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La libertad, la gestación subrogada y la compra de órganos

Un bebé.

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El dinero no da la felicidad, pero permite comprar cosas lícitas e incluso ilícitas. A lo largo de la historia, las monedas o los billetes han posibilitado también enajenar seres humanos y elementos vinculados a la dignidad de la persona. Pero ahí se ha producido una evolución positiva. La universalización de los derechos humanos ha establecido límites bastante relevantes sobre lo que se puede obtener a cambio de un precio.

Ese es el trasfondo del debate que se ha suscitado ante la noticia de que Ana Obregón ha ido a recoger a una menor a Miami tras un contrato de gestación subrogada, una práctica cada vez más frecuente en España. El principal argumento a favor de esas contrataciones se basa en una concepción peculiar de la libertad: cada persona puede pagar por lo que quiera, en efectivo o por transferencia, ya sea un coche, un teléfono móvil o el alquiler de un útero. Pero la cuestión es más compleja. El libre mercado no puede ampararlo todo cuando concurren límites éticos y jurídicos, así como espacios de protección de menores y de las mujeres afectadas.

Si todo puede ser objeto de comercio, también podrían comprarse libremente niños y niñas a sus progenitores biológicos. Al contrario, en España la venta de menores es delito, por razones comprensibles que llevan a penalizar la trata de seres humanos. En nuestro país resultaría indefendible que madres y padres pudieran vender a sus hijos a alguien que pueda conseguirlos a golpe de talonario. 

Hay límites infranqueables que no son disponibles por los afectados. Nadie puede concertar un régimen laboral de esclavitud para sí mismo, aunque alguien le pague muy bien por ello, porque eso es incompatible con la dignidad de la persona. No es lícito que alguien venda un riñón o cualquier otro órgano corporal, ni siquiera en una transacción de varios millones de euros que solucionarían económicamente su vida y la de su familia. No todo se puede expender en el mercado: los seres humanos y los elementos esenciales que los acompañan como personas no son mercancías que puedan ser adquiridas en un bazar. 

La dignidad humana implica que cada persona debe ser un fin en sí misma. Y los menores y las madres gestantes no pueden ser un instrumento al servicio de los deseos de otras personas. En consecuencia, en España no está permitida la explotación reproductiva, que es considerada por la ley como una forma de violencia contra las mujeres. Además, está castigada penalmente en determinados supuestos de contraprestación económica. 

El Tribunal Supremo ha explicado que los llamados vientres de alquiler son una variante de la compra de niños y niñas, por lo que no pueden ser aceptados jurídicamente. Y que estas prácticas tratan a menores y a madres gestantes como objetos y mercancías, lo cual resulta abiertamente contrario a nuestro orden público. De acuerdo con diversos organismos internacionales, nuestro alto tribunal también ha subrayado que en la gestación por sustitución existe un aprovechamiento de mujeres en situación de vulnerabilidad, las cuales corren el riesgo de padecer secuelas biológicas, psíquicas y emocionales. El Tribunal Supremo especifica que a las madres gestantes se les priva en esos contratos de sus más elementales derechos a la intimidad, a la integridad física y moral y a ser tratadas como personas libres y autónomas.

Sin embargo, aunque en nuestro país están prohibidas estas dinámicas de explotación reproductiva, también existe una laguna legal: no está regulado qué sucede si las contrataciones son pactadas por españoles en el extranjero. Una Instrucción de 2010 y otras resoluciones posteriores han permitido normalizar esas situaciones anómalas. 

Se trata de contradicciones normativas que desencadenan realidades problemáticas. La subrogación por sustitución permite eludir las premisas de la adopción en sus trámites ordinarios, como los requisitos sobre idoneidad. Lo mismo ocurre cuando queda en papel mojado la diferencia de edad preceptiva entre adoptante y adoptando, que el Código Civil fija en un máximo de cuarenta y cinco años. Por otro lado, se están evidenciando desigualdades inquietantes: contratar un vientre de alquiler en España puede acabar en condena penal, mientras que la misma conducta deviene impune cuando se ejecuta en el extranjero y después se materializa el resultado en nuestro país. Las personas más acaudaladas pueden pasearse bajo el paraguas de la impunidad que provoca la situación actual, a pesar de todas las proclamas legales que califican estas prácticas como una “vulneración grave de los derechos reproductivos”. 

El dinero no debería posibilitar comprarlo todo. El libre mercado no puede albergar tenderetes de compraventa de órganos. Los deseos de las personas sobre su maternidad o paternidad son muy respetables, pero no pueden desplegarse con carácter absoluto o ilimitado. La libertad individual acaba allá donde empiezan los derechos de otras personas y la dignidad humana. Sin embargo, una vez más podemos comprobar que quienes disponen del comodín de los medios económicos logran beneficiarse de determinados privilegios. Y después esos privilegios acaban convirtiéndose en derechos. 

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