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Justicia social: del anhelo humano universal al reto político

Una sanitaria lleva una bata en la que se lee 'Sin derechos laborables paralizamos los hospitales', durante una manifestación de médicos internos residentes
20 de febrero de 2021 21:47 h

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El sentido de la justicia social está profundamente arraigado en los seres humanos. El sentimiento de ser tratados injustamente en la distribución de recursos, de ser discriminado en el acceso a bienes u oportunidades, de ser despreciados o de que nuestras necesidades sean ignoradas, produce en nosotros intensas reacciones emocionales, y cuando persiste en el tiempo, puede incluso generar trastornos psicológicos e incluso orgánicos.

Estas predisposiciones tienen un profundo anclaje evolutivo. Los primates no humanos responden negativamente a una distribución injusta de las recompensas. En un interesante estudio, un equipo de zoólogos de la Universidad de Emory entrenaron a monos capuchinos para realizar pequeñas tareas a cambio de una recompensa con comida. Cuando estaban solos, los monos se conformaban con cualquier recompensa por su desempeño. En grupo, sin embargo, los monos que recibían menos comida que otros rechazaban la recompensa si advertían que un compañero de su especie recibía mayor cantidad de comida por un trabajo igual o menor, llegando incluso a rechazar realizar nuevos trabajos si se habían sentido injustamente tratados. No dirán que no se parece mucho a una rudimentaria expresión del ejercicio de la huelga.

Este 20 de febrero se conmemoraba el Día Internacional de la Justicia Social. Es un día para celebrar los avances en derechos sociales logrados en las últimas décadas, que son muchos. Desde finales del siglo XIX y principios del XX en el mundo occidental empezamos a disfrutar de derechos sociales, que en las democracias liberales se suman a los derechos civiles y políticos para formar un paquete coherente, que procura las más elevadas cotas de salud, bienestar y satisfacción a los ciudadanos, como atestiguan los principales indicadores comparativos existentes. Ese paquete es fruto de un trabajo protagonizado por actores políticos diversos, muchas veces aliados, desde la socialdemocracia (en países escandinavos, centroeuropeos como Austria, y del sur de Europa, como España o Portugal) a la democracia cristiana (en Alemania u Holanda) y el liberalismo progresista (Reino Unido).

Pero también es un día para identificar asignaturas y retos pendientes. Nos encontramos en un momento de aceleración de cambios sociales. A pesar de que, si hacemos un balance completo, la globalización traiga sin duda crecimiento y mayor riqueza a repartir, no es menos cierto que en muchos lugares trastoca cimientos que habían asegurado niveles de bienestar jamás alcanzados, destruye tejido social que propiciaba la integración comunitaria de los individuos y debilita dispositivos de reconocimiento social del valor del trabajo y la dignidad que procura. La inseguridad laboral se extiende entre capas de la población no acostumbradas a vivirla y la incertidumbre respecto al futuro se convierte en experiencia cotidiana para generaciones jóvenes. El precariado es una nueva clase social cuyos perfiles de vulnerabilidad evocan en muchos sentidos la situación de colectivos vulnerables de un pasado que creíamos superado. Una vulnerabilidad que se transmite de padres a hijos. La crisis provocada por la COVID-19 agrava formas de injusticia social que creíamos superadas y plantea otras nuevas. La desigual exposición al contagio y a la muerte sirve de recordatorio de las profundas facturas que todavía atraviesan nuestras sociedades.

El crecimiento de la desigualdad y la exclusión social ha reabierto heridas. El sentimiento de humillación experimentado por colectivos que se sienten privados de opciones vitales, postergados u olvidados está detrás del auge de fenómenos sociales perturbadores que sacuden nuestras sociedades. Desde comportamientos tóxicos asociados a la falta de horizontes vitales (consumo de ansiolíticos, drogas, suicidio, etc.) a resentimiento social, expresado en disturbios, manifestaciones de odio o apoyo electoral a partidos populistas. La investigación académica lleva alertándonos hace tiempo sobre estas derivas inquietantes. Anne Case y Agnus Deaton han llamado la atención sobre las “muertes por desesperación” que han hecho disminuir la esperanza de vida de la población blanca con menos estudios en Estados Unidos. Wilkinson y Pickett ponen el foco sobre la epidemia de ansiedad y el deterioro de la confianza interpersonal en los países desarrollados más desiguales. Paul Collier y Cristopher Giulliu han advertido sobre la desconexión creciente, material y cultural, entre áreas metropolitanas privilegiadas y las clases populares de las periferias semi-urbanas y rurales. Michael Sandel nos emplaza a reflexionar sobre las afrentas a la dignidad clase trabajadora, humillada por un sistema meritocrático que reserva las recompensas a los “ganadores” en la competición por credenciales. En España, son muchos los expertos que nos alertan sobre injusticias que arrastramos y otras que se hacen más acuciantes en los últimos años: precariedad juvenil, pobreza infantil, brecha salarial entre hombre y mujeres, la discriminación que sufren inmigrantes y minorías étnicas, la despoblación, etc.

Los márgenes de mejora son claros. La Fundación Bertelsmann, en su edición de 2019 del Informe de Justicia Social, constataba que España volvía a encontrarse por debajo de la media de los países de OCDE, en la posición 28 (de 41). Los problemas principales de España que detectaba el Informe se referían a tres dimensiones: Prevención de pobreza (posición 27), Acceso al mercado laboral (posición 40) y Justicia intergeneracional (posición 33). Pero también identificaba fortalezas: Inclusión y no discriminación (posición 9) y Salud (6). En el Informe, España destaca, entre otros capítulos, como un país con baja pobreza de la población mayor de 65 años, con alta paridad de género en el Parlamento, un más que aceptable sistema de pensiones, pocas desigualdades en la salud percibida y una alta esperanza de vida.

Distintos estudios demoscópicos muestran bien a las claras que los ciudadanos españoles apuestan por construir un país mejor donde se atiendan las dimensiones descuidadas. Evalúan positivamente las políticas de bienestar, defienden la igualdad de oportunidades y, en contraposición a lo que nos quieren hacer creer algunos, están bien predispuestos a pagar los servicios públicos con sus impuestos. Apoyan mayoritariamente las iniciativas para reforzar la protección de los más vulnerables, luchar contra la pobreza infantil, combatir el desempleo y la precariedad, reforzar las políticas familiares y fomentar la transición a energías limpias, que son algunos de los indicadores en que salimos todavía peor parados en el Índice de Justicia Social de Bertelsmann.

La agenda progresista tiene la obligación de encarar con valentía las asignaturas y retos pendientes. Tras años de recortes y recetas conservadoras con escasa vocación de atender cuestiones de justicia social, y a pesar de la pandemia y el deterioro de la situación económica que ha provocado, gozamos de una oportunidad insólita: unos nuevos presupuestos y un volumen considerable de fondos europeos para reconstruir económica, pero también socialmente, nuestro país. En los próximos meses, nos jugamos no solo dar un salto tecnológico, que impulse la digitalización y pueda transformar definitivamente la economía del carbono en una economía verde. No solo estamos emplazados a recuperar el impuso económico para impedir la destrucción de tejido productivo y recuperar el terreno perdido durante el año de pandemia. Es imperativo dar también un salto en justicia social que nos sitúe en los ránking internacionales a la altura del país que aspiramos a ser y que propicie una recuperación que no deje a nadie atrás.

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