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El Gobierno 'klimakiller' de Merkel

La canciller alemana, Angela Merkel. /Efe

Àngel Ferrero

Alemania pasa por ser uno de los países más respetuosos con el medio ambiente de la Unión Europea. Cuenta con elevados porcentajes de reciclaje, impulsa el uso de las energías renovables y tiene un partido (más o menos) ecologista, Alianza 90/Los Verdes, que es la cuarta fuerza del país con 63 diputados en el Bundestag. Su canciller, Angela Merkel, fijó en 2011 el apagón nuclear para 2022, e incluso modificó en su último gabinete la cartera de Economía para fusionarla con la de Energía y gestionar así mejor el ambicioso proyecto de transición energética (Energiewende). Ésa es la Alemania que nos venden día sí, día también los medios de comunicación alemanes y también los españoles.

Sin embargo, existe otra Alemania. Aunque Merkel cita en sus discursos constantemente la lucha contra el cambio climático, para combatirlo “en realidad no hace nada”. Quien dice esto es Mojib Latif, un conocido investigador alemán especializado en el cambio climático. En sus declaraciones a die tageszeitung, Latif denuncia que el Gobierno alemán es corresponsable del “renacimiento” del carbón en Europa. Según informaba el Süddeutsche Zeitung a comienzos de este año, Alemania incrementó en un 3% su consumo de carbón en la producción eléctrica en 2013, produciendo 162.000 millones de kilowatios-hora a partir de ese combustible, el nivel más alto desde la Reunificación. En su mix energético, Alemania sigue utilizando un 44% de carbón, una cifra muy superior a la de la media de la UE-27.

En un país tan ecologista como Alemania, este fenómeno se debe a dos motivos. El primero es que las renovables no consiguen reemplazar el vacío dejado por la energía nuclear. De hecho, no lo harán nunca. Las energías renovables no pueden conseguir los mismos niveles de productividad que los combustibles fósiles y lo que se exige es un replanteamiento del modelo productivo, algo que los capitanes de industria teutones no están dispuestos a aceptar.

El segundo es Rusia. Según datos de la Comisión Europea, Alemania importó de ese país casi un 40% del gas natural consumido en 2012. En 2013 consiguió reducir ligeramente esa dependencia e importó solamente el 35% del gas y 30% del crudo. Un elevado porcentaje de las importaciones de hidrocarburos procede de Noruega y el Reino Unido, y ambos países alcanzaron en 2006 el pico petrolero (el nivel máximo de extracción a partir del cual la producción desciende, más conocido como peak oil). La dependencia energética de Rusia espolea a la industria alemana a buscar urgentemente alternativas al petróleo y gas rusos. El súbito interés en las energías renovables de los empresarios alemanes tiene por lo tanto menos que ver con la ecología que con la hegemonía.

Otra de las “alternativas” –además del carbón– es el fracking, cuyos costes medioambientales y para la salud pública son bien conocidos. A comienzos de noviembre de 2013, el municipio de Langwedel-Völkersen, a unos 30 kilómetros al sur de Bremen, sufrió un terremoto de 1,9 grados en la escala Richter. Un año antes fue sacudido por un seísmo de 2,9 grados. Desde 2005 se han producido hasta cinco terremotos en Langwedel-Völkersen, a pesar de que Alemania no es precisamente una zona de riesgo sísmico. Su epicentro es siempre el mismo: un campo de gas en Völkersen explotado por la energética RWE.

Por los motivos arriba mencionados, Alemania también se plantea prospecciones petrolíferas en su propio territorio, a pesar de que las perspectivas de éxito son escasas. Una de estas prospecciones es la de la empresa germano-canadiense Central European Petroleum (CEP), que prevé extraer petróleo a partir del 2017 en la región de Lusacia. Se cree que esta región, en el Estado federado de Brandeburgo, alberga 92 millones de toneladas de crudo. En el pasado la industria del carbón significó para Lusacia el desplazamiento de los sorbios –una minoría étnica eslava asentada en la región desde hace siglos–, la llegada de trabajadores de otros puntos de Alemania y la destrucción paisajística y medioambiental, factores que aceleraron la emigración de los sorbios a otras ciudades y que amenazó gravemente con hacer desaparecer su lenguaje y su cultura. Una prospección podría suponer un nuevo riesgo a su frágil identidad.

CEP es uno de los quebraderos de cabeza para los sorbios. El otro se llama Vattenfall. Esta energética sueca planea construir en Welzow, al sur de Brandeburgo, una nueva central de carbón que se añadirá a la ya existente (Welzow-II). De construirse, obligará a expropiar viviendas, expulsando de sus casas a más de 800 personas, y ocupará 865 hectáreas de terreno cultivable que, después de la explotación (de 2027 hasta 2042), costará años recuperar para su uso agrícola. Quienes se oponen al proyecto calculan que producirá 204 millones de toneladas de CO2 y contaminará los pozos de agua colindantes, además de aparcar durante años los proyectos de energía renovable que la región había impulsado. La reducción de las subvenciones al sector ya se ha traducido en el cierre de varias plantas dedicadas a la producción de componentes para la energía eólica y placas fotovoltaicas para la energía solar. La mayoría de estas factorías se encontraba en el territorio de la antigua Alemania Oriental, que esperaba con el anunciado New Green Deal y las promesas de un “capitalismo verde” resucitar su maltrecho tejido industrial y frenar el deterioro social y la emigración hacia Alemania occidental. Ahora se habla incluso de una segunda desindustrialización. A pesar de las considerables reservas de hulla (el carbón que se empleará en Welzow-II) que posee Alemania, el lignito, en cambio, tiene los días ya contados. Se cree que sus reservas se agotarán en el 2018.

El mejor 'lobby' de la industria del automóvil

El mejor 'lobby' de la industria del automóvilEn octubre de 2013, los ministros de Medio Ambiente de la Unión Europea se reunieron en Bruselas con el fin de aprobar una regulación comunitaria más estricta para las emisiones de CO2 de los automóviles. Se pretendía que a partir del 2020 los vehículos sólo expulsasen 95 gramos de dióxido de carbono por kilómetro a la atmósfera. Pero el compromiso fracasó. Y lo hizo por la oposición del Gobierno alemán. “Sí, es cierto”, declaró Merkel poco después en Bruselas, “nosotros abogamos para que no se decidiera sobre este asunto”. Pocos días después de la decisión del Gobierno de Merkel, medios alemanes publicaron que la familia Quandt, accionistas mayoritarios de BMW, había realizado donaciones al partido de Merkel por valor de 690.000 euros. Daimler, que produce los famosos Mercedes-Benz, donó 100.000 euros a la CDU en abril del 2013, y otros 100.000 al Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), que un mes antes habían percibido 107.376,06 euros de BMW respectivamente. La industria del automóvil tiene, efectivamente, financiados a los dos principales partidos políticos en Alemania, ahora en el Gobierno. ¿Y quién necesita un lobby cuando se controla al Ejecutivo?

Como en España, las puertas giratorias entre la administración y las industrias energética y del automóvil funcionan a pleno rendimiento: el excanciller socialdemócrata Gerhard Schröder es el presidente del consejo ejecutivo de Nord Stream AG, una sociedad en la que Gazprom posee el 51% de las acciones y el resto se reparte entre las alemanas Wintershall y E.ON, la holandesa Gasunie y la francesa GDF; el exministro de Asuntos Exteriores del Gobierno rojiverde, el ecologista Joschka Fischer, trabaja como consultor para BMW y las energéticas RWE y OMV; el entonces ministro de Economía y Tecnología, Werner Müller (SPD), fichó por Evonik, una empresa química; Andrea Fischer, a la sazón ministra de Sanidad, se convirtió en asesora de la industria farmacéutica... La lista es larga.

La economía alemana se sostiene, como es sabido, en la exportación. La industria del automóvil es una de las joyas de la corona. El Mercedes Clase S es el símbolo de poder de políticos y empresarios desde Lisboa y Madrid hasta Moscú y Pekín. Audi anunció el pasado mes de abril un incremento del 21% en sus ventas en China con respecto al trimestre anterior, BMW un 25% y Mercedes un 48%. En conjunto, la industria automovilística quizá no consiga batir el récord de 2011, con casi 6 millones de unidades producidas, pero tampoco puede decirse que le vaya mal. Hasta los dirigentes sindicales de IGM (el sindicato del metal), bien emparentados por cierto con el SPD, se complacen con el ritmo de producción de la industria automovilística. Las menciones al dumping salarial que ha terminado con las economías vecinas de la eurozona brillan por ausencia, como lo hacen también las alusiones a la contaminación medioambiental que este modelo comporta. Exportar automóviles significa en buena medida exportar el estilo de vida y planificación urbanística que a ellos van asociados, y que, con todo el progreso que puedan suponer, acarrean muchos más problemas medioambientales y frenan el desarrollo de las redes de transporte público.

Las opiniones de algunos dirigentes sindicales respecto al cambio climático no difieren por desgracia demasiado de las de su Gobierno. Michael Vassiliadis, presidente del sindicato IG BCE (minería, química y energía), aseguró recientemente al taz: “Deberíamos seguir empleando el carbón mientras lo necesitemos”. Vassiliadis se apresuró inmediatamente a aplicar paños calientes y declaró que, además, tendría que mejorarse la eficiencia energética de los vehículos y el aislamiento de los edificios. No parece que eso vaya a satisfacer a los vecinos de Welzow.

Mientras tanto, Alemania seguirá potenciando las “alternativas” a los combustibles fósiles. Alemania seguirá construyendo y exportando a todo el mundo sus coches alemanes. Lo hará por el bien de Alemania. Fiat Germania et pereas mundus.

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