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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Gracias, Rouco

Antonio Orejudo

La anulación de los acuerdos con el Vaticano, que Marcelino Oreja firmó como ministro de Asuntos Exteriores cuando el cadáver de Franco estaba todavía caliente, no acabará con la crisis económica, pero sí con muchos de los males que arrastramos desde el final de la Guerra Civil.

En primer lugar se recuperarían las horas lectivas que ahora se malgastan teniendo que enseñar catequesis en las escuelas. Los jefes de estudios no tendrían que montar los horarios del instituto en función de las clases de religión, y los niños que optan por la alternativa a la catequesis —vacía de contenido por voluntad de los obispos— aprovecharían también su tiempo.

Denunciar el Concordato traería aparejada una reforma de la financiación de la Iglesia católica, que como cualquier secta o club privado debería sustentarse con la cuotas de sus asociados y no con exenciones fiscales ni con los miles de millones opacos que ahora se sustraen de nuestros paupérrimos presupuestos.

Ya sé que hay divisiones católicas, como la admirable Cáritas, que desempeñan una loable función social. En esos casos su relación fiscal con el Estado debería ser idéntica a la de otras organizaciones beneméritas como Amnistía Internacional o Greenpeace.

No sé si la expiración del Concordato supondría el fin de la siniestra influencia de la Iglesia en la sociedad española. Pero al menos se evitaría el desparpajo con el que los obispos intentan influir en la redacción y aprobación de leyes. Me pregunto si eso se considerará puro fascismo.

La denuncia del Concordato evitaría en todo caso episodios tan bochornosos como el de la semana pasada, con Rouco Valera levantando la ceja en señal de contrariedad por lo mucho que está tardando la reforma de la ley del aborto, y con todo un ministro de Justicia perdiendo el culo para tranquilizarle y pedirle perdón.

Pero no todo es malo. La semana pasada, también sucedió un milagro. Elena Valenciano anunció que si el PP se empeñaba en seguir el dictado de los obispos, el PSOE pediría la denuncia del Concordato con el Vaticano.

¡La denuncia del Concordato! No oía algo así desde los tiempos en los que Javier Solana gritaba en las manifestaciones “OTAN no, bases fuera”.

Siempre me he preguntado por qué el PSOE no ha incluido nunca en su programa electoral algo que demandan buena parte de sus votantes, muchos de ellos buenos católicos.

Quizás porque los más veteranos del partido todavía tienen influencia en el trazado de la línea ideológica. No es que los más viejos sean un puñado de meapilas, que también; es que la cuestión religiosa, como el asunto de la República, sigue despertando en ellos los fantasmas de la Guerra Civil.

Por su parte los socialistas más jóvenes no se acuerdan de la Guerra, pero temen que la denuncia del Concordato movilice a los católicos como le sucedió a Zapatero con la última ley del aborto y con la legalización del matrimonio homosexual.

Queriendo evitar el conflicto con personas e instituciones que jamás los han votado ni los votarán, los socialistas han preferido alejarse de sus raíces ideológicas y divorciarse de su electorado natural. El resultado de esta estrategia ha sido desastroso. A la vista está: un partido divorciado, desahuciado y desnortado.

Si algo bueno ha tenido la queja de Rouco a Gallardón ha sido la reacción que ha provocado en Elena Valenciano. La número dos del partido ha marcado sin querer —ahora que se empieza a hablar de primarias— por dónde debe ir la renovación ideológica, el tipo de iniciativas podrían volver a ilusionar.

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