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Egos y odios políticos que ocasionan millones de víctimas

Ana R. Cañil

La rivalidad intelectual y los enormes egos de Wolfgang Schäuble y Yanis Varufakis, ¿han influido en la resolución final del brutal tercer rescate a Grecia?

Si la canciller Angela Merkel y el primer ministro francés, François Hollande, empatizaran algo mejor, la primera poniéndose en la piel del otro y el segundo liberándose de sus complejos de liderazgo, ¿cambiaría la preocupante deriva de la Unión Europea hacía no se sabe dónde, pero cada vez menos democrática?

Si el italiano Mario Draghi, presidente del todopoderoso BCE, no estuviera hasta donde pensamos del soberbio presidente del Bundesbank, el halcón Jens Weidmann, digno alumno de Schäuble, ¿las condiciones impuestas a Grecia habrían sido diferentes?

O en otro territorio más de andar por casa y no por aburrido, menos preocupante. Si el desprecio intelectual y personal entre Felipe González y José María Aznar no fuera tan notable, ¿podrían pensar en llevar algo de sentido común a dos personajes como Mariano Rajoy y Artur Mas, oportunamente tozudos, dispuestos a ganar sus respectivas elecciones el próximo otoño? Por cierto, un sentido común al que ambos manosean hasta la náusea. O mirando al pasado, si Azaña y Lerroux no se hubieran despreciado, ¿todo habría sucedido igual? Si Miguel Herrero de Miñón y Cia no hubieran machacado al chusco falangista Adolfo Suárez, ¿UCD hubiera desaparecido y el PP sería así? Egos revueltos que destrozan a vidas, torciendo la historia.

No es fácil determinar las cuotas de responsabilidad que se atribuyen a los líderes políticos que toman decisiones clave para la historia de los pueblos, pero llevados por una enorme dosis de odio personal al contrario. Da igual que sea otro emperador, otro presidente de gobierno, otro ministro de Finanzas de la Unión Europea o un presidente autonómico que de pronto ve la luz del independentismo y elude la pésima gestión de la crisis económica, una deriva solo comparable en la miseria de miras políticas a la de su colega de La Moncloa en Madrid.

En este contexto de julio del 2015 resulta más que inquietante abrir las páginas de Sonámbulos, la obra de Christopher Clark (Galaxia Gutenberg) sobre “cómo Europa fue a la guerra en 1914”. Aunque publicado en castellano hace ya un par de años, su lectura resulta estos días tan incómoda como apasionante. “A cualquier lector del siglo XXI que siga el curso de la crisis del verano de 1914 le sorprenderá su cruda modernidad”, escribe el autor en la presentación: “Desde el fin de la Guerra Fría, un sistema de estabilidad bipolar global ha dado paso a una serie de fuerzas más complejas e imprevisibles, entre ellas imperios en decadencia y potencias emergentes, una comparación que invita a la comparación con la Europa de 1914”.

Clark incide en lo importante que es repasar los comportamientos y las personalidades de los protagonistas de aquellos días. “¿Por qué los hombres que con sus decisiones llevaron a Europa a la guerra se comportaban y veían las cosas como lo hacían? ¿Cómo es que el sentimiento de temor y aprensión que hallamos en tantas fuentes se asocia a la arrogancia y la jactancia que encontramos a menudo en los mismos individuos? Cuándo los que tomaban las decisiones disertaban sobre la situación internacional o sobre las amenazas externas ¿veían algo real, o proyectaban sus propios temores y deseos en sus adversarios o ambas cosas?”

Después de 644 páginas –aún no terminadas–, Clark escribe que los protagonistas de 1914 eran “como sonámbulos –”The Sleepwalkers“ en el título original– vigilantes pero ciegos, angustiados por los sueños pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo”.

El primer paso después de aquel espanto fue un enorme error que se airea estos días en tribunas, columnas e informaciones, el Tratado de Versalles. Para muchos –salvando las distancias– un fallo comparable al que se ha impuesto recientemente a Grecia. Allí siguieron persistiendo los egos y los odios, cuya consecuencia sería después la II Guerra Mundial.

Seguramente es fácil dejarse llevar por el miedo y el drama en un verano caliente y abstruso, que va desde el nivel más brillante en lo económico a la sandez más torpe y cruel en lo político. Con parejas insulsas como Rajoy y Mas pululando por suelo ibérico; con cabezas privilegiadas como Varufakis y Schäuble, nunca dispuestos a dar su brazo a torcer en un debate mucho más que académico, histórico ideológicamente pero bañado en la vanidad; con unos líderes europeos que no merecen el calificativo de estadistas en ninguno de los casos y que como dice Clark, pueden estar perdiendo de vista la gran diferencia entre la I y la II Guerra, la que ha impedido una III: el hongo sobre Hiroshima y Nagasaki.

Por estas y otras fútiles cosas es inquietante observar la portada de Sonámbulos, con el viejo emperador Francisco José –sí, el de Sissi– y Guillermo II en la estación de Viena, con sendos gorros militares repletos de plumas de no sé cuántos pájaros imperiales, e imaginar quien luciría hoy con ganas esos ridículos cascos, bajo los que bullían ideas que nos llevaron a la crisis más compleja y menos explicada –pese a los miles de investigadores dedicados a ello– de todo el siglo XX, la de julio de 1914. Dicen unos cuantos sabios que la crisis de la Unión Europea actual lleva el camino de ser igual de compleja e inexpicable por el cocktail de nacionalismos, egos y datos económicos que se agitan, aderezado con la bisoñez de miras.

El tiempo dirá si ambas situaciones eran comparables.

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