Concepción Arenal: la sabia ¿feminista?
“Era el mayor sabio de España, uno de los mayores de Europa en Derecho Penal y Sociología”
Gumersindo de Azcárate
Algún día tendríamos que hacer una gran enciclopedia en la que se recogieran todas las renuncias, las contradicciones y las tensiones que a lo largo de los siglos han vivido las mujeres. Sería una especie de Historia alternativa a la protagonizada por nosotros y en ella, estoy seguro, encontraríamos las claves de muchos de los horrores que hoy sufre el mundo y, por supuesto, de cuáles han sido y son los cautiverios de las mujeres.
Sería un retrato doloroso de las múltiples cárceles en las que han estado encerradas inteligencias que no pudieron aportar su luz a la Humanidad o que, en el mejor de los casos, tuvieron que librar batallas contra los jerarcas que siempre han administrado bienes, recursos y prestigio.
Descubrir esas batallas en una de las mentes más lúcidas y rompedoras de nuestro siglo XIX, la de la todavía poco reconocida Concepción Arenal, ha sido uno de los regalos más nutritivos que me ha hecho la biografía escrita por Anna Caballé con el título de La caminante y su sombra (Taurus, 2018). Un título que resume a la perfección todo lo que la vida de Arenal nos muestra: su inquietud intelectual y social, su permanente tensión entre lo deseado y lo vivido, la carga pesadísima de una sociedad que no toleraba a mujeres capaces de pensar por sí mismas. Mujeres que, como Concepción, lo hacían justamente para proyectarlo en una mejor vida de los demás. Mismidad y alteridad en suma siempre imperfecta.
El libro de Anna Caballé, escrito no solo con el rigor de la investigadora meticulosa que es, sino también con el pulso narrativo de quien nos acerca al personaje con las texturas de lo humano, nos descubre a “nuestra Jeremy Bentham”, a una “precoz sin sombrero” que tuvo que enfrentarse a gran parte de los desafíos intelectuales que se vivieron en una España que nunca vivió, al menos del todo, una revolución ilustrada. A una mujer que, merecedora entre sus contemporáneos del calificativo de varonil, desafió, en la medida que pudo, los rígidos corsés de una época que no toleraba las mentes femeninas tan activas y poderosas como la suya.
Su gran aportación, insisto, no suficientemente valorada, tuvo que ver con la necesidad de articular unos valores cívicos que permitieran una convivencia armónica, un bienestar mínimo para todas y para todos, una necesaria empatía –y en términos más políticos, solidaridad– que permita, si no superar, sí al menos paliar el sufrimiento humano. La compasión, que como bien apunta Caballé, bien podría establecer un puente entre Arenal y la filósofa Martha Nussbaum: la concepción del otro y de la otra como un ser del que también somos parte.
En fin, la dignidad humana compartida como base, siempre inestable, de lo que hoy hemos dado en llamar sistemas constitucionales. Esa dignidad es justamente la base de todo su pensamiento “en acción” en torno al Derecho penal y penitenciario, así como el presupuesto de lo que en 1879 defendería en su Ensayo sobre el derecho de gentes. Una obra que nos recuerda a Sobre la paz perpetua de Kant y que anticipa el “como mujer no tengo patria” de Virginia Woolf.
La lectura de este apasionante libro me ha hecho dudar, y no sé si la autora me contradirá en esto, sobre si el pensamiento de Arenal, al igual que me ocurre con Nussbaum, se puede calificar como feminista. Lo dudo desde el momento en que parece defender una sola concepción de la autonomía de las mujeres: la vinculada con una virtud moral, que le lleva a volcarse en la acción social y la beneficencia, y que de alguna manera podría suponer una lectura esencialista que nos llevaría al mismo punto de partida que ella critica.
Ese llamamiento a la “virtud excelsa” supone, al menos desde mi punto de vista, una rémora evidente para el reconocimiento de la igual humanidad de las mujeres, incluso también de sus debilidades y flaquezas morales, y se ha usado en muchos casos para sustentar argumentos y posiciones patriarcales. Es decir, para que todo tenga la apariencia de cambio manteniéndose igual. En este sentido, y lo subraya Anna Caballé, es llamativo que Arenal no tenga presente lo que otras autoras habían dicho ya al respecto, además del lógico distanciamiento con Emilia Pardo Bazán, ésta sí, al menos para mí, rotundamente alineada con una ética feminista.
Tampoco podemos perder de vista cómo cambió su concepción en torno al sufragio universal, ni tampoco cómo, pese a sus contactos con la feminista abolicionista Josephine Butler, no cuajara en ella una rotunda posición contra el sistema prostitucional, tal vez porque se viera presionada por un entorno nada favorable a cuestionar los privilegios masculinos. Todo lo dicho no nos impide reconocer lo relevante de su reivindicación de una igual educación para las mujeres, incluso de su acceso al sacerdocio, así como de un Derecho en el que ellas, de la misma manera que compartían obligaciones con los hombres, pudieran disfrutar de los mismos derechos.
Sin duda, y como bien se explica en el libro, uno de los principales conflictos al que tuvo que enfrentarse Concepción Arenal, como toda las autoras de la época, fue hacerse con una voz propia. Es decir, la dificultad para empoderarse como sujeto y de liberarse del cliché de objeto del pensamiento y del arte. Y de alguna manera es esa tensión la que le lleva, por ejemplo, a actuar de manera muy radical con su vestimenta. Una suerte de travestismo –dice Caballé– mediante el cual “ella no quiere hacerse notar como mujer, rechaza de plano la sobrecarga estética de las mujeres de su tiempo y también la coquetería”.
Es decir, Concepción Arenal “es una mujer que está defendiendo una posición de hombre”. Incluso la arrogancia, o el complejo de superioridad que muchos veían en ella, no era más que una manera de rebelarse contra la inferioridad reservada a las mujeres en el siglo XIX. Una reacción que incluso alcanzará a la relación con su madre.
Por otra parte, y me parece una de las reflexiones más interesantes de las muchas que va hilvanando Caballé al hilo de la trayectoria de la biografiada, hay que tener presente cómo el aislamiento en que vivieron la mayoría de las mujeres intelectuales y creadoras de hace dos siglos impidió crear una auténtica “red”. La soledad en la que pensaron, y en muchos casos vivieron, las llevó fácilmente a ser presas de la melancolía e impidió que se articulara un movimiento colectivo que, sin duda, habría sido un impulso político clave en una España tan misógina.
Tal vez Concepción Arenal fue de las pocas que lograron sobreponerse en gran medida a esa carga y se mantuvo siempre coherente y rebelde, al menos en su interior. Una pena, para el resto de mujeres españolas y para todo un país, que su sabia ilustrada no impulsara la revolución que la España del siglo XIX pedía a gritos. La que quedó pendiente en una tierra que sabe mucho de individualidades geniales y más bien poco de sororidad transformadora.