Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

¿Dónde está la Naturaleza en mí? Una pregunta clave ante la crisis ecosocial

En la imagen, un tramo de la Red Insular de Senderos.

Economistas Sin Fronteras

Amparo Merino —

Rememore la última vez que quizá tuvo la oportunidad de pasear por un bosque solitario y perderse entre el sonido de las hojas de los árboles movidas por el viento, de sentir que el tiempo quedaba suspendido mientras contemplaba el horizonte desde la cima de una montaña, o de sumergirse en las aguas frescas y vivificantes de un río cristalino. Desde esas experiencias, ¿qué papel diría que ocupa la Naturaleza en la definición de su yo, de su identidad? Si la idea del yo y de la Naturaleza se representaran como círculos, ¿estarían estos muy separados?, ¿habría una intersección más o menos amplia entre ellos?, ¿se unirían en un solo círculo?

Igual que ocurre con otras identidades como el género, la etnia, el lugar de origen o la ideología política, también la intensidad de nuestra conexión con la Naturaleza interviene en la manera en la que modelamos nuestra identidad, o sea, en cómo nos entendemos y construimos el concepto de nosotros mismos. La idea del “yo ecológico” o “ecoself” fue introducida para conceptualizar esa interconexión por el filósofo Arne Næss, impulsor del movimiento de la ecología profunda. El término hace referencia a la consciencia de un yo mucho más grande que nuestro estrecho ego, que se expande para incluir a todas las otras formas de vida y a la Naturaleza como un todo. Para Næss, la experiencia de esa identidad ampliada disuelve la frontera entre el “yo” y el/lo “otro”. De este modo, se favorece de manera natural e intuitiva un comportamiento responsable, haciendo innecesario el altruismo en el fondo: “si tu yo (en sentido amplio) incluye a otro ser, no necesitas ninguna exhortación moral para mostrar cuidado. Seguramente te preocupas por ti mismo sin sentir ninguna presión moral para hacerlo”[1].

Así, ese yo interconectado tendría potencialmente consecuencias cognitivas (percepción aumentada de similitud de uno mismo con otras formas de vida), emocionales (activación de emociones de empatía, compasión y comunión con otros seres intensificadas por el descentramiento de uno mismo), y motivacionales (inclinación hacia comportamientos que favorecen la armonía en la interdependencia con el contexto). Desde la perspectiva ética, estas consecuencias estarían detrás del desarrollo de una ética de la Tierra, como la que defendía Aldo Leopold: si cualquier ética se basa en una premisa básica de interdependencia con la comunidad de la que el individuo es parte, la ética de la Tierra simplemente amplía las fronteras de esa comunidad para incluir al suelo, al agua, a las plantas, a la atmósfera, a los animales… A la Tierra en su conjunto.

Complementaria a la interpretación de nuestra conexión con la Naturaleza como construcción de nuestra identidad, está la explicación biológica: la hipótesis de la biofilia, término introducido por Erich Fromm como la atracción hacia todo lo que está vivo, fue desarrollada por el sociobiólogo Edward Wilson como la afiliación emocional innata de los seres humanos con otros organismos vivos y con la Naturaleza en su conjunto. Wilson argumenta que esa conexión está enraizada en nuestra biología, y una prueba de ello sería ese deseo tan comúnmente compartido de admirar y disfrutar de espacios naturales. Si en nuestra evolución como especie nos hemos construido en la Naturaleza y en nuestras interacciones con ella –con un cerebro formado para extraer, procesar y evaluar información del entorno natural–, nosotros deberíamos considerarnos Naturaleza misma, junto con el resto de formas de vida.

Sin embargo, los desarrollos tecnológicos acaecidos fundamentalmente desde la Revolución Industrial han modificado profundamente la relación de la mayoría de la población del planeta con su entorno natural, creando una brecha creciente entre la idea de ser humano y de Naturaleza. Nuestra consciencia desconectada se ha visto reforzada por unas estructuras dominantes de producción y consumo definidas en torno a una lógica de crecimiento material infinito y acumulación desigual de riqueza. Estructuras que precisan seres humanos redefinidos como homo œconomicus, es decir, motivados por perseguir exclusivamente el interés propio y la maximización de la utilidad individual, a la vez que ciegos a las consecuencias colectivas de la lógica individualista y cortoplacista.

Las correspondientes crisis ecosociales que se derivan de ello requerirían, por tanto, una transformación de nuestra consciencia alienada hacia una forma de consciencia expandida, conectada profundamente con nosotros mismos, con los demás (contemporáneos y futuros, humanos y no humanos), y con la Naturaleza como un todo. Tal transformación va mucho más allá (sin excluirlos), de la búsqueda de soluciones a través de ciertos tipos de comportamientos, reglas de gobernanza, esquemas de medición, soluciones técnicas o formas organizativas: supone una profunda revisión de la propia noción del yo.

