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¿Es incompatible el prestigio con la política?

Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Soraya Sáenz de Santamaría antes de empezar el debate. Foto: Atresmedia

Jesús López-Medel

En estos nuevos tiempos hay abundantes aspectos que reconquistar. En las sucesivas etapas en que se ha ido perdiendo muchos valores, es muy deseable querer recuperar todos… ¡pero son tantos! La dignidad perdida y humillada, la humanidad ausente en el trato por los gobernantes, la confianza quebrada a base de mentiras, la honradez desaparecida hace mucho, el respeto de la autoridad hacia la gente, la responsabilidad por la gestión, etc.

Son abundantes las que yo no calificaría como cualidades excelsas en lo político, sino sencillamente comportamientos de conductas a un nivel básico. Reivindico con frecuencia una mayor conexión que debe existir entre política y humanidad. Pero tristemente, muchas de aquellas cualidades se han ido quedando por el camino y lo triste es que no es desde hace poco sino que la lontananza y lejanía haría difícil responder a la pregunta de cuándo se perdieron. Evoca, aplicándola a la democracia española, esa pregunta de Vargas Llosa en el conocido comienzo de su mejor obra, Conversaciones en la Catedral: ¿En qué momento se jodió el Perú?

Fueron quebrando hace tiempo mientras que muy escasas luces rojas avisaban de ello. Desde luego, no la prensa. Hoy ya ha calado en el pueblo la indignación de lo perdido, mientras una gran parte de la “divina” (aunque sólo sea como autoestima) intelectualidad sigue guardando un gran silencio. Siempre es mejor eso que el riesgo de perder el encargo de un dictamen o un puesto en una comisión asesora o cualquier prebenda. Tengo abundantes amigos y conocidos del mundo académico progresista que siendo en privado muy críticos con la realidad construida, no han escrito una sola línea pública sobre ello. Por si acaso…

Son muchos, decía, los principios a recuperar. Y ahora que se inicia una nueva etapa, hay algo que creo debiera tener singular valor: el prestigio de la política. De nuevo, podríamos preguntarnos cuándo se perdió o si acaso si alguna vez existió. A lo peor no, pero tanto desprestigio como ahora…

Sobre ello, podría haber disquisiciones, desde aquellos que estiman que nunca la tuvo, a aquellos que, acaso, consideran que se perdió en la postrera transición donde a la dignidad inicial de gente de la izquierda y el centro derecha, su honorabilidad desapareció en el desastre de mediados del felipismo.

Ahora están ahí los 350 diputados (los otros parlamentarios, la de “la cámara de los ateos” que no creen que exista un mundo mejor que ser senador, no cuentan pues no existen y nada aportan). Ahora algunos, incluso los que respaldamos un cambio real, esbozamos una mueca a modo de sonrisa. Antes gritaban algunos “¡No nos representan!” Pues sí, aunque no nos gustasen, representaban a un pueblo. El pueblo que había votado hace cuatro años. Ahora que hay sesenta y nueve nuevos diputados de un partido político que ha surgido, parece que ahora sí, el Parlamento representa a la ciudadanía. No, no es así. Uno se puede sentir representado por uno y no por otros pero es cierto e indiscutible que todos ellos representan al pueblo. Y que nadie, ni la izquierda ni los llamados “populares” se arroguen de ello.

En este sentido, la defensa -aunque crítica- que algunos hacíamos de la democracia representativa, es asumida por otros que parecían en otro momento cuestionarla y casi negarla. Yo, particularmente, me siento bastante más representado por quienes encarnan una idea de cambio relevante. Pero también afirmo que todos, incluidos las opciones más lejanas a las mías, representan a la ciudadanía española o a una parte. Nos guste o no, pero es así.

Pronto vendrán los debates y votaciones de investidura para presidente de gobierno. Antes, lo que está aconteciendo es una catarata de pillerías y escaso sentido de Estado por los líderes de los tres partidos más votados. Ya se intuye cómo los movimientos más que sinuosos de unos y los silencios de otros están preparando algo que querrán envolverlo muy bien para justificar a sus votantes que eso era “el cambio”. La propuesta inicial del monarca de que fuese Mariano Rajoy el primer candidato, parece someterlo más que a una investidura a un ajuste público y duro de cuentas y él lo evita con tacticismo y los otros dos, enredan y contribuyen al espectáculo surrealista. Parece todo más propio de un juego de tronos que de un país que necesita políticos responsables.

Pero lo que puede determinar el futuro serán sólo pactos en clave de partido y de protagonismo personal y de carreras políticas orientadas a vivir de esto y de hacer de la política una profesión. No es criticable por sí mismo pero sí cuando el concepto de casta (que ahora parece que los que lo inventaron ya lo borraron o se ha extendido a todos) o clase política en la que prima en exceso los intereses personales y partidistas sobre el interés general.

No sé lo que durará esta legislatura. Ojala sea prolongada pero no agónica. Desde luego, la que concluyó la sensación es que fue larguísima. Solo deseo que se contribuya a recuperar alguno de los valores antes destacados y perdidos durante mucho tiempo. Me gustaría mucho pero tengo tantas o muchas más dudas de que se logre…

Pero, sobre todo, un valor antes solo apuntado y que quiero subrayar especialmente: el prestigio de la política o, al menos, evitar el desprestigio. Pero esto creo que tiene difícil solución. Los que están dentro no permitirían acercarse a la política a gente de prestigio. Igual que estos no se les ocurriría aproximarse al mundo de los partidos porque pronto perderían su cotización y serían devorados. Otros que estuvieron, salieron, antes o después, huyendo.

Falta generosidad y pensar más en el interés general de la sociedad antes que en el partidario y el personal. Por ello, ante una situación no fácil inicialmente, los aparatos de los partidos antes preferirían que fuese presidente alguien del partido, militante (en el sentido militar de milicia) que, en cambio, dar un sentido cívico de otorgar protagonismo a alguien con un prestigio social, ideológico, personal de compromiso y de público reconocimiento. Que aúne voluntades y esfuerzos y que sea un cierto símbolo de lo que varios llamaban “cambio” y cuyo alcance está haciéndose evanescente rápidamente.

Como expresa la Constitución (artículo 6), además de la exigencia de que su estructura interna y funcionamiento deban ser democráticos, “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y subrayo: son instrumento fundamental pero no el único. Que no tienen el monopolio de la actividad política la cual tiene un trasfondo cívico. Que eso no lo olvide nadie, muy especialmente quienes pasaron de ser un movimiento ciudadano a un partido político parecido a los ya existentes.

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