Delito, matiz, conversación

Hace unas cuantas semanas saltaba la noticia de que Russell Brand, humorista y youtuber británico, había sido acusado por múltiples mujeres de violación, agresiones sexuales y abuso emocional. Otrora Brand había sido considerado una voz importante, carismática y escuchada hasta en la izquierda; su canal, a día de hoy, se parece más al típico compendio de teorías de la conspiración de la extrema derecha, Gran Reseteo y hasta pizzagate. Es una anécdota que ejemplifica cierta deriva, es otro caso de una ligera tendencia a la decadencia ideológica bien presente en nuestros tiempos. Pero tiene algo más o algo de interés: en 2013, el teórico británico Mark Fisher escribió un polémico ensayo —quizás el más polémico de sus textos— titulado Salir del castillo del vampiro. Y en el núcleo de ese ensayo se hallaba una defensa de Russell Brand frente a las hordas del Twitter de izquierdas.
Con las noticias sobre Brand, muchos escribieron mensajes recordando su vínculo con Fisher, como si la asociación en sí misma invalidara todo el contenido del ensayo. Germinaban publicaciones hablando de cómo el ensayo de Fisher sólo era “una diatriba fiscalizadora del tono de un boomer blanco”, o directamente una apología del sexismo. Volví a pensar en todo esto cuando vi las reacciones a un artículo que había escrito Santiago Alba Rico “en defensa de los besos no consentidos (pero con sentido)”. Se viralizó el titular y la entradilla, dando a entender que Alba Rico casi que excusaba a Rubiales o llamaba neocons puritanas a todas las feministas. Muchos comentarios —no todos: había respuestas bastante extensas y argumentadas— caían en los descalificativos personales o el postureo moral airado. No intervine en redes, porque me parecía que lo que quienes respondían a Alba Rico afirmaban que Alba Rico defendía era indefendible… precisamente porque no era eso lo que su artículo quería expresar, si acaso una duda, la explicitación de preguntas o intuiciones. Y siempre me ha resultado peligroso el señalamiento de las dudas propias o ajenas.
Fisher hablaba, en Salir del castillo del vampiro, y calificando las actitudes activistas en redes sociales, del “deseo del sacerdote de excomulgar y condenar”, el “deseo académico-pedante de ser el primero en señalar un error” y “el deseo hípster de pertenecer al grupo de los enterados”. He de aclarar de antemano que me importan bastante poco los ejemplos concretos que motivaron a Fisher a escribir su ensayo y que lo único que me interesa es una pregunta muy concreta: ¿hay algo de esos deseos que siga vigente o nos parezca reconocible? ¿No vemos entre nuestros pares la aspiración al señalamiento, a la excomunión y la condena, o el deseo de pureza? ¿No nos exigimos los unos a los otros permanentemente señales que confirmen que seguimos perteneciendo a un mismo grupo de compatriotas político-morales? Peor aún: ¿no demostramos, día tras día, que tenemos un serio problema a la hora ya no de integrar en nuestro campo —el de la izquierda— la pluralidad o el disenso, sino meramente de conversar?
No creo que haya existido un tiempo mítico pasado en el cual fuera posible iniciar debates o conversaciones sin miedo al ostracismo. Sí creo que el presente relega cualquier diálogo a un lugar incómodo —o cómodo en exceso—: el de lo privado, allí donde pueden aclararse los malentendidos y disiparse prejuicios. ¿Vamos a aceptar que sólo en lo privado se den discusiones que no sean guerras, que sólo en lo privado exista el matiz? ¿Qué clase de exhibición desvergonzada de medallas morales se ha dado en redes estos días a raíz del conflicto entre Israel y Palestina? Si censuramos como búsqueda de atención, equidistancia, actitud pick-me, interés o malicia cualquier gris discursivo que no entre inmediatamente en los dogmas que hemos aceptado, ¿para qué hablar, conversar o decir siquiera, en lugar de renunciar pulcramente a la palabra? Y, si de forma aún más perversa, los algoritmos de las redes que habitamos premian a quienes señalan (y citan), benefician a los clanes y ahogan al pensamiento, y el tejido comunitario para poner las ideas en común ha quedado clarísimamente sometido al funcionamiento de esas redes, si algún día queremos volver a hablar sobre algo, lo que sea, sin desconfiar los unos de los otros de antemano, ¿dónde hablaremos?
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