Cuando el nuevo orden es orden negro
Hay una Europa negra, no en forma de horizonte, menos mal (aunque tampoco importaría, pues el horizonte nunca se alcanza). Pero la oscuridad empieza a cubrirnos, a techar el continente, a formar como una bóveda de hiedra venenosa. Sus ramificaciones, con la coartada de haber sido votadas legítimamente, perforan las instituciones, penetran en las leyes y emprenden la destrucción de la vida democrática. Ese es el único y verdadero gran reemplazo. Sustituir, minuciosamente, calculadamente, la idea de libertad por la palabra yo; proscribir la igualdad para poner en su lugar la homogeneización; desacreditar la fraternidad, llamándola buenismo, para imponer el poder de las familias, de los clanes. Y, sin embargo, no es la primera vez que esto sucede en Europa.
Porque también hay una Europa negra subterránea sobre la que se sustenta la anterior. Siempre la hemos llevado con nosotros. Hay una ultraderecha negra que ha estado socavando el continente desde que se vio vencida en la Segunda Guerra Mundial. Les ha costado casi ochenta años hacerse oír de nuevo, volver a parecer respetables ante un número suficiente de electores. Y aun así, bajo esa pretensión de respetabilidad, algunos todavía consideran que hubo una SS inocente, otros celebran la memoria de Mussolini, y en España, los más cerriles, año tras año, ofrendan misas a Franco. Han formado partidos muy diferentes entre sí, variopintos incluso dentro de cada país; pero todos esos partidos y organizaciones comparten la misma característica: no quieren que les llamen extrema derecha. Ya. Se les distingue a la legua. Los ultras no cambian, son siempre los mismos.
Hoy es un mito de los fumetti, del cómic europeo. En España, la revista El Víbora publicó sus historietas. Martí, el creador de la serie Taxista, nuestra leyenda del tebeo underground, le adoraba. Ahora se reeditan, en Fulgencio Pimentel, sus series completas en volúmenes, cuidadosamente, como se merece, como autor de culto (los títulos de los volúmenes corresponden a los nombres de sus protagonistas, y son Zanardi, 2015; Corre, Zanardi, 2018; y Pompeo, 2020). El dibujante Andrea Pazienza vivió en Bolonia durante los años de plomo italianos y desarrolló su trabajo artístico en lo que se ha llamado cómic de vanguardia, o underground, o radical, o alternativo.
De hecho, una de las cabeceras donde Pazienza publicaba se llamaba Alter Alter, porque se trataba de la edición alternativa de Linus (una revista especializada en tiras clásicas, entre ellas, la que aquí conocemos popularmente como Snoopy, y de donde toma su título Linus. La dirigía el periodista Oreste del Buono, un militante histórico del PCI. Asimismo, la revista satírica francesa Charlie Mensuel, luego Charlie Hebdo, adoptó el formato de Linus, aprovechando que compartían imprenta, y le tomó a Charlie Brown el nombre de pila para ponerlo en su cabecera. En aquella Europa, hasta Snoopy estaba politizado).
Pero Andrea Pazienza no retrataba la política de su tiempo, sino que mostraba cómo era la gente que lo habitaba. O más bien, cierta gente. Es cierto que Pazienza colaboró ocasionalmente con L'Avventurista, el suplemento satírico del diario de extrema izquierda Lotta continua, y que más tarde le dedicó una serie al nuevo presidente de la República, el socialista Sandro Pertini. Lo trataba con admiración y esperanza. Lo consideraba el último de una raza. A Pertini le llamaban entonces el viejo político, como en España se llamaba a Tierno Galván el viejo profesor. En cierto modo, ambos representaron un tipo de cultura, de civilización, ambos eran pulcramente pedagógicos, quiero decir, que tenían las gafas y la piel llenas de política, de libros y de vivencias. Procedían de la tradición más genuinamente europea, que es el humanismo. Ahora, todo es de otra manera.