En consecuencia, fundamentalmente en el campo de la psicología ambiental, se han llevado a cabo numerosas investigaciones que muestran la relación positiva entre la intensidad de nuestra identificación con la Naturaleza y el desarrollo de comportamientos proambientales y prosociales. Un aspecto esencial de estos estudios es la consideración de esa interconexión con la Naturaleza como un rasgo que varía entre individuos y que puede potenciarse y modelarse. Por esta razón, el tema también ha despertado un creciente interés en el ámbito de la educación. En particular, desde la preocupación de ir más allá del foco en la adquisición de conocimientos potencialmente útiles para hacer frente a las crisis ecosociales, se busca entender el papel de la educación en el desarrollo de los vínculos emocionales con la Naturaleza, incluido el sentimiento de unidad frente al de división.

Una de las vías que ha probado ser eficaz para potenciar esa sensación de interconexión es el contacto con entornos naturales, tanto directo como indirecto (por ejemplo, a través de documentales o fotografías). El escritor y periodista Richard Louv publicó un influyente trabajo con el elocuente título de “El último niño en los en los bosques: salvando a nuestros niños del trastorno por déficit de Naturaleza”. En él sugiere, como parte fundamental de la educación ambiental, la experiencia directa del bosque como una forma eficaz de (re)conectar a lxs niñxs con una Naturaleza de la que se han distanciado gravemente.

La particular afinidad infantil con los entornos naturales se ha visto contaminada por los actuales estilos de vida urbanos y tecnificados, que disminuyen nuestras posibilidades para mantener un contacto adecuado con el mundo natural. Esta situación, no sólo disminuye los beneficios para la salud física y emocional que ese contacto provee, sino que también favorece comportamientos potencialmente dañinos para el entorno natural y, más allá, supone entrar en un círculo de desafección y desidentificación.

Tal situación es frecuentemente evocada en las investigaciones que buscan examinar los beneficios de desarrollar la conexión con la Naturaleza a través de la exposición a la misma, específicamente en entornos educativos. Sin embargo, cabe alertar aquí del riesgo de confundir los síntomas de nuestro alejamiento emocional de los espacios naturales (por ejemplo, la hiperurbanización) con las raíces del problema. Indagar en las raíces requiere incluir análisis culturales, históricos, políticos o económicos, para buscar causas explicativas más profundas y estructurales.

Por tanto, más que definir el problema como una caída moderna del ser humano desde una naturaleza prístina y salvaje a un entorno artificializado, convendría entenderlo como una larga y progresiva historia de distanciamiento psicológico de nosotros mismos como Naturaleza, propiciado por un determinado contexto cultural, económico y político. Un contexto que pone la responsabilidad de los problemas ambientales y las acciones correspondientes sobre los hombros de los individuos, por encima de las causas estructurales, como la que supone un sistema económico incapaz de ver los ineludibles límites planetarios o las desigualdades que genera.

En consecuencia, aunque se ha demostrado que la exposición a entornos naturales poco intervenidos por el ser humano y el contacto directo con ellos nutre nuestro sentimiento de ser nosotros mismos Naturaleza, es preciso que los enfoques educativos centrados en aumentar esta exposición no contribuyan a restar protagonismo a otras pedagogías profundamente necesarias: aquellas que miran a las raíces últimas de la desconexión.

En este sentido, los enfoques pedagógicos críticos y reflexivos parten de que la educación no es ideológicamente neutra, por estar inevitablemente situada en un determinado contexto cultural. Defienden que, independientemente de la etapa educativa, profesores y alumnos deberíamos involucrarnos en una educación liberadora que integre teoría, reflexión y acción para identificar las injusticias y trabajar hacia los correspondientes cambios sociales. Paulo Freire, uno de los pedagogos fundadores de este movimiento, destacaba que en los momentos de transición entre dos épocas aumentan las contradicciones entre las maneras de ser, de entender, de valorar y de comportarse propias del ayer y aquellas que anuncian el futuro. De ahí la especial necesidad de cultivar un espíritu crítico y flexible.

En fin, cuando se trata del desarrollo de la conexión con la Naturaleza como clave para afrontar la crisis ecosocial, reivindicamos la importancia de enfatizar estas pedagogías. Poseen la virtud de hacernos presente la realidad única e indisoluble del “yo” y la “circunstancia”. Eso sí, prestando una especial atención a la segunda parte del célebre aforismo orteguiano: yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.

[1] Traducido del original en inglés: Naess, A. (1988). Self-realization: an ecological approach. En: G. Sessions (Ed.), Deep Ecology for the Twenty-First Century, Boston and London (Shambhala) 1995, pp. 225-239.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del la autora y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.

Etiquetas
stats