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La viuda Mangada, la misteriosa mujer de una familia de rojos que acogió a Sylvia Plath en Benidorm

Sylvia Plath en la playa de Benidorm

Ana R. Cañil

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“Conocimos a la viuda Mangada un miércoles por la mañana en el autobús caliente, abarrotado, que iba dando tumbos por las carreteras cubiertas de polvo del desierto entre Alicante y Benidorm. Nos oyó exclamar ante la bahía azul y se dio la vuelta en el asiento de delante, para preguntar si hablábamos francés. Un poco dijimos, ante lo cual rompió a describir explosivamente su maravillosa casa junto al mar con jardín y terraza en el balcón, y derecho a cocina” escribe Sylvia Plath en su cuaderno del 15 de julio, según se recoge en La caja de los deseos (Nórdica).

La ‘viuda Mangada’ que en 1956 alquiló su chalé de Benidorm a Plath y Hughes se llamaba Enriqueta de la Hoz. Era la segunda esposa del reconocido médico alicantino Eduardo Mangada, que murió poco después del inicio de la Segunda República. Enriqueta se casó con el marido de su hermana Rosa, cuando esta falleció. Fue madrastra de los médicos Eduardo y Adolfo Mangada. Y tuvo un hijo, Enrique, que murió joven. 

Doña Enriqueta fue la abuela ―o abuelastra, para entendernos― de Eduardo Mangada, arquitecto, republicano, socialista, consejero de Medio Ambiente, Vivienda y Obra públicas por el PSOE en la Comunidad de Madrid en los años 80. Hoy Eduardo Mangada es la memoria de su apasionante familia. Sus recuerdos confirman que Enriqueta de la Hoz era un personaje digno de Plath. A menudo, los personajes excéntricos se encuentran y se atraen entre sí. Ese podría ser el caso de la viuda y la famosa poeta, ambas extravagantes para sus tiempos ―sin que el término se entienda como un insulto― mujeres notables en sus caracteres. 

Sobre Sylvia hay bastante consenso en que hoy hubiera sido diagnosticada como bipolar y quizá no se hubiera suicidado a los 30 años. De Enriqueta, por lo que su nieto recuerda, hay que decir que fue una mujer posesiva, a veces dura y cruel con los suyos ―aún en el contexto de la Guerra Civil y la posguerra― pero también una mujer valiente, que escapa a Algeciras en el último barco que sale de Alicante, el Stanbrook, con su hijastro Adolfo. 

Sigue Plath sobre la viuda: “Era una mujer pequeña, oscura, de mediana edad, vestida con elegancia con encaje blanco de punto sobre una combinación negra, sandalias blancas de tacón, muy comme il faut; llevaba el pelo negro como el carbón con múltiples ondas y rizos, los enormes ojos negros estaban subrayados por la sombra de ojos azul y dos sorprendentes cejas negras dibujadas rectas e inclinadas, hacia arriba desde el puente de la nariz a las sienes” .

Es una mañana de mayo al norte de Madrid. El nieto de la viuda Mangada ―nietastro admitirá entre sonrisas―, Eduardo Mangada Samain, asiente al leer la descripción de Plath sobre su abuela. Estamos en su estudio, donde a los 91 años y con sus facultades a pleno rendimiento, sigue levantando hermosas maquetas para sus proyectos y elabora papeles para la izquierda de este país que le quiera leer. Entorna los ojos y comienza el relato de sus recuerdos, para responder a la pregunta básica: ¿Quién es la ‘viuda Mangada’, que ocupa los cuadernos de Sylvia Plath durante su primera semana en Benidorm y a la que luego dedica un relato y referencias en su obra?

“La descripción de la poeta es bastante acertada. El empaste azul que se ponía en los ojos era increíble. Ella en sí era bastante estrafalaria y en otros aspectos, una mujer valiente. Pero para mi padre y para mi tío no fue una buena madre. Ni mucho menos. Y eso que eran los hijos de su hermana Rosa”, explica.

