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No quiero ultras en mi gobierno, les regalo el Parlamento

Alberto Núñez Feijóo, y la presidenta del PP de Extremadura, María Guardiola, en una imagen de archivo
23 de junio de 2023 22:37 h

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Se nos dice en el artículo 1 de la Constitución que España es una Monarquía parlamentaria. Se nos dice que el Parlamento es el pilar central de la democracia, porque representa como ningún otro poder la voluntad popular. Por lo visto, se trata de una institución fundamental en la arquitectura del Estado que merece el máximo respeto de los ciudadanos, ¿no? Pues no. Lo que estamos viendo en el tejemaneje de los pactos entre el PP y Vox revela que al primer partido de la oposición y a su formación amiga de la extrema derecha se las trae al pairo el significado simbólico que tiene la institución parlamentaria en la democracia española.

La dirección nacional del PP está metida en un berenjenal formidable por los pactos con Vox. Por una parte, sabe que se necesitan sus votos para la investidura en varios gobiernos autonómicos y, posiblemente, en la del próximo presidente del Gobierno central. Por otra, pretende transmitir la imagen de que le incomodan esos apoyos, sin duda envenenados. Una de las fórmulas que han encontrado los populares para intentar resolver el embrollo consiste en ofrecer al partido de Abascal la presidencia de parlamentos y otras prebendas en los poderes legislativos autonómicos y nacional a cambio de que renuncie a entrar en los gobiernos o, por lo menos, de que contenga la voracidad en el reparto de carteras. Según un singular ucase que se sacó de la manga Núñez Feijóo al explicar por qué la extrema derecha podía formar parte del gobierno de la Comunitat Valenciana y no del de Extremadura, los ultras sólo tendrían derecho de entrar en los gobiernos allí donde hubieran obtenido un porcentaje de votos parecido al que lograron en la Comunitat Valenciana. Para los casos en que no cumpliera ese requisito vaporoso, deberán conformarse solo con cargos parlamentarios, a modo de aquellos premios de consolación que se nos daban en la infancia para evitar un desarrollo traumático de la personalidad.

Está por ver cuál será el recorrido de la nueva regulación pactista de Feijóo, y en ese sentido es clave el caso de Extremadura, donde la líder del PP, María Guardiola, ha ofrecido a Vox no solo la presidencia de la Asamblea, sino también la secretaría general para “poder tener el control de la Mesa” de la institución, tal como ha revelado sin el menor empacho la propia Guardiola. El ‘pack’ incluye además la cesión por el PP de su escaño en el Senado a la extrema derecha. Los de Abascal, muy dignos, han replicado que de ninguna manera. Que ellos exigen entrar en el gobierno, no solo porque sus escaños son imprescindibles para la investidura de Guardiola, sino porque el PP ni siquiera fue el partido más votado en las elecciones del 28M. Ni hablar, replicó desafiante la líder conservadora. Y, emulando a José Mota, advirtió categórica: si hay que ir a nuevas elecciones, se va.

Algunos analistas progresistas han erigido a Guardiola en una Juana de Arco moderna que ha tenido la valentía de plantarse ante los bárbaros de la extrema derecha. Como una luz en la oscuridad que puede hacer reflexionar al PP sobre la equivocación que está cometiendo con sus devaneos con Vox. Por el contrario, desde medios de la derecha no bajan a la extremeña de “alcornoque” y la han acusado de poner en riesgo la cruzada nacional de la derogación del sanchismo.

Yo ignoro cuál ha sido la motivación última de Guardiola. Lo que sí sé es que las consecuencias de su reacción pueden resultar beneficiosas para ella y quién sabe si también para Feijóo. Si hay repetición de elecciones en Extremadura y el PP las gana por mayoría absoluta como algunos pronostican, el mensaje a Vox sería evidente tanto en relación con los pactos autonómicos como ante la eventualidad de un pacto a nivel nacional: Abascal debería cuidarse de tener mucha hambre con tan pocos dientes. Algo parecido a lo que dijo Bismarck sobre el rey Humberto de Italia durante el reparto de África. Y se habrá conseguido transmitir la idea, a quien quiera comprarla por lo menos hasta las elecciones generales del 23J, de que el PP está dispuesto a pactar con Vox única y exclusivamente por el objetivo supremo de sacar a Sánchez de la Moncloa por el bien de España, es decir, como un sacrificio más que por mero deseo de poder o afinidad ideológica.

El éxito o fracaso de esta estrategia –hay un sector beligerante de la derecha que no la comparte por errática- se medirá muy pronto en las elecciones. De momento, ya hay un perdedor: la institución parlamentaria, que ha quedado convertida en una especie de moneda devaluada en las transacciones políticas. Hemos visto cómo la líder del PP extremeño se ufana de no gobernar “con quienes niegan la violencia machista y deshumanizan a los inmigrantes” y presenta como una proeza democrática haberles ofrecido la máxima responsabilidad de la Asamblea a cambio de que se mantengan fuera del Ejecutivo.

Podrá alegarse que los cargos legislativos no dan a la extrema derecha tanto margen de acción para ejercer una influencia en la vida de los ciudadanos como el que tendrían si ocuparan alguna de las carteras del ejecutivo. Menos aun si no ostentan una mayoría en el Parlamento. Falso. Ya hemos visto en el Congreso de los Diputados la capacidad de Vox para envilecer el debate político, y sin tener el control orgánico de la Cámara. La obtención de ese control les permitirá orientar a su antojo los procesos legislativos y pondrá a su disposición una plataforma de lujo para difundir y normalizar políticamente su discurso de odio e intolerancia.

Por lo demás, en democracia son importantes los símbolos, y lo que se está transmitiendo en este cambalache negociador del PP con Vox, con el único fin de llegar al poder allí donde sea posible, es que la casa del pueblo ha quedado convertida en algo parecido a lo que describió Vargas Llosa en su novela de elocuente título La casa verde.

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