la mañana por ahí. Trabajar, correr o drogarse. La madrugada nunca trae nada bueno. Pillamos unos litros y vamos a casa de éste, y antes de que éste pudiera responder, Armando Barullo les dijo que él no tenía el cuerpo para beber alcohol, que como mucho se comía otra pastilla y ya. Que lo que no quiero es tener resaca. Pero qué resaca vas a evitar, muchacho.

Me detuve hacía rato para atarme los cordones y el club del barullo de Armando y sus alegres bromistas a lo Ken Kesey me adelantó y giró a la izquierda. Los seguí, primero porque no tenía nada mejor que hacer y, segundo, porque en realidad íbamos en la misma dirección y una vez he pegado la oreja es muy complicado dar marcha atrás. El cielo seguía con sus cosas y sus procesos del amanecer, la belleza encarnada de Dios en la Tierra y todas esas movidas. La ambulancia que cruzó la calle a toda velocidad en una siniestra marcha silenciosa nos ignoró como si no existiéramos y casi es probable que así fuera. Empezaban a aflorar jubilados por la calle y el estruendo de las persianas metálicas daba el pitido de salida a un miércoles que no había sido para todos igual. En mi cabeza andaba el remanente de algo que tenía que haber hecho esa noche y que no hice porque tengo más miedo que codicia. 

Los muchachos de Armando seguían haciendo lo que mejor sabían: jalearse unos a otros y empujarse como bolas de billar sobre las baldosas mientras mantenían una trayectoria más o menos recta. Seguían hablando de las maravillas del tusi -2CB, la gente lo llama muy erróneamente cocaína rosa- e insistiendo en llegar ya a algún sitio para volcar lo que quedaba e irnos ya a dormir. La tarde anterior había leído por ahí que el consumo de alcohol en jóvenes ha caído drásticamente; podía confirmarlo por mí mismo, ya que salvo en muy contadas ocasiones no pruebo una gota de alcohol que vaya más allá de un vino o una cerveza; mi estómago no está hecho para las audacias. Estos chavales también parecían perfectamente sobrios; puestos -muy puestos-, pero sobrios. Podían hablar de forma más o menos clara aunque el contenido de lo que decían estaba vacío y en ocasiones fuera  hasta deprimente.

Me separé de ellos unos minutos más tarde con la premisa de que es más tonto el que sigue al tonto que el tonto en sí, y les deseé toda la suerte del mundo a Armando Barullo y su comandancia del ocio intempestivo. Me quedé pensando en que, seguramente, los chavales ahora beban menos porque se drogan más. Mi generación, por ejemplo -unos diez años mayor-, tiene un prejuicio mucho más grande con las drogas del que se tiene ahora. Salvo excepciones, porque hay sitios que han estado muy jodidos con este tema, lo normal era conocer las drogas a lo largo de la veintena y conocerlas, además, con un nivel de estigmatización muy alto; la nuestra es una generación que se ha criado rodeada de campañas contra la droga y al mismo tiempo viendo a nuestros padres y abuelos beber sin mucha moderación. La gente más joven ya no escucha historias de los muertos por el caballo en los ochenta y hasta  han romantizado la ruta del bakalao. 

Si les preguntas, estoy seguro de que ninguno te va a decir que se droga porque odia su vida, porque ni siquiera esa es la razón, si es que en algún momento lo fue. Una pastilla de MDMA cuesta diez euros y es más que probable que al final de la noche te sobre media; quizá solo sea una cuestión económica; la cocaína es para ricos y para imbéciles, pero su precio la restringe mucho más. El éxtasis, el tusi y el speed, son tan baratos que es insultante. Supongo que es peor lo uno que lo otro o, al revés, supongo que todo es malo y que, quizá, la mejor campaña contra la droga sea no cobrar las copas a doce euros.

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