La voz oscura del nieto de Enriqueta de la Hoz va tomando ritmo a medida que desgrana los recuerdos. Hace un esfuerzo por regresar al principio de la historia. “Hay dos viudas Mangada. Rosa, mi abuela de verdad, y luego Enriqueta, su hermana y segunda mujer de mi abuelo. Eduardo Mangada médico es mi abuelo; Eduardo Mangada médico es mi padre; Eduardo Mangada arquitecto soy yo y Eduardo Mangada economista es mi hijo y el quinto es mi nieto. Mi abuelo era un buen médico, un médico bastante famoso que estuvo en Valencia con la cátedra de Juan Bautista Peset, que fue defensor de la República, fusilado tras la toma de Valencia por los fascistas”.

La casa que el matrimonio Eduardo Mangada y Rosa de la Hoz tiene en el centro de La Rambla de Alicante es fantástica. En una planta está el laboratorio y en otra la vivienda, a la que Rosa invita a vivir en algún momento del fin de los años veinte a su hermana pequeña, Enriqueta. Un tiempo después, Rosa muere. “Y puede que uno o dos años después, mi abuelo se casa con su cuñada Enriqueta. Eran arreglos a veces normales en aquellos tiempos. Mi segunda abuela se queda con dos niños pequeños. Mi padre, el mayor, tendría seis o siete años entonces y recordaba a esta señora como un auténtico martirio para él. Era casi sádica, le hacía tirabuzones con unas tenacillas de las de aquellos tiempos. Luego les vestía de punta en blanco y les mandaba a la playa, pero ojo con venir manchados de arena. Mi padre nunca tuvo un buen recuerdo de su madrastra”.

El respetado doctor Mangada, tenía un amigo, Domenech ―de Alcoy, como tantos con ese apellido―, con el que se escapaba a pescar con caña al mar. Su lugar preferido, allá por los años 20 del siglo XX, era una aldea de pescadores llamada Benidorm. Con el tiempo, lo que fue una casita para guardar los enseres e incluso dormir un sábado, terminó convertido en un chalé en primera línea de playa, mucho antes de que comenzara la explosión del turismo. “Mi abuelo murió en 1932, después de proclamada la República. Lo recuerdo porque oí contar que me llevaron a verle después de que yo naciera, y yo nací en 1932. También hay una foto de la boda de mis padres delante del chalé de Benidorm”.

“La casa, con una terraza cubierta de vid en el piso superior, estaba metida en un palmar. Macizos de geranios y margaritas blancas ardían como hogueras en el jardín; cactus llenos de pinchos flanqueaban el camino de losas. Sin dejar de parlotear sobre la belleza natural, la viuda los llevó a la parte de atrás, para enseñarles el cenador emparrado, su higuera cargada de frutos verdes, y las espléndidas vistas con las colinas moradas al fondo, suspendidas en un telón de la bruma”, escribe Plath en el relato Aquella viuda Mangada.

“Cuando muere mi abuelo, Enriqueta de la Hoz hereda todo. Se quedan con ella mi padre y mi tío Adolfo. Y su hijo Enrique, que murió antes de que acabara la carrera de Derecho que estudiaba en Murcia. Todos los hermanos se llevaban bien, pero doña Enriqueta fue siempre un obstáculo para las relaciones de mi padre y sus hermanos con mi abuelo. Según cuenta la gente que los conoció, era una señora obsesiva. Quería apropiarse de su marido, incluso apartando a los hijos de las relaciones familiares. Era ese el recuerdo complicado que mi padre tenía de su madrastra, nada apetitoso”, rememora De la Hoz. 

Como al padre de Eduardo, a Sylvia la viuda se le fue apareciendo como un personaje peligroso, a medida que pasaban los primeros días en su casa: “La viuda desapareció en la cocina con una falsa sonrisa deslumbrante, que Sally sintió después de que se marchara, mientras preparaba la comida, inquietante como la sonrisa del gato de Cheshire”.

Pese a todo, los Mangada - De la Hoz eran una familia de la progresía, con ideas avanzadas, que después de la Guerra Civil les costaría el exilio interior y exterior. Aunque el padre del arquitecto Mangada no guardará buenos recuerdos de su madrastra: “Cuando se casan en 1931 se van de viaje de bodas a la casita de Benidorm. Hay una foto de ellos con [el teórico marxista] Ángel Gaos [y hermano de la actriz Lola Gaos]. Mi padre fue muy amigo de los Gaos, sobre todo de los hermanos mayores. La casa se siguió utilizando como casita de veraneo hasta la guerra. Al principio se usó para las colonias infantiles de la República. Después, la Falange y la Sección Femenina se incautaron de ella”.

