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Lo escuchan, ¿verdad?

Lucía Lijtmaer

Primero un pony bravo. Un tráeme para acá esos sobres. Un sé fuerte, Luis, tía, pasa de él. La cara de plasma en catorce pulgadas de Rajoy, Rubalcaba chupando rueda una vez más en este tour, y más y más y más bromas. Las bromas dan siempre buena cuenta del shock inicial, suelen ser una medida de reacción interesante: ante la corruptela, el humor crece.

Por otro lado: las preguntas de ABC, las portadas de La Razón, las respuestas de Cospedal. Son las estrategias que se generan -desde el gobierno o medios afines- para intentar parar un golpe que ya es gangrena.

Pero ante tanto impacto y tanto zumbido hay algo que siempre acaba siendo revelador. Parafraseémos esa frase tan recordada últimamente del caso Watergate. Si lo importante en un tema de corrupción de tan alta escala es seguir la pista del dinero, comienza a ser importante también empezar a seguir la pista del silencio. Olvidemos el ruido, tan humano, tan necesario hasta ahora. Concentrémonos en el silencio.

Quién calla ahora.

Quién se ausenta.

Lo más evidente es que calla un presidente. Pero, ah, ya se sabe como son algunos silencios, de tan atronadores, gritan: Rajoy está constantemente presente, implicado hasta las trancas, así que no cuenta.

¿Quiénes están callados, pues? Sus precedesores en el cargo, que tanto hablaban, sacando pecho en alguna entrevista televisiva. También están ausentes y con la boca cerrada los que fueron sus rivales más directos, limitándose a alguna frase más propia del Tao que de un representante político. El partido mayoritario de la oposición parlamentaria habla, pero gracias a sus tiempos (tarde y mal) queda más bien abocado al primer párrafo, al del humor. Silenciosos están los que fueron en otros tiempos socios de gobierno, esperando que la cosa amaine. Si hablaran, podrían dar lecciones de cómo robar bien, limpiamente, sin estridencias. Cosas del seny mediterrani, minucias del oasis catalán.

Este primer grupo de silencios es fácilmente explicable: salir bien parado de este embrollo, piensan, puede tener consecuencias positivas en un futuro. ¿Quién sabe cual es el nombre del siguiente salvador de la patria? ¿Quién dice que las próximas elecciones no traigan un puesto en la siguiente ejecutiva?

Pero hay un silencio no tan evidente, pero también terrible, o reprobable, o ambas cosas. Si uno se fija, lo siente. Es más, si uno se fija bien, hasta lo ve. Es el silencio de todos aquellos que se arrimaron a este ejercicio de neoliberalismo -es necesario aquí, incluir por méritos al gobierno anterior, algo constatado incluso dentro de su propio partido- que pretendía devolver el buen nombre al país a base de recortes y tijeretazos en los derechos básicos. Se trata de todos esos articulistas conservadores de notable capacidad intelectual y fraseo que hacían chistes sobre las plazas -¿qué pretenden estos insensatos sin papeleta de voto?-, que se embrollaban en que si Constitución sí o Constitución también, o esos grandes estadistas que hasta ayer llamaban al orden y se enarbolaban en la defensa del Estado cada vez que temblequea un partido o un rey, por decir algo. Todos ellos, callados. O hablando de la primavera, del exterior, del hermoso color que tiene el rayo de sol al traspasar un martini bien cargado.

Lo escuchan, ¿verdad? Lo sienten, ¿sí? Es esa cosa parda, cruda, fea. Ese es el silencio que deja el expolio.

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