No merece título
“Sé que nací para ser un don nadie, y no me pienso ir sin demostrarles que no pude” (Piezas, ‘Huir o Morir’. Melancholia, 2015)
En la mesilla de noche tengo un ejemplar de ‘Ponche de ácido lisérgico’, unos partes de horas de una empresa de trabajo temporal, una lámpara que está siempre encendida y un blister de ibuprofeno. He meditado la posibilidad de añadir, estos días, un lápiz para hacer anotaciones mientras leo los párrafos crípticos e infinitos de Tom Wolfe. Su libro en mi mesilla es un anhelo diluido en un vaso de agua vacío. Podría colocar otros, tengo varias decenas de ellos para leer, todos esperando que termine de escrutar a ese neoyorquino de adopción que podía permitirse rumiar durante meses tras unos hippies en California y pagar al mismo tiempo sus facturas de Manhattan. Wolfe es mi desconexión con la realidad. He empezado a leer a Annie Ernaux y a Susana Fortes también, pero en otro rincón de la casa. El resto de lecturas son quehaceres, encargos y reseñas que hacen que leer ya no sea lo mismo que era. Vivir de las letras tendría que ser otra cosa, aunque así está bien. Cruz Cafuné dijo que, a veces, Dios te castiga dándote lo que deseas. Aquella frase se me quedó grabada a fuego en el costado cuando el otro día mi madre me decía: “Hijo, me duele el alma cuando escribes”. Perdonad si soy frívolo a veces. Es para darle un respiro de vez en cuando.
Fui al cine la otra tarde y me senté por error en la butaca de una pareja anciana y bien vestida. Con la vergüenza que me dan a mi esas cosas. Fui a ver 'Taxi Teherán'; me la recomendó mi padre hace unos meses y es una obra de arte. Jafar Panahi tiene una historia muy interesante. No había casi nadie, así que sin mayor problema me senté unas cuantas más a la izquierda, y ya me daba igual equivocarme de butaca. La señora me explicó que siempre se sentaban en esas dos, y que venían mucho a ver qué echan. Poco después de sentarse, ella cogió el móvil para consultar con él una factura del movistar. Me daban envidia y ternura a la vez, como cuando alguien lleva un gato en brazos.
Por primera vez es el tiempo y no la altura lo que me produce vértigo. Han pasado años desde que empecé a pensar en el paso de los años. Ahora me siento como si siempre hubiera sido adulto; es raro, son cosas de la edad. Ahora me siento distinto porque me he dejado llevar por el ritmo del segundero del reloj y casi que voy por la vida en automático, y soy más cínico y menos hedonista excepto los viernes por la noche. De niño quieres ser rico porque quieres comprar cosas como un microscopio atómico o un camión de bomberos para el verano y de mayor te conformas con un trabajo que no te haga sufrir. Leí el otro día un reportaje de Héctor García Barnés en el que explicaba que mi generación tiene como principio fundamental alejar el trabajo del centro de nuestras vidas. El problema es que no sabemos cómo hacerlo, no tenemos ni la más remota idea, porque ha pasado de ser un medio de vida a una condición sine qua non para existir, porque en muchos casos trabajo no significa sustento.
Una parte de nosotros necesita sentirse realizada porque el trabajo ha dejado de otorgar identidad. Lo sé porque mi trabajo sí me la aporta, pero veo en la mayoría de mis amigos la indiferencia que les genera el suyo y el sufrimiento que puede llegar a suponerles y entiendo que la vida es así, pero que nos engañaron. Nos prometieron otra cosa; a mi instituto vino la Universidad Politécnica de Cartagena cuando estábamos en segundo de bachillerato para publicitar algunos de sus grados, asegurando un porcentaje de empleo al terminar los estudios de no sé cuántos mil por ciento y eso era lo más importante de todo. Que seas útil. Que tu trabajo produzca muchísimo dinero. Ahora hay cientos de ingenieros desquiciados pasando días delante de tablas de excel y de planos ridículamente enrevesados y cobrando 1.300 euros al mes preguntándose para qué se han complicado tanto la vida. Sociólogos y geógrafos metidos a soldados rasos en el ejército, maestras opositando a la Guardia Civil, arquitectas dando clase de matemáticas. Físicos –conozco a uno– trabajando en un banco. Estudia, que algo queda.
Lo bueno de bajar el listón escalonadamente a lo largo de tu vida es que te acabas acostumbrando a que la expectativa te aplaste y te sorprenda, casi siempre para mal. De querer ganar un Pulitzer te conformas con que no te increpe un notas en los comentarios de un artículo, y de querer vivir en la España de las piscinas de Jorge Dioni te acabas conformando con que tu casa tenga ventanas de climalit y que no escuches la tele del vecino desde tu cuarto. O recurres al autoengaño, y te dices a ti mismo que qué pateo sería cuando piensas en la vuelta al mundo que probablemente no puedas dar, o en lo complicado que sería aparcar el coche de tus sueños en tu barrio, o la clásica de y dónde meto yo una autocaravana de dos pisos, a ver. De imaginar unos labios llegas a pensar que sus besos queman. Y así con todo.
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