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De necesidad, virtud

Pablo Iglesias e Íñigo Errejón el 13 de enero de 2016 durante la sesión constitutiva del Congreso de los Diputados de la XI Legislatura

Javier Pérez Royo

La deriva presidencialista de las democracias parlamentarias se ha producido de una manera generalizada, a medida que la imposición real y efectiva del sufragio universal en el constitucionalismo posterior a la Segunda Guerra Mundial empezó a surtir efectos. Tras la revisión del parlamentarismo de la IV República Francesa con la Constitución gaullista de 1958, esa tendencia se impondría de manera inequívoca. En España, que se constituyó democráticamente en 1978, esa tendencia estaría presente desde que la democracia empezó a operar. Bajo la Constitución de 1978 la democracia española ha sido fuertemente presidencialista. La primacía no del Gobierno, sino del Presidente del Gobierno, ha operado como una suerte de ley de la gravedad en el sistema político español.

Dicha deriva se ha extendido a todos los niveles de nuestra fórmula de gobierno: estatal, autonómico y municipal. Y de manera progresivamente acentuada. La elección por los diferentes partidos (con la única excepción del PNV) de su secretario general o presidente como candidato a la presidencia del Gobierno estatal, autonómico o municipal, se ha convertido en un momento decisivo de la competición electoral para alcanzar el poder y para la gestión del mismo a lo largo de los cuatro años que dura la legislatura. Cuando no ocurrió así en el PSOE, tras ganar las primarias José Borrell a Joaquín Almunia, las consecuencias fueron catastróficas.

En torno a la figura del candidato a presidente gira toda la operación para conseguir el gobierno. Así ha sido desde la entrada en vigor de la Constitución y no parece que vaya a ser diferente en el futuro sobre el que se pueden hacer previsiones.

Como consecuencia de ello, la designación de un candidato a presidente no puede hacerse con reservas mentales. O se le designa o no se le designa. Pero no se puede designarlo y a continuación no permitirle que tenga “libertad de configuración” para poder decidir con qué programa va a acudir a la cita electoral y con qué equipo piensa desarrollar esa programa, si los ciudadanos le otorgan la confianza mayoritariamente. Es obvio que en el programa y en la lista de candidatos con los que concurre tiene que hacerse visible el sello del partido que lo ha designado. Pero su impronta personal tiene que ser reconocible. Y reconocible de una manera inequívoca y destacada. No hay otra manera de competir.

Si no se designa a un candidato con esa convicción, mejor no hacerlo. Porque si hay reservas, al final no hay forma de ocultarlas. Y además, suelen salir a la luz en el momento más inoportuno. Esto debería formar parte del ABC de la competición electoral en la democracia parlamentaria en general y en la española en particular. Desconocerlo conduce inevitablemente al desconcierto.

Esto es lo que parece que ha ocurrido en Podemos. Si Pablo Iglesias tenía reservas insalvables sobre Íñigo Errejón desde Vistalegre 2, según cuenta Jesús Maraña, debería haberse opuesto a que fuera candidato a la presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid. En esta operación no puede permitirse la más mínima ambigüedad. Otra cosa es que Íñigo Errejón se hubiera impuesto en unas primarias contra las reservas expresas manifestadas por Pablo Iglesias. Ese sería un conflicto difícil, pero no imposible de manejar. Pero un conflicto larvado es inmanejable.

En mi opinión, ahora hay que hacer de necesidad virtud. Y aprender de los errores. Las cartas tienen que ponerse sobre la mesa sin ambigüedades en el momento de designación de los candidatos a presidente de gobierno estatal, autonómico o municipal, y el partido tiene que decidir sabiendo que no hay marcha atrás. Si no se ha hecho esta vez, hay que procurar hacerlo de ahora en adelante. Porque la ley de la gravedad no se puede desconocer. Ahora ya no queda, en mi opinión, más remedio que responder a la expectativa generada y hacer frente al riesgo de regresión autoritaria que amenaza en el horizonte.

Tampoco hay que dramatizar. El mundo no se va a acabar en el mes de mayo.

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