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¿Hablas conmigo?

Un hombre sostiene una pancarta con el mensaje "No a la globalización" en la manifestación de pensionistas, taxistas y afectados por la hipoteca en Madrid.

Elisa Beni

“La posibilidad de alcanzar, a través del avance tecnológico y la reestructuración económica, un nuevo modelo de crecimiento ilimitado de la economía monetaria socialmente equitativo no es otra cosa que un mito”

Declaración de Madrid. Movimiento altemundialista. 1994

Aún no había llegado el frío a Madrid. Ese otoño lento y progresivo que existía antes del infierno del calentamiento campaba aún sobre la ciudad. Era otoño y Madrid se aprestaba para recibir a cerca de 10.000 dirigentes del mundo económico mundial. Era el aniversario de Bretton Woods, y por tanto del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Rato era el gerente del FMI, y la ciudad se ofrecía abierta en canal a esta ceremonia del capitalismo en alza.

Miles de taxistas madrileños se aprestaban a llevar de aquí para allá a tal avalancha de hombres de economía, ministros y otros prebostes de la mundialización. Las sesiones del cónclave se celebraban en el Palacio de Congresos del Campo de las Naciones y las carreras entre los principales hoteles de lujo de la capital y el centro de reunión fueron sin duda un acicate para el sector. Puede que los conductores llevaran en la radio temas del “Amigos, aquí no pasa ná”, el álbum que ese año se marcaron Los Chichos o cualquier otra cosa que les gustara. No han sido nunca mucho de preguntar al cliente. No sé si llegaron a saber que unas 2000 personas llegaron en manifestación a la Puerta del Sol para gritar contra la mundialización de la economía, que junto con el avance tecnológico, traería un infierno de desastres para los trabajadores y la igualdad. No creo que les hicieran mucho caso. Me apuesto algo a que, incluso, muchos de ellos los consideraron una impertinencia que pretendía obstaculizar el magnífico negocio que el evento les proporcionaba. Pocos de aquellos pensaban que hoy estarían en Sol acampados en un intento desesperado de paliar las consecuencias de aquello que los iluminados de antaño, los mugrientos, los chusmosos, les venían avisando en movilizaciones llevadas a cabo en Madrid, en Seattle, en Davos y allí donde pudieran ser oídos. Ni los taxistas ni los libreros ni los trabajadores del textil ni los vaqueros ni siquiera los periodistas les prestaban demasiada atención. Era la España exultante salida del 92 y no estábamos para mandangas pesimistas.

En la Declaración de Madrid, que se produjo con motivo de aquella protesta altermundialista, se afirmaba que “el crecimiento ilimitado de la economía monetaria, la continua expansión del consumo por parte de los privilegiados del mundo entero y la perpetración de la explotación neocolonial son las causas principales del distanciamiento entre las clases sociales, de la pobreza creciente y del deterioro de los recursos”. Cosas de antisistema que ahora suenan preclaras, clarividentes, inspiradas e inspiradoras. Ahora, que ya es tarde y que los taxistas acampan en Sol para intentar frenar una economía que ya ha devorado a tantos sectores y a tantos gremios que resulta imposible que encuentren una empatía de los trabajadores. Ahora que hemos sido pervertidos, masacrados, ahora que el pobre teme y margina al miserable mientras el rico vive en otra dimensión, ahora esa solidaridad para un gremio que suele mostrarse adusto y malencarado, prepotente y chulesco, es ya una tarea imposible. Ahora sólo prima el interés descarnado, de la clase contra la clase, y es tarde para pretender defensas cerradas como la que Podemos encarna. Es tarde, muy tarde. Los mismos ciudadanos que quieren comprar barato en Amazon, quitarse la falta de sentido existencial con una camiseta o un pantalón por unos euros, o comer despatarrados en el sillón la comida que prefieren, esos que también son explotados por un sistema que encuentran que les satisface, no están dispuestos a renunciar a la comodidad de las nuevas plataformas: a conocer el precio fijo, a poder comunicarse por teléfono o mensaje con el conductor, a poder optar entre estos precios y los del taxi, a pagar telemáticamente sin hacer todo un show antes de bajarse. La popularidad de la protesta del taxi es baja. La solución de Barcelona no es buena y no convence a la ciudadanía porque no le beneficia. Quizá en aquel lejano año, los taxistas deberían haber acudido con los antiglobalización a Sol y hoy llegan sideralmente tarde al lugar y a las protestas.

Ante todos estos razonamientos ellos deben repetir la frase más famosa de un taxidriver, la pronunciada por Robert De Niro frente al espejo: ¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí? Dime, ¿es a mí? ¿A quién demonios le hablas si no es a mí? Y es que no son un gremio muy de escuchar y sí muy de increpar y hasta de señalar y faltar. Otro craso error para su ya escaso crédito reputacional. No sé tampoco si en su soliloquio se habrán dado cuenta de que tienen enfrente a un pato si no cojo paralítico del todo, un político desahuciado. Un político cuya carrera está muerta es un buen seguro de que no se tomarán decisiones con el único objetivo de mantenerla. Ahí anda Garrido. Tras trece días de huelga, en la que los asalariados no han podido trabajar en muchos casos, las voluntades y las huchas se van resquebrajando. Los madrileños son muy conscientes de que el tráfico ha descendido casi un 12% en horas valle, al no haber taxistas circulando vacíos por las calles, y hasta un 19% en la zona de Gran Vía. Nada ha dejado de funcionar en realidad. Al final tendrá que imponerse la realidad de que los conductores de VTC también quieren ganarse las lentejas y de que la solución de Colau de mandarlos a la calle no es buena y menos para una gran metrópoli.

Las burbujas son una mierda que ha arrollado a mucha gente. La inmobiliaria, la más terrible. La burbuja de las licencias la ha creado el propio sector y es realmente imposible que consigan salir de ella sin ninguna pérdida. Nadie lo ha conseguido hasta ahora. Hubiera sido necesario estar en Sol en 1994 todos para haber hecho fuerza y tal vez ni así se hubiera conseguido detener los designios de las élites para hacerse aún más ricas. Esos designios que, paradójicamente, ha mejorado a la categoría de humildes a los parias de los países del Tercer Mundo.

Todo es demasiado complejo y demasiado global. Entronca con la falta de soluciones para un problema que es la base sobre la que se construyen los populismos y el auge de la ultraderecha. Una pelea en las calles de Madrid no va a cambiar nada. Debimos hacerlo antes. Todos.

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