La gente de Pazienza, en la serie de Zanardi, sus tres protagonistas, Zanardi, Colasanti y Petrilli, son tres gamberros desaprensivos, tres jóvenes hermosos, de buenas familias, y abiertamente malvados. Representan todo lo contrario del humanismo. Rebosan una violencia estremecedora. En esos mismos años, Pasolini (que, poco después, va a ser violentamente asesinado, una noche, en un descampado), escribe en el Corriere della Sera que Italia se encuentra en proceso de destrucción, que se han perdido los valores de una cultura entera, y que estos valores han sido reemplazados, no por nuevos valores, sino por el consumismo puro y duro. Pier Paolo Pasolini vive aterrado por todo lo que está presenciando. La heroína acaba de desembarcar en Italia, y se ha convertido en otro objeto de consumo entre la juventud. El irrepetible intelectual italiano cree que la droga está llenando el vacío que deja la desaparición de una cultura ancestral, milenaria, europea.
En una aventura, Zanardi y sus amigos le pegan fuego a un colegio de monjas y magrean a las alumnas, y cada dos por tres han matado a alguien, y en otra historieta, chantajean a la madre de una amiga para obligarla a follar con ellos; y en otra, engañan a una hermana y a un hermano para que acaben cayendo en un incesto sodomita (el objeto de la sodomía es preservar la virginidad de la chica). Al dibujante Andrea Pazienza, el ensayista Oscar Glioti le va a llamar “el Rimbaud del fumetto”, en su brillante libro Fumetti di evasione. Vita artistica di Andrea Pazienza (Fandango Libri, 2018).
Andrea Pazienza murió en 1988, a los 32 años, al parecer, víctima de una sobredosis de heroína, pero no se sabe ciertamente, pues su familia prefirió siempre mantener el silencio al respecto. Sí es conocido que, tras varios años de adicción, que exterioriza en su obra Los últimos días de Pompeo, se sometió a un periodo de desintoxicación. La generación de Pazienza crece con el mito de la Resistencia y acaba en la heroína. Esto lo explica Glioti en su libro. Son jóvenes que han llevado la resistencia al límite de sus biografías. Sus padres construyeron un país, y ellos se destruyeron a sí mismos. En medio de su desesperación, Pazienza es un artista reconocido. Por ejemplo, Fellini le encargará el cartel de su película La ciudad de las mujeres.
Durante su adolescencia, en Pescara, Pazienza fue compañero de bachillerato de otra futura gran figura del tebeo italiano, Tanino Liberatore, el creador del personaje RanXerox. También había participado en la gestación de este héroe cyberpunk el guionista Stefano Tamburini, otro de los grandes nombres del cómic europeo. Tamburini moriría de sobredosis de heroína en abril de 1986, un mes después de que la comisión para ediciones le retirara a su revista Frigidaire el membrete de “revista cultural” aduciendo que atentaba “contra los valores de la cultura occidental”. En Frigidaire publicaba la vanguardia del tebeo italiano: Tamburini, Pazienza, Liberatore, Mattioli... En aquel mes de marzo, de 1986, en que dejaron de reconocerle su condición cultural, la revista llevaba en portada el logo de la campaña “Berlusconi? No, grazie”. Está claro quién se encargaría luego de destruir la cultura.
Al igual que en Sade, en las aventuras de Zanardi hay una exaltación de la “divina infamia”. También aquí, la devastación más horrible es despreciable objeto de goce. La abyección y la aberración no conocen tabúes en estas correrías. En una aventura de 1984, titulada La primera de las tres, los tres amigos han abandonado Bolonia (la ciudad emblemática del PCI), para irse de expedición nocturna a la Toscana. Esta vez, Zanardi, Colasanti y Petrilli coinciden con un personaje enigmático y tomado de la vida real, el llamado Monstruo de Florencia. Nunca se ha descubierto quién fue este asesino en serie que, entre 1968 y 1985, mató a puñaladas y a tiros, y luego descuartizó, a ocho parejas de amantes (en total, a dieciséis personas). Una cita de Moby Dick da paso a esta historieta para recordarnos que, lo mismo que Ahab, Zanardi persigue obsesiva y rencorosamente el mal.
