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La equidistancia entre República y dictadura: una cuestión de Estado

Rafael Escudero

Las declaraciones del portavoz adjunto del PP en el Congreso de los Diputados, Rafael Hernando, sobre la República española y su equiparación entre este régimen constitucional y la dictadura franquista no son una simple muestra de ignorancia y desconocimiento de la historia. No nos confundamos. Son algo más grave. Responden a profundas motivaciones políticas y forman parte de una línea de pensamiento sólidamente instalada en buena parte del imaginario colectivo español.

Para empezar, las palabras de Hernando se inscriben plenamente en el ADN de la derecha española y del PP, incapaz de desembarazarse ni personal ni ideológicamente del franquismo. Hernando es un simple eslabón en una larga dinastía que va desde el fundador del partido y presidente de honor en el momento de su muerte, Manuel Fraga, hasta los miembros de Nuevas Generaciones que este verano se han fotografiado con banderas franquistas o en gestos y actitudes fascistas. Efectivamente, ni estas prácticas de sus jóvenes militantes ni el discurso de Hernando son novedad en el PP. Sin ir más lejos, el propio Fraga nunca dudó en señalar con el dedo a los dirigentes republicanos a la hora de buscar los culpables de la matanza derivada del golpe de Estado franquista.

Pero si vamos un poco más allá de esas concretas declaraciones y de la polémica sobre las banderas, nos encontramos con que ni Hernando ni el PP están solos a la hora de colocar en el mismo plano la legalidad republicana y la derivada del golpe de Estado franquista. Esta equidistancia entre un régimen legítimo como fue el republicano, basado en una moderna Constitución garante de la democracia y los derechos humanos, con una dictadura caracterizada precisamente por todo lo contrario, es una de las bases político-ideológicas que están detrás de la “modélica” transición y, en consecuencia, del actual sistema político español. Según la versión oficial, la transición nació del pacto de “echar al olvido” el pasado, lo cual implicaba que cada parte debía renunciar al suyo, a su pasado, y a su reivindicación política. Para los demócratas, ello suponía olvidar la causa republicana, sacarla del debate político y del marco del futuro régimen constitucional. Así las cosas, no es de extrañar que la preconstitucional ley de amnistía de 1977 equiparase víctimas y verdugos, ni tampoco que la Constitución de 1978 guardase un vergonzoso silencio sobre su precedente de 1931.

La equidistancia nace como una de las bases del sistema constitucional español. En consecuencia, desde un principio se trasladó de forma hegemónica a las instituciones y la vida política. Y se ha consolidado, fundamentalmente, gracias a la aquiescencia y acuerdo de los dos grandes partidos, PP y PSOE. Baste recordar un par de detalles. En junio de 2008 el entonces presidente del Congreso, el socialista José Bono, reprendió a una víctima del franquismo por exhibir una bandera republicana en esa sede. Fue el mismo Bono que durante su mandato se negó a retirar los cuadros de los presidentes de las cortes franquistas que siguen hoy colgados en los pasillos del Congreso.

Con su desprecio hacia las víctimas del franquismo y sus derechos, los tribunales españoles se han sumado casi sin fisuras a la tesis de la equidistancia. Uno de los últimos ejemplos fue la sentencia del Tribunal Supremo de febrero de 2012, en el conocido como caso Garzón. A la hora de justificar su negativa a la investigación de los crímenes del franquismo, el tribunal se apoyó en la validez de la ley de amnistía, a la que definió como “pilar esencial, insustituible y necesario” para alcanzar la reconciliación nacional. Meses antes el parlamento español, con los votos de PP y PSOE, había rechazado una proposición de IU y ERC por la que se solicitaba modificar la ley de amnistía para que esta declarara expresamente su no aplicación a los crímenes de lesa humanidad. La defensa de la tesis de la equidistancia es una de esas políticas de Estado a la que tan acostumbrados nos tiene el bipartidismo imperante.

También la ley de memoria histórica de 2007 es presa de la equidistancia. Así se aprecia, sobre todo, en su negativa a anular los juicios y consejos de guerra franquistas celebrados en flagrante violación de derechos humanos. No declarar su nulidad y limitarse a calificarlos de injustos e ilegítimos implica concederles un reconocimiento jurídico y político que un sistema que dice ser democrático no debería tolerar. Por cierto, el Tribunal Constitucional sigue el juego y se niega sistemáticamente a amparar a las víctimas de esas farsas que fueron los juicios franquistas. Y en esto da igual que el tribunal esté formado por una mayoría de juristas conservadores o “progresistas”: coinciden plenamente y votan al unísono cuando se trata de temas que tienen que ver con el pasado dictatorial.

La consolidación del discurso de la equidistancia puedo hacerse, además, gracias a la contribución del mundo académico y universitario. Uno de los “maestros” más influyentes en la ciencia política española, Juan Linz, categorizó el régimen franquista de “autoritario”, pero no totalitario ni fascista. Como es bien sabido, el lenguaje no es inocente: con la extensión de esta calificación se busca rebajar el tono crítico hacia la dictadura. Si a ello se suma la opinión de historiadores y politólogos que insisten en calificar al gobierno republicano y a los golpistas franquistas como “bandos en conflicto”, o que hacen tabla rasa de la represión franquista con el argumento de que “ambas partes” cometieron barbaridades, no resultará extraño que se haya extendido esa visión sobre la República y la dictadura que destilan las palabras de Hernando. Ni que generaciones de estudiantes sigan hoy sin conocer la existencia y contenido de la Constitución de 1931 o los detalles del golpe de Estado contra la República.

El régimen nacido de la Constitución de 1978 no tomó partido ni por la dictadura ni por la Segunda República. Simplemente, se instaló en medio de ellas y renunció a fundar su legitimidad en la experiencia democrática nacida en 1931. La Constitución de 1978 y la cultura política en que se sostiene no dan más de sí en este terreno. De aquellos polvos vienen estos lodos, suele decirse.

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