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¿Qué harías por los tuyos?

Manifestación por la independencia de Cataluña. (EFE)

Pau Marí-Klose

“Yo por mi hija, mato, ¿me entiendes? ¡eh! MAAA-TO”. Belén Esteban ha sido una heroína popular. La Princesa del pueblo. Suya es esta declamación de contenido universal. La Esteban expresaba, de manera estrafalaria y desmedida –propia del personaje que ha construido– un sentimiento que no nos resulta ajeno. Somos proclives a anteponer las necesidades y aspiraciones de los “nuestros”, especialmente nuestros familiares (por los que podemos llegar a estar dispuestos a matar para protegerlos), pero también de los semejantes que sentimos más próximos, a nuestros ídolos y los líderes que nos representan.

La tendencia a favorecer a los miembros del propio grupo ha sido acreditada en condiciones experimentales. Son particularmente interesantes las investigaciones académicas que crean grupos con personas desconocidas entre sí usando criterios arbitrarios. Diversos estudios con experimentos han mostrado como incluso esas agrupaciones pueden conducir a identidades grupales, en que los miembros de esos “equipos” terminan manifestando preferencia por individuos de su grupo recién creado (endogrupo) frente a los de un grupo externo (exogrupo). Bajo ciertas condiciones pueden acabar desarrollando actitudes negativas hacia los miembros del exogrupo.

Un experimento célebre en esta línea es el de Robbers Cave, diseñado por el matrimonio de psicólogos Muzafer y Carolyn Sherif en 1954. En el estudio, veintidós adolescentes que no se conocían entre sí fueron trasladados en autobús a un parque natural en Oklahoma, en dos expediciones de once chicos cada una. Los muchachos acamparon en dos áreas lejanas entre sí, de manera que durante los primeros días la presencia de los 'otros' fuera ignorada. Tras esta primera fase de convivencia aislada fueron agrupados. Antes de la agrupación, se les invitó a poner nombre a sus grupos. Unos escogieron “The Rattlers” (Los Serpientes de Cascabel), los otros “The Eagles” (Los Águilas).

En ese momento comienza la segunda fase del experimento. Bajo condiciones de competitividad, provocadas deliberadamente con distintos juegos de campamento, Serpientes de Cascabel y Águilas reforzaron los sentimientos de afinidad personal dentro del grupo, y cultivaron otros de hostilidad hacia los miembros del exogrupo (que desembocó en varios incidentes de violencia verbal y vandalismo entre ellos). Con ello, los Sherif habían evidenciado que, más allá de los perfiles individuales de los muchachos, la clave que explicaba las actitudes aparecidas era la asignación de los chicos a los dos grupos y las dinámicas de competición establecidas entre ellos.

De hecho, en una tercera fase del experimento, bajo dinámicas diferentes (de tipo cooperativo) y en una nueva situación de convivencia conjunta, los Sherif fueron capaces de integrar de manera relativamente fácil a los miembros de los Serpiente de Cascabel y los Águilas, restañando las “heridas” producidas en la fase competitiva del experimento.

La preferencia por el endogrupo puede conducir a comportamientos particularistas para favorecer a los tuyos. La antropología y la ciencia política han descrito profusamente cómo la tendencia al particularismo puede convertirse en un elemento central de una sociedad, abocando a “trampas sociales” de las que es muy difícil escapar. Un estudio antropológico clásico muchas veces referenciado en ese sentido es el trabajo de Edward Banfield sobre el “familismo amoral”, una acentuada tendencia a anteponer las necesidades y aspiraciones del grupo de parentesco de pertenencia a cualquier otra consideración. En el trabajo del antropólogo norteamericano se describen las relaciones sociales en Chiaromonte, en el sur de Italia, marcadas por la incapacidad de los aldeanos de actuar juntos por su bien común o, de hecho, por cualquier fin que trascendiera el interés inmediato y material de la familia.

Los ejemplos que he puesto hasta ahora evocan relaciones en grupos pequeños o en pequeñas comunidades con fuertes vínculos primarios, y quizás invitan a dudar sobre la posibilidad para generalizar. ¿Qué tienen que ver los boy scouts del experimento de los Sherif o los aldeanos de Banfield con las dinámicas de nuestras complejas sociedades postindustriales? Más de lo que seguramente sospechan.