El mal campaba a sus anchas desde hacía años. Se había vuelto un objeto de consumo de masas. Durante el último mes de su vida, desde finales de septiembre hasta el 2 de noviembre de 1975, Pasolini escribió angustiosa y persistentemente (seis artículos en cuatro semanas) sobre otro terrible suceso, la llamada masacre del Circeo, cometida entre los días 29 y 30 de septiembre. Otra exhibición social de abyección. Dos chicas de barrio, Rosaria López (camarera, de 19 años,) y Donatella Colasanti (estudiante, de 17 años), fueron secuestradas, violadas, torturadas, y la primera, asesinada, y la segunda, dada por muerta, víctimas de tres jóvenes bien parecidos, Gianni Guido, Angelo Izzo y Andrea Ghira, pertenecientes a familias de la alta sociedad romana, que residían en el famoso barrio acomodado de Parioli. Las muchachas fueron encontradas con las manos y los pies atados en el maletero de un Fiat 127, que los asesinos habían dejado aparcado mientras comían una pizza. Iban a tirarlas a un vertedero suburbano, y habían parado para saciar su hambre. Fueron los gritos de socorro de Donatella lo que atrajo la atención de los viandantes.
Los oscuros flecos de esta historia los sigue hasta el día de hoy el antiguo profesor de literatura de la universidad de Bolonia, José Martínez Rubio, en su ensayo, pero también un libro introspectivo, íntimo, personal..., titulado Mujeres blancas (Ediciones Contrabando, 2019). En sus páginas, el autor explica, además, la crisis personal que le lleva a dejar Bolonia para volver a su Valencia natal, y muestra una Universidad de Bolonia totalmente distinta al tópico que se tiene de ella: “Los alumnos, que en otro tiempo, según decían, llenaban la vida universitaria de eslóganes y luchas universales, se mostraban silenciosos, trabajadores y pragmáticos”.
En un artículo publicado el 8 de octubre de 1975, en el Corriere della Sera, Pasolini reflexiona sobre la maldad intrínseca de unos personajes de clase baja, que había plasmado en su película Accattone (aunque se estrenó en los cines en 1961, la película jamás fue emitida por la televisión italiana hasta aquellos días de 1975). Esa abyección reflejada en Accattone la relacionaba Pasolini con la maldad de los tres criminales del Circeo, pertenecientes a las clases privilegiadas, y que, además, militaban en organizaciones de extrema derecha. Para Pier Paolo Pasolini, no se trataba únicamente de un crimen cometido por neofascistas de familias acomodadas. Era el anuncio de un nuevo orden social. Pasolini había comprendido que esa ideología neofascista se propagaba entre el resto de clases e ideologías a través de la sociedad de consumo.
¿La coincidencia de reunir a tres amigos de clase bien, y también la utilización del apellido Colasanti, fue un recurso buscado por Pazienza, un símbolo, o el resultado involuntario de ser receptivo a lo que hay en el ambiente? La cultura trasciende a lo que ella misma cuenta. Está en permanente cambio, y ese es su principal poder. La verdadera subversión de Pazienza no reside en la utilización de lo abyecto como material artístico, sino en dibujar cómic de vanguardia, pues lo que hace es tomar el lenguaje y la dialéctica de la alta cultura y dejarlos a disposición de los jóvenes mediante un tebeo. Este es el valor revolucionario de aquel underground.
Tras cometer sus crímenes, esto lo descubrimos con el libro de Martínez Rubio, los tres asesinos neofascistas no estarían solos. Jamás van a estarlo. Una oscura red, como las telarañas que algunos llevan tatuados en el codo, se extiende por Europa, y llega hasta Argentina. Esta es la Europa subterránea que ahora aflora en las más altas instituciones democráticas de nuestros países, y de la Unión Europea, y no son pocos los militantes y dirigentes de los partidos actuales de extrema derecha que se han dejado parte de su biografía en esas cloacas. Los sitios por los que pasaron los tres responsables de la masacre del Circeo se llamaban Movimento Sociale Italiano, Ordine Nuovo, Nuclei Armati Rivoluzionari, entre otros.
