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Aunque no encontremos nada

Arqueólogos de la ARMH en una fosa en septiembre de 2020

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Mientras en Madrid todos los ojos están puestos en el PP, ando por León en vísperas del inicio de la excavación en la fosa en la que fue sepultado mi bisabuelo, asesinado en 1936 en Villadangos del Páramo. Según la documentación existente, entre septiembre y noviembre de 1936 fueron fusiladas en ese lugar al menos 85 personas, muchas procedentes del campo de concentración de San Marcos. Entre ellas, concejales socialistas de Valencia de don Juan, varios sindicalistas de la UGT, un cartero, un pescador, dos maestros, un herrador, carpinteros, un industrial, jornaleros, etc. Todos eran de pueblos de la zona en los que no hubo frente de guerra, en los que el golpe de Estado triunfó de forma casi inmediata y dio paso a una persecución ideológica. “Los sacaron casa por casa y los mataron como a conejos”, me dijo hace años un anciano que vivió todo aquello.

Pienso en lo difícil que ha sido intentar esta búsqueda, en cuánto la deseaban mi abuelo y sus hermanos, en lo reparador que habría sido para ellos que este intento hubiera ocurrido ante sus ojos, aunque los restos de su padre no se encuentren. Habrían recibido el mensaje de que a un Estado democrático le importan las personas que fueron asesinadas por no haber apoyado un golpe militar. La escasez de ese mensaje imprime un carácter muy particular a este país y lo explica. Pero aquí estamos, impulsando una prospección a pulso a través de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, con obstáculos que la han ido retrasando, incluida una votación en contra convocada por la Junta vecinal el pasado verano y bendecida por el Ayuntamiento del PP. Mientras tanto, el borrador de la Ley de Memoria Democrática sigue esperando mejoras y aprobación en algún cajón.

El asesinato de mi bisabuelo trastocó la historia familiar y la condicionó en el plano económico, sociológico y emocional. Mi bisabuela quedó viuda con siete hijos, el mayor de diecisiete años y el menor de solo once meses. Tres de ellos tuvieron que abandonar la escuela para trabajar y llevar dinero a casa. Ella no pudo pedir justicia, protestar contra el asesinato y la desaparición, demandar a los verdugos o llorar en público a su marido. Ni siquiera tuvo la posibilidad de reivindicar su cadáver. Como ella, tantas otras, en tantos lugares. 

Dice Naciones Unidas que una desaparición forzada “afecta a los valores más profundos de toda sociedad respetuosa de la primacía del derecho, de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, y que su práctica sistemática representa un crimen de lesa humanidad”. Explican organismos y asociaciones de derechos humanos que una desaparición es uno de los crímenes más terribles, pues sigue ocurriendo en presente. Es un delito continuado que no deja descansar. Son los familiares quienes tienen que decidir cuándo matar a la víctima definitivamente, cuándo dejar de buscarla, cuándo resignarse a no encontrarla. Desde el inicio de la civilización el ser humano supo –y la voz de Antígona así nos lo subrayó– que es una ley natural poder enterrar a nuestros muertos.

En los últimos años varias familias de los desaparecidos en Villadangos nos hemos conocido, unido fuerzas y atado cabos al compartir información. Cada vez que aparece una familia nueva estremece comprobar cómo las historias coinciden, cómo las experiencias se asemejan. Hemos llegado a imaginarnos a nuestro abuelos y abuela compartiendo entre ellos sus últimas palabras, ayudándose, dándose ánimos. Casi todas encontramos en algún momento del pasado reticencias en Villadangos cuando acudíamos a preguntar por la ubicación exacta de la fosa dentro del cementerio. Hubo quien nos pidió que dejáramos “de incordiar”, quien negó que allí hubiera habido fusilamientos y quien nos mareó con mensajes contradictorios sobre el destino de los restos de los desaparecidos durante las obras de ampliación de la zona. Ha habido experiencias dolorosas, pero también hemos recibido kilos de empatía, complicidad y comprensión por parte de muchas personas de ese pueblo.

Al fondo del cementerio de Villadangos hay un montículo, señalizado. Según varios vecinos allí fueron enterrados hace pocos años los restos de un aristócrata del siglo XVI, hallados durante las reformas de la iglesia. Me pregunto qué lleva a alguien a trasladar, enterrar y señalizar los huesos de un marqués de hace cuatro siglos y a la vez descuidar y abandonar los restos de decenas de personas asesinadas hace pocas décadas, a pesar de saber que sus hijos e hijas –y nietos y nietas después– han seguido buscándolos.

Hace un par de semanas varias familias de las personas allí fusiladas y desaparecidas nos reunimos de nuevo a través de una videoconferencia. A lo largo de la conversación compartimos las ganas de rendir homenaje a los nuestros y resaltamos la importancia de nombrarlos, de poner nombre a lo que durante tanto tiempo fue silenciado por imposición. Concluimos que el lema que mejor define y atraviesa esta búsqueda es “aunque no encontremos nada”. Aunque no encontremos nada tenemos que intentarlo. Y en este viaje tan hermoso, en la búsqueda, en este encuentro tan reparador, ya hay toda una reivindicación de su dignidad. Este jueves se inicia la prospección en Villadangos. Y allí estaremos, porque la memoria nos cuenta quiénes somos. Porque la memoria conduce a una gran conversación. Aunque no encontremos nada.

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