Los olvidados
Hay recuerdos que se convierten en improntas. Imágenes que nos conforman y nos constituyen. No puedo, en los tiempos de Twitter en los que hasta el dato más honesto se discute, afirmar cuántos años tenía cuando trepaba y me encaramaba hasta los estantes más altos de la librería que presidía como un retablo el salón de mi hogar de infancia. Menos de diez y más de cinco. En ese intervalo de inocencia inscribo la anécdota que me habita con tanta fuerza que no he podido por menos que rememorar en estos días pasados con toda su desazón y malestar y temor.
No recuerdo una época de mi vida sin libros. Los míos poblaban mi cuarto y llenaban mi imaginación y mi ocio, pero yo sabía que lo prohibido habitaba en otros lares. En las baldas altas se almacenaba lo que no debía estar a mi alcance que era, obvio, lo que yo con más ansia deseaba. Más allá de la altura, en las segundas filas estaba el manjar que me era negado no sólo a mí sino a todos los españoles. Los libros que había que esconder. Uno nunca olvida que había libros que no podían estar a la vista y que viajaban bajo el forro de tela de las maletas, que había sido convenientemente rasgado, cuando mi padre regresaba de París al menos tres veces al año. El regreso de aquellos viajes de trabajo, en la España franquista en la que en provincias nadie se meneaba más allá de la comarca, era una fiesta. Lo era porque volvía papá, lo era porque siempre había un juguete y un cargamento de extrañas y sofisticadas delicias insospechadas entonces a este lado de la frontera -un desfile interminable de quesos o de patés que se tomaban con extraños pepinillos más deliciosos por llamarse cournichons o....- y en los que siempre había un gesto rápido para extraer de un golpe de mano, junto con la mercadería mágica, los libros de Ruedo Ibérico pasados de extranjis por la frontera.
Así que un día, en mi alpinismo transgresor, llegué hasta un punto estratégico de la biblioteca y me hice con un par de libros prohibidos. Me los llevé a escondidas para mirarlos, a sabiendas de que a simple vista su falta no me delataría. No creo que llegara a leer más allá de fragmentos, pero uno de ellos marcó mi espíritu para siempre. Sólo por eso soy consciente de hasta qué punto hay determinadas cosas a las que las psiques blancas y blandas como cera virgen de los niños no deben ser expuestas demasiado pronto. El libro era, lo tengo grabado a fuego, “Los olvidados. Los exiliados españoles en la Segunda Guerra Mundial” de Antonio Vilanova. El libro era un tocho, pero tenía muchas páginas con fotografías... y este fue el impacto imborrable. Las fotografías recogían las primeras imágenes de los campos de exterminio nazi que yo pude ver en mi vida y que la inmensa mayoría de los adultos que me rodeaban no había visto jamás. Aquellos cuerpos cadavéricos de compatriotas sonriendo a la cámara del liberador, todo caderas, todo piel, todo dolor. Aquellos montones informes de seres humanos despojados de toda humanidad que era casi peor que el despojo de su vida. Aquel horror que me dejó atónita porque jamás había visto tamaña maldad ni tanta muerte, ni siquiera en la ficción, y porque ya sabía que las fotografías reflejaban algo real y que nunca jamás iba a poder apartar ya de mi mente. Aquella monstruosidad que me producía pesadillas y de la que no podía hablar con nadie, con mis padres porque hubiera tenido que reconocer que había cogido lo que no debía, con mis amigos o profesores porque sabía que metería en un lío a mi familia si se sabía que traían libros prohibidos de Francia.
Aquel primer trauma que me preparó para no soportar jamás ni la tortura, ni las ejecuciones ni la falta de libertad, porque yo sabía que no había libertad ni siquiera para llorar el daño que te habías auto infligido.
Así que cuando oí al edil del PP de Gijón el otro día oponerse a la iniciativa para rendir homenaje a las víctimas asturianas de los campos de concentración me volví a estremecer. Cuando veo glorificar la idea de un dictador que dicen que no lo fue, sin recordar su intervención y la de su cuñado Serrano Suñer, para colaborar en el exterminio de estos españoles que se batieron por la libertad aquí y en Europa, me sigo estremeciendo. Y recuerdo una y otra vez las experiencias de todos los intelectuales que nos relataron cómo Europa se tornó negra y se volvió asesina antes sus ojos sin que nadie fuera capaz de entender qué sucedía ni hasta qué punto marcaría sus vidas y supondría la muerte de millones de contemporáneos.
Mi anécdota sólo era un fragmento personal de realidad para recordar que en España se vivió de espaldas al horror que asolaba Europa, en parte porque existía uno demasiado cercano, en parte porque toda información fue vedada. En el Parlamento