Los criminales Gianni Guido y Angelo Izzo fueron detenidos enseguida, pero un chivatazo puso a salvo a Andrea Ghira, que logró huir a España, tras un periplo por otros países. Lo había sacado de Italia la red Gladio, una organización fascista que mantenía una estructura paralela de inteligencia y de acción militar clandestina, activa en diversos países de Europa. Los trágicos atentados de Piazza Fontana, en Milán (en el 69, con 17 personas muertas y 88 heridas, y como reacción se fundan las Brigadas Rojas, y así nacen los años de plomo), y de la estación de Bolonia (en el 80, que causó 85 muertos y más de doscientos heridos), se articulan mediante la red Gladio.
En Melilla, Andrea Ghira se alistó en la Legión española, donde cambió de nombre y su memoria se olvida para siempre. Las pruebas de ADN han demostrado que su cadáver yace en el cementerio municipal de esta ciudad, bajo una inscripción que dice: Cabo 1 CL. Massimo Testa de Andrés. 11.04.1994. La causa de la muerte fue una sobredosis de heroína, droga a la que era adicto. Su antiguo cómplice y amigo, Angelo Izzo, aseguraba en las numerosas entrevistas que concedía, que Ghira pudo refugiarse en España porque anteriormente había colaborado con la Policía Nacional y con la Guardia Civil en operaciones clandestinas contra ETA.
Condenado a cadena perpetua, luego rebajada a 30 años, poco tiempo estaría en la cárcel, por su parte, Gianni Guido, pues pronto se fugó, y sus contactos le ayudaron a instalarse en la Argentina de Videla. Al caer el dictador, fue detenido y, al poco, le ingresaron en el hospital a causa de un fallo hepático, atribuido al uso de las jeringuillas que empleaba para inyectarse heroína. También se fugó del hospital, y reapareció años después en Panamá, como empleado de un concesionario de coches.
Hijo de millonarios, Angelo Izzo, el tercero de los criminales del Circeo, no consiguió librarse de la cárcel, de modo que se dedicó a informar a la policía de todo lo que sabía sobre el terrorismo negro, a cambio de rebajas en su condena. Se inventaba muchas de las cosas que decía, no solo para intentar colarlas como atenuantes, sino también desquiciado por el afán de una notoriedad, que cada vez más iba adquiriendo. Obtuvo la libertad condicional, pero en 2005 le encerraron de nuevo porque volvió a matar a otras dos mujeres. Eran la mujer y la hija de un mafioso arrepentido, que había abandonado la Sacra Corona Unita, también conocida como la cuarta mafia. Se trataba de unos asesinatos de encargo para castigar a un traidor a través de su familia. Durante algún tiempo, Izzo compartió celda con el neofascista Carlo Cicuttini, que había participado, en España, en los sucesos de Montejurra (que se saldaron con dos muertos y varios heridos, en 1976) y, al año siguiente, participó en la matanza de Atocha (donde fueron asesinados cinco abogados laboralistas). Angelo Izzo no dudó en divulgar en sus entrevistas todas las supuestas confidencias de este compañero de celda.
Donatella Colasanti, la superviviente de la masacre del Circeo, enfermó de cáncer y murió a los 47 años. Concedió muchas entrevistas durante cerca treinta años, y siempre salió con la convicción de que no querían escucharla sino mostrarla como un oscuro objeto del morbo, exhibirla como una víctima de la abyección. Pidió ayuda y la condenaron al espectáculo. Las familias de sus agresores le ofrecieron 100 millones de liras para que cambiase su declaración por otra más benévola, pero nunca aceptó. Claro que existe el mal, y nos devora. Donatella Colasanti fue perseguida por el mal en todas sus manifestaciones.
El mal puede ejemplificarse con personajes de tebeo, puede metaforizarse en una novela sobre una ballena blanca, puede exhibirse con ironía refinada, como lo hizo Sade (esto lo adaptó Pasolini al cine en su película Saló o los 120 días de Sodoma); pero convertido en objeto de consumo es indominable. Cuando se censura un tebeo, una película, una novela, se está cerrando los ojos ante el problema que abordan estas obras artísticas. El mal no está en la cultura. Hay una guerra cultural, desde luego, que tiene lugar dentro de la cultura misma, entendida como un organismo vivo. La cultura es un estado de guerra permanente. Se enfrenta a sus propios postulados. Se sabotea a sí misma para renovarse una y otra vez. La guerra cultural es la lucha de la cultura contra el mal.
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