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El espejo

Foto: a_m_o_u_t_o_n

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Lo dijo Rubén Darío, el votante está triste... ¿qué tendrá el votante? Porque elecciones, este año, las va a haber a porrillo, y al votante lo que le pone es votar. No importa a quién, pero que le dejen hacerlo. Antiguamente, la gente votaba a los suyos. Esto viene de cuando nadie tenía nada, ni siquiera libertad ni, mucho menos, democracia, y entonces, en el sitio más apartado del bar, entre las papeletas de la rifa y la barra de poner el pie, alguien murmuraba: cuando vuelvan los míos...

Hay más golondrinas que nuestros, y así parece que los de uno nunca hayan vuelto. La gente cantaba: los que se van ya volverán, pero nadie se lo creía. Después, comprendimos que votar es como una película de Amenábar, pues siempre se acaba votando a los otros. Bien, a conciencia, o bien porque uno cree que son los suyos y resultan ser los otros. Ya lo dijo Sartre: los otros son los demás. En francés, significa que estamos rodeados de infierno por todas partes, menos por una, que nos une a nosotros. Camus lo veía de manera contraria y consideraba que el infierno es uno mismo.

En España, el votante ha sido muy fotografiado. Si había elecciones en verano, salía en el periódico con la toalla y las gafas de buzo en la frente y su papeleta en ristre delante de una urna. Y si eran en invierno, iba a votar con abrigo de borreguillo. Ahora se habla más de votos que de votantes, sucede así porque se ha deshumanizado la política. Lo que una vez fueron reportajes con colas de personas, cada una arreglada a su manera, hoy son programas especiales con estadísticas, porcentajes, recuentos y declaraciones de los líderes. Es decir, que los protagonistas de las elecciones son los tribunos, y no la plebe.

Esto se ve mucho en las noches electorales. Ya no sale ni un votante, ni una votante, diciendo que están muy contentos, igual que en las conexiones callejeras del día del Gordo de Navidad. En los programas especiales y en los informativos de una jornada electoral, nada más que se ven políticos y politólogos, que son el equivalente a los filólogos del lenguaje político. ¿Es que hablan los políticos una lengua muerta, como el latín o el griego de Pericles? En cierto modo, no; pues, a diferencia del latín, los políticos no acostumbran a declinar (en sus errores). Y en cierto modo, sí; porque, al igual que el griego de Pericles, los políticos siempre acaban periclitados.

Hoy día, un político se retira y monta un bar como antes lo hacía la gente con la indemnización del despido. Los fans de Gabinete Caligari nunca estaremos en contra de los bares. Ya lo dijo el grupo, qué lugares. Pero estaba escrito, ver Juego de Tronos arrasa la imaginación. Nada hay más sobrevalorado que las teleseries de política. Cualquiera que ponga un rato la adaptación americana de House of Cards se dará cuenta de que es una versión de Los Roper. También tiene algo de Iznogud, el Visir, pero esto resulta inevitable, pues querer ser califa en lugar del califa es consustancial a todo tipo de poder. La diferencia entre Los Roper y House of Cards es que los primeros tenían muy claro que eran los Roper. Hoy somos lo mismo, y vivimos como si fuéramos otra cosa. Soñamos con cambiar el mundo, y acabamos montando un bar.

Inherente a España, como sus costumbres, su gastronomía, es el votante que no vota. Acaso Estados Unidos sea una de las democracias con mayor abstencionismo, pero allí son no votantes tal cual. Incluso, si van a las urnas, son no votantes que votan. Antes son capaces de pegarle un tiro a alguien que de votar. Igual que los españoles hemos dado al mundo el católico no practicante, nos hemos regalado a nosotros mismos el izquierdista no votante. Un izquierdista español siempre estará a la izquierda de todos los partidos de izquierda. Es nuestro viejo ¡dejadme solo! de las trifulcas.

El español tiene fama de individualista, pero se trata de un prejuicio que viene desde los tiempos de la romanización. En la antigua Roma, eran muy de mogollón y cosas grandes, con las bacanales, los acueductos y el Derecho romano y todo eso, y al llegar a la península no les cabía en la cabeza que no nos habláramos los unos con los otros. Esto se ve en la Geografía de Estrabón, que era griego como toda la Roma ilustrada, y también se ve en Astérix en Hispania, que es francés como todo español ilustrado. Bueno, ahora ya no hay afrancesados entre nosotros. La gente es de Baron Noir, pero no de Charlie Hebdo.

Los españoles somos solitarios, no individualistas. Nuestro carácter solitario queda plasmado en los monjes de Zurbarán; en El caballero de la mano en el pecho, del Greco; en la princesa de Éboli encerrada en su palacio de Pastrana, donde solo le estaba permitido asomarse al balcón una hora al día; en Larra, en su habitación, disparándose delante del espejo, o en el último atracador mítico que tuvimos, llamado, por supuesto, el Solitario. Por eso ha arraigado tanto el grito de ¡dejadme solo!

Nada más secreto y solitario que el voto. Cada vez que introducimos la papeleta en la urna, hay un encierro, que se refleja en la cabina con cortina y papeletas, hay una desesperación, un arrojo, un dejadme solo, que también está en el toreo, aunque muchos consideremos que los toros son maltrato animal. Se parecen demasiado los gestos de votar a los de entrar a matar. Aun así, una cosa son los toros y otra el Ruedo Ibérico, que es nuestro laberinto de Minos sin hilo que nos saque. Hace mucho tiempo que nos cortaron el hilo de la historia.

Cuanto menos vota, más de los suyos, más de izquierdas se siente el votante de izquierdas. De este modo, hemos dado lugar a que resulte más fácil ser de izquierdas que votar. El votante de derechas no vive ese conflicto, porque, en España, la derecha sigue siendo muy católica y le da lo mismo pecar, pues cree en el perdón de los pecados. Nada le fastidia más a un votante de izquierdas que alguien que deteste vote a su partido. Es como cuando un extraño le toca el nido a los pájaros. Lo aborrecen.

Para justificar el abstencionismo de la izquierda, se recurre al eufemismo de llamarlo autocrítica, de considerarla muy exigente con sus partidos. Pero la izquierda no se abstiene por ser crítica, es por narcisismo. Porque prefiere mirarse al espejo antes de pegarse el tiro, en vez de ir a votar. Nuestro espejo es nuestra opinión y, como en todo espejo, lo que vemos es el inverso de lo que somos. Al igual que en la Alicia de Carroll, la izquierda cuando no vota se queda al otro lado del espejo. En la vida real, la única manera de ser de izquierdas es votando a la izquierda.

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