La tendencia a favorecer a los “nuestros”, sea lo que sea lo que nos una, anida en el corazón de muchos procesos que están de plena actualidad. Ahí tenemos, por ejemplo, el llamado “chovinismo de bienestar”. El concepto se refiere a las actitudes de quienes creen que las prestaciones de bienestar deben limitarse a los nativos de un país, privando a extranjeros de derechos sociales. El fantasma de los inmigrantes que drenan recursos sociales escasos es uno de los principales recursos retóricos del populismo de derechas, y una de las raíces principales del apoyo que cosechan. “Primero los de casa” ha sido una de los eslóganes más elocuentes de Plataforma per Catalunya, un pequeño grupo de la derecha radical que ha llegado a obtener resultados electorales notables en distintas poblaciones catalanas desde su nacimiento a principios de milenio. Es también el leitmotiv de distintos grupos neonazis que se organizaron en forma de ONG “solidaria” para repartir alimentos a familias empobrecidas durante la crisis a condición de que pudieran acreditar españolidad.

En otros términos, el chovinismo de bienestar ha cobrado actualidad en otra clase de relaciones entre “nosotros” y “ellos”, las que se establecen entre nacionalistas en comunidades ricas y Estados a los que tratan de arrancar autonomía fiscal o de los que aspiran a separarse. “Roma ladrona” de la Lega o la “Espanya ens roba” del nacionalismo catalán conservador son dos expresiones recientes de insolidaridad fiscal respecto a un demos que se siente ajeno. En este relato, la aportación al Estado se convierte en una losa que pagan “los nuestros”: La España subsidiada vive a costa de la Cataluña productiva.

La defensa de los nuestros puede llevar a disculparles actos reprobables. Hay un gran volumen de investigaciones que evidencian que tendemos a mostrarnos más indulgentes con comportamientos corruptos pasados de los líderes y partidos que favorecemos que con los mismos comportamientos si incurren en ellos otros líderes y partidos. También les permitimos iniciativas políticas que censuraríamos tajantemente si las llevaran a cabo los líderes o partidos a los que nos oponemos.

Según un estudio del que se hizo eco el Washington Post la semana pasada, la mitad de los votantes republicanos declara que aceptarían aplazar las elecciones previstas para 2020 si Trump lo propusiera para limpiar el censo de extranjeros que están votando ilegalmente en las elecciones. Recuerden que este tipo de presunto fraude electoral fue una alegación que, sin más pruebas, realizó Trump en las últimas elecciones para justificar su “derrota” en el recuento nacional de votos (que no ponía en cuestión su victoria final gracias a su ventaja en delegados elegidos en representación de los Estados). Sin embargo, la creencia es compartida por muchos republicanos. Tres de cada cuatro creen que los episodios de fraude en el voto se produjeron con cierta o mucha frecuencia.

Es decir, “los nuestros” pueden llegar a contar con nuestro beneplácito cuando se proponen traspasar la legalidad. Es lo que parece dispuesto a intentar el gobierno de Puigdemont: liarse la manta a la cabeza con la indulgencia (incluso el aplauso) de muchos de los suyos. Pero seguramente no todos. ¿Cuántos estarán dispuestos a seguirle hasta las últimas consecuencias? Es la gran incógnita que resolveremos en los próximos meses.

En el curso de las últimas semanas están apareciendo las primeras voces que desde el independentismo expresan miedos, apuntan a que se están cometiendo errores o manifiestan dudas. También se tensan las costuras de una alianza complicada entre socios muy diferentes, que ante la probable inviabilidad de la independencia se sienten tentados a aprovechar la coyuntura para impulsar sus propias agendas.

El independentismo no tiene más remedio que contener estas tendencias para mantener intactas sus opciones de sacar su proyecto adelante, pero si adopta maniobras reactivas demasiado drásticas corre el riesgo de debilitar sus credenciales democráticas y trasversales, lo que también puede resultar contraproducente en orden a mantener las filas prietas. Se encuentra, pues, frente un delicado juego de equilibrios, quizás incluso imposible de resolver favorablemente. A lo largo de los últimos años las fuerzas independentistas han demostrado una extraordinaria capacidad de resistencia a las presiones y amenazas externas. Incluso podríamos sospechar que, en muchos sentidos, esas presiones y amenazas han retroalimentado su apoyo. ¿Pero hasta dónde resistiría la disolución del endogrupo?

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