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Las memorias del emérito, ¿verdura o patatas fritas?

El rey emérito Juan Carlos I, en una imagen de archivo. EFE/ Daniel González
26 de septiembre de 2024 22:29 h

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Los reyes nunca cuentan su historia. En Las mil y una noches sólo lo hacen cuando caen en desgracia. Que un rey rompa con la tradición ya es en sí mismo singular. Juan Carlos I ha decidido publicar sus memorias, además, contraviniendo la recomendación paterna: “Mi padre siempre me aconsejó que no escribiera memorias. Los reyes no se confiesan y menos aún públicamente”, explica en el libro.

Las memorias de Juan Carlos I se publicarán a principios de 2025 en una editorial francesa, con Laurence Debray como escritora fantasma. Él ha decidido contar su historia y eso significa dos cosas. La primera ya la sabíamos: es un rey caído. La segunda es algo más intrincada. 

Al narrar su historia, Juan Carlos desafía algo más que una convención política, literaria e histórica. Los reyes no cuentan su historia porque su vida -y la de su dinastía- se basa en que no son sujetos, sino instituciones. Ni siquiera se puede decir que encarnen una institución en la forma coyuntural en que lo hace, por ejemplo, el presidente del Tribunal Supremo. Son una institución perpetua desde que nacen. De otro modo, no se podrían justificar privilegios hereditarios. 

Juan Carlos I era la monarquía. Por eso resultó una chocante paradoja que el Estado necesitara deshacerse de él para salvar la monarquía. Como envenenar a un rey no es aceptable en estos tiempos, desde entonces tenemos dos instituciones monárquicas: la suya y la de su hijo. El rey Felipe VI ha hecho grandes esfuerzos para ser él quien encarne la institución y estabular a su padre en la categoría de hombre normal. Al publicar sus memorias, Juan Carlos acepta de forma definitiva esa condición. 

El silencio del emérito no se rompe por azar, sino por necesidad. Juan Carlos nunca necesitó narrar su propia historia cuando la prensa española lo hacía por él, publicando sólo lo que le convenía y guardando las historias turbias en el cajón. Roto el tabú, estalló la contradicción. Y cobró forma de foto de caza en un lujoso safari en Botswana pagado por un lobista saudí. Después vino la conocida cadena de historias de corrupción. 

En los últimos diez años, todo el mundo ha podido publicar noticias sobre él. Pero nunca hemos sabido lo que el emérito piensa de sí mismo. Hoy todos narramos nuestra historia, en 160 caracteres, en vídeos de 30 segundos o en libros de autoficción. ¿Tendría sentido mantener a los reyes al margen del narcisismo general? 

Si él habla de sí como una persona más, habrá que juzgar su libro como cualquier otro. Será autojustificativo, como suelen ser las memorias. Rememorará su papel en el golpe de Estado del 23F: un mensaje de un minuto y 26 segundos que justifican un reinado. Después, demasiados años de corrupción que lo tiran por tierra. 

En resumen, habrá que juzgarlo como explicó David Mamet, con su célebre paralelismo entre los libros y la comida rápida: “Si consideramos que la comida es un alimento cuyo propósito es nutrir el cuerpo, no resulta difícil elegir las verduras. Si consideramos la comida como entretenimiento, ¿quién no elegiría las patatas fritas?”. He aquí la primera duda: si su historia servirá para nutrir el devenir político de España, o si será un libro de entretenimiento a mayor gloria de sí mismo. 

Hay otra incógnita que podemos dar por despejada: la relativa a su patrimonio. Su fortuna ha sido cifrada en torno a 1.800 millones de euros por medios como The New York Times y Forbes. Pero los cálculos nunca han podido ser contrastados, en parte por la naturaleza opaca de su origen. Ni siquiera los reyes caídos de Las mil y una noches eran proclives a confesar sus botines de guerra. Claro que aquellos sultanes no aspiraban a ser considerados demócratas. Si Juan Carlos quiere que la historia le absuelva, tendrá que rendir cuentas: es lo que exige hoy la democracia. Me temo que explayarse en un minuto y 26 segundos de su vida no va a ser suficiente.

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