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Cuatro murcianos en el barrio de Salamanca

Imagen del barrio de San Antón, Murcia.

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Siempre me complico escribiendo el primer párrafo de estas cosas y he decidido romper con mi bloqueo y empezar por el principio, utilizando la prosa espontánea como un recurso de economía de guerra, sin rodeos y haciendo hincapié en una reunión de amigos, de buenos amigos de la infancia, en un apartamento de diez metros cuadrados en el barrio de Salamanca, uno de esos pisos que antes eran la tercera (¡o la cuarta!) parte de una casa señorial, y que ahora son colmenas para albergar a los laburines y precarios trabajadores a los que no queda otra que vivir allí, a gente de paso (alguno de esos zulos será turístico), empezar por ahí y seguir hablando de Javi y Rocío, que llevan medio año en la ciudad, o de Miguel Ángel, que ahora es militar y está destinado en Madrid, o podría comenzar a hablar de uno mismo, de mí para variar, y seguir haciendo gala de esta egolatría literaria, esta ambición desmedida por hacerme más caso o darme más pábulo del que merezco, o escribir, en todo caso, cómo mis amigos Aida y David han hecho posible esta columna dándome un techo bajo el que no helarme la noche del jueves de esta semana: podría hablar de todo ello y podría hacerlo sin despeinarme, pero esta historia gira en torno a una cama, una silla y un sofá-cama sin cojines, a un cenicero repleto de colillas y un sinfín de mecheros cadavéricos en ristra sobre una mesa de dos palmos de ancho y un quemador de incienso lloviendo sobre mojado; podría decirse que hablaban, que hablábamos, de cómo habíamos acabado ahí, de lo raro que se hace estar todos juntos tan lejos del barrio, y decirse esas cosas que se dicen los chicos de provincia cuando están en una gran ciudad como lo de que aquí es imposible aburrirte o allí lo único que podías hacer es fumarte un porro y hablar de lo que sea, que créanme que no es mal plan aunque sea cierto eso de que no puede hacerse mucho más en un pequeño pueblo de Murcia donde no ocurre absolutamente nada; hablar de que hemos alcanzado un quorum sobre lo horroroso de los precios del alquiler de Madrid, como dice Miguel Ángel, un piso mínimo 800 al mes y si tiene grietas son 850, como diciendo de coña, pero no es en coña porque casi parece que los defectos de construcción se pagan aparte, que él tiene suerte de tener familia aquí porque con su sueldo tendría que vivir en Toledo; de que nos metemos con Javi porque lleva, pobrecito mío, seis meses de baja, y pasa semanas enteras con Rocío, que hace una interinidad en –no recuerdo dónde– y por eso viven en ese pequeño piso, una cosita minúscula y cara que has recorrido por completo antes de cruzar el umbral de la puerta, de los que tienen la cama frente a la tele y el baño junto al armario que esconde una cocina con encimera y fregadero; el microondas, la sandwichera y el tostador –juraría que el tostador– eran la misma cosa; la freidora de aire, que es la Thermomix de nuestra generación, preparaba un bizcocho mientras la conversación bailaba de un lado a otro y se cruzaba entre la mía con Rocío y la de los otros dos, porque ella y yo discutíamos de política y ellos de fútbol (cada uno se radicaliza como quiere), y no dejaba de ser irónico que, después de todo, allí estábamos, cuatro amigos criados a 400 kilómetros, huyendo de la monotonía de quemar marihuana y charlar de la vida, en la capital del reino, listos para lo que pueda ofrecernos, pero, después de todo, ahí estábamos, colocados y charlando de la vida, instalando nuestra monotonía como un rasgo de nuestra amistad, algo que nos acompañará donde vayamos, recordándonos que uno sale del barrio pero que el barrio nunca sale de uno, de eso podría hablar, o podría al menos empezar por ahí, pero sería contar demasiado.

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