La historia que comienza aquí con los Mangada sería propia de una novela de la Guerra Civil. No una más. “Tras su boda, mis padres decidieron marcharse a Cali para investigar allí vacunas y medicina tropical. Mi padre renunció a la herencia para coger ese dinero e instalarse en Colombia y así lo hicieron. Y muy bien por cierto, pero cuando estalla la guerra, deciden regresar a España para defender la República. Por cierto, para enfado de mi abuelo materno, porque nosotros ya estábamos muy bien situados en Cali, una buena casa con piscina, buena investigación, buena reputación. Mi padre entra en España con las Brigadas Internacionales como médico, desde Bélgica. Mi tío Adolfo, que había heredado del abuelo tras la renuncia de mi padre seguía en Alicante, con el laboratorio de mi abuelo. Y más cerca de Enriqueta de la Hoz”.

Acabada la guerra, el otro doctor Adolfo Mangada, el tío de este Eduardo que cuenta la historia, coge a su madrastra y ambos embarcan en el Stanbrook, el último barco con perdedores de la guerra que parte hacía Argel desde Alicante.

“Nosotros nos escondimos en la serranía de Ronda. Mi padre se había librado de la pena de muerte por una confusión. Cuando les llamaron para el juicio sumarísimo, al leer ”Eduardo Mangada, médico“, alguien respondió: ”Muerto“. Le confundieron con mi abuelo, de idéntico nombre y profesión. Era la posguerra y había tal lío de papeles, que se salvó. También los compañeros comunistas de mi padre le hicieron funerales, dándole por muerto. La casa de Alicante de mi abuelo, la viuda y mi tío, es asaltada, destrozando el laboratorio, y expropiada. Del chalé de Benidorm se incautaron los falangistas. Mi tío y la abuela Enriqueta nunca pudieron embarcar para México, así que ella creó una academia de francés en Algeciras. Se codeaba con las familias bien de allí. Escribía versos, daba clases… En este sentido fue una mujer de valía para aquellos tiempos”.

“¡Ah! ¡Son escritores! ―La viuda Mangada se puso efusiva―. Yo también soy escritora. Cuentos. Poemas. Muchos poemas. ―La viuda se vino abajo entonces, abatiendo los párpados con sombra azul―. Por ser ustedes ―dijo enfatizando las palabras―, no cobraré el servicio. Pero comprendan… ―Levantó la mirada rápidamente― que no se lo deben decir a nadie (...). Los trataré como a mis propios hijos”, escribe Sylvia Plath en Aquella viuda Mangada.

Como Vivian Leigh en ‘Un tranvía llamado deseo’

En la memoria del nietastro de doña Enriqueta de la Hoz se dibuja una sonrisa cuando regresa a su infancia. Sus padres, después de salvar el pellejo, logran construir su exilio interior en tres pueblos de la Serranía de Ronda: Montejaque, Jimera de Libar y Benaoján. Los tres se habían quedado sin médico tras la guerra ―la represión fue feroz en la zona― y el doctor 'M. de la Hoz' ―“mi padre firmó así durante mucho tiempo”― atendía a los habitantes, que pagaban con un conejo o una gallina las más de las veces. Y muy bienvenidos en los tiempos de miedo y hambre. 

Hacia 1949, siete años antes de que Sylvia Plath y su atractivo ―el dato de la belleza de actor de Plath es importante en el desarrollo de la historia de la pareja― marido, Ted Hughes, caigan en la casa de la viuda, esta regresa a España. Y ante el terror de su hijastro mayor, aparece por Benaoján, el pueblo donde se esconde con su mujer y sus hijos.

“Fue espantoso. Creo que mi madre no se divorció de milagro en aquellos días. Ella venía pintada y vestida de forma asombrosa para unos humildes pueblos como esos. Llamaba la atención, iba cantando por las aceras en francés, siempre esperando al príncipe azul. Mi tío Adolfo se la había quitado de encima en Algeciras, porque por lo visto se echaba amantes, cantantes, se metía en las familias. Peleaba por vivir, incluso logró leer poemas y cuentos suyos en Radio Algeciras. Siempre he tenido la imagen de ella asimilada a Vivian Leigh en Un tranvía llamado deseo. Esa mujer ambiciosa y con ensoñaciones, que busca amantes y se cree especial… Algo así. Mi padre trata de razonar con ella para que se vaya. Le explica que nos ha puesto a todos en peligro, descubriendo nuestro escondite. En fin, que al final se va y recupera parte de sus posiciones en Benidorm y Alicante. Se inician los 50 y ella no había hecho nada especial, seguía siendo la viuda de un médico muy prestigioso”.

Pero por mucho que se iniciara la década de los 50, sin buenas agarraderas y enchufe la viuda Mangada difícilmente hubiera recuperado el chalé de Benidorm. Ni hubiera logrado asentarse de nuevo en Alicante. Fue el alcalde y jefe local del denominado Glorioso Movimiento Nacional de Valencia, Adolfo Rincón de Arellano, que había sido discípulo del abuelo de Eduardo Mangada, íntimo amigo de su hijo Eduardo y compañero de carrera de su hijo Adolfo, quien decide ayudarla, dándole apoyo a la vuelta de Argelia.

“Rincón de Arellano, como falangista puro, rompió con el franquismo y renunció a nuevos cargos. Creo que también salvó muchas veces a mi madre. Mi madre fue aún más comunista que mi padre. Pocos días antes de morir me hizo que le prometiera que envolvería su ataúd con la bandera del PCE. Como no la encontré, la enterramos con la de la República” recuerda el Eduardo anciano con ojos sonrientes al Eduardo joven. 

Doña Enriqueta recupera también algunas acciones de los tiempos de la República, logra alquilar una casa en Alicante y atisba el negocio. Decide ella, a su vez, alquilar el chalé de Benidorm. Han empezado a llegar los turistas. Es en una de esas idas y venidas del verano de 1956, cuando en el autobús de línea de la compañía La Unión de Benisa entre Alicante y Benidorm, se topa con Sylvia Plath y Ted Hughes. Son jóvenes, extranjeros, pobres y guapísimos, pero lo de pobres la viuda no lo detecta a las primeras de cambio. 

Como cuenta su nieto, Enriqueta lo había pasado fatal en los años de posguerra, aunque lograra escapar a Algeciras. Ella había tenido chófer y criadas hasta que estalló la guerra. Su exilio demostró que era una mujer con recursos ―“aunque por lo visto, hablaba un pésimo francés”― y a los Hughes les contó que tenía estudios universitarios y amistades aristocráticas. En fin, tanto les impacta que la poeta lo recoge en La caja de los deseos: “A pesar de la pasión de la señora para que ‘la casa estuviera en condición prope’, la señora fregaba sus platos grasientos en agua fría estancada, a menudo más sucia que los propios platos, frotándolos con manojos de pajas desgastados”, escribe la norteamericana. No conocía la palabra estropajo o no existía su equivalente en inglés. 

Más adelante, en los mismos apuntes del 15 de julio ―siempre según los Hughes, no olvidar que cuadernos, diarios y cartas han sido tutelados y expurgados por Ted Hughes― Sylvia escribe lo que 67 años después de aquel verano, el nieto de la viuda Mangada confirma: doña Enriqueta venía de otro ambiente. 

“Empezamos a darnos cuenta de que la señora estaba acostumbrada a un estilo de vida mucho más lujoso que sus actuales circunstancias. Cada tarde, iba a la ciudad para encontrar una bonne que limpiara la casa; la chiquita que estaba fregando los suelos el día que llegamos no volvió a aparecer”. “La segunda mañana, bajé a hacer el café, encontré a la señora con un albornoz manchado, las cejas sin pintar aún, fregando los suelos de piedra con una fregona mojada. ―No estoy acostumbrada ―explicó― Estoy acostumbrada a tener tres chicas: cocinera, limpiadora… Tres chicas. No trabajo cuando está abierta la puerta principal, me puede ver cualquiera. Pero, cuando está cerrada ―se encogió de hombros, abarcó todo con un gesto de las manos―; hago todo”, escribió Sylvia Plath en La caja de los deseos.

Se acaba la historia de Enriqueta de la Hoz en la memoria de su nieto. Murió bien entrada la década de 1970 y los últimos recuerdos del arquitecto Mangada sobre esos episodios tienen algo de surrealista, rayando en la comicidad. Con toque negro. 

El final de Enriqueta de la Hoz

“Esa es otra escena. Entre un primo hermano que tengo, jesuita, y yo, nos ocupamos de ella en los últimos días. Ya no podía estar sola en la casa. Le robaban las cosas, las sábanas, en fin, esos asuntos de la senilidad que resultan verdad. Ingresó en una residencia que conseguimos en San Juan, al lado de Alicante. De vez en cuando iba a verla. Cuando murió, mi primo y yo descubrimos que en su testamento había dejado dispuesto que la enterraran junto a su hijo Enrique, en el mismo nicho. Bien, pues qué le vamos a hacer”, se encoge de hombros el nieto de Enriqueta.

Y empieza otro episodio extraño de esta historia, cuando el cura jesuita y Eduardo Mangada, que se declara ateo, van al cementerio a cumplir con la última voluntad de Enriqueta. “Levantan el ataúd, quitan la tapa y Enriqueta no cabe. Es una escena que tengo grabada. Quitan el Santo Cristo que estaba encima del ataúd porque rozaba el techo. Y nada. Sigue sin caber. Total, que la primera vez que conocí a mi tío Enrique fue a través de su calavera; apoyada en un almohadita que ponía E. M. He conocido a mi tío en huesos. Le dejamos con su madre”. Es de suponer que en la situación en que estaban no les importará permanecer algo apretados.

Tras su muerte, su nieto hereda 11.000 pesetas. “Pero por mi tío Adolfo, porque mi padre había renunciado a la herencia. Adecentamos el chalé de Benidorm, lo alquilamos y luego se vendió. Hace años y años que no he vuelto, no tiene nada que ver con el Benidorm de mi infancia, aunque nunca viví en esa casa. La historia de esta señora y sus relaciones con la familia nunca fueron agradables”.

Sylvia y Enriqueta, dos mujeres en dos mundos bien diferentes, con una diferencia de edad de más de tres décadas. Ambas de carácter, aunque Plath retraída ante extraños, y la viuda, exagerada. No es que el equilibrio resultara el hilo conductor de sus vidas ―Sylvia entra una tarde llorando y diciendo a Ted que la libre de esa mujer, que quiere alquilar la casa― y sospechamos que Enriqueta nunca supo que la joven rubia y quejica en ese verano de los años 50, moriría el 11 de febrero de 1963 metiendo la cabeza en un horno de gas. Lo cual la convertiría en la más famosa poeta de su tiempo. Previamente había dejado comida a sus dos niños pequeños, tapando las rendijas de las puertas con toallas para que el gas no penetrara en su dormitorio.

La versión extendida es que Sylvia no soportaba el abandono de Ted por otra mujer. Algún amigo sostiene que la poeta pensó que iba a ser un intento de suicidio más en su vida. Da igual. Plath es un referente para millones de mujeres en el mundo; Enriqueta de la Hoz pasó a la historia como la viuda Mangada gracias a la rubia y bellísima joven de bikini ―foto hecha en Benidorm― que aparece en sus libros o en internet. 

El niño del Calvari y Sylvia Plath

Queda un segundo capítulo de Plath y Hughes en Benidorm, que tiene lugar en la casa del Calvari a donde se trasladan tras dejar plantada a la viuda Mangada. Andando los años, al niño Pasqual Almiñana, la faena le sentó bien. El hoy doctor y profesor jubilado de Filología Catalana y sabio en los topónimos del valenciano, sigue viviendo en la misma casa, al lado de la que ocuparon Sylvia y Ted en el barrio del Calvari las últimas semanas de julio y parte de agosto de 1956.

Almiñana descubrió en la primera década de este siglo que había sido vecino de la poeta norteamericana. Quizá ella fuera una de las veraneantes extranjeras, bellísima, rubia, que acariciaba el gato callejero o las cabras cuando iba a la lechería, donde Pasqual también acudía. Tenía poco más de tres años y es una de las primeras imágenes de su vida. El hecho es que fuera ella o no, durante las semanas siguientes, la que luego sería una reconocida pareja de poetas, vivió en la casa de al lado, en el barrio del Calvari de Benidorm, calle Tomás Ortuño 59, puerta de al lado de la de Pasqual, donde sigue viviendo ahora. Pero esta es otra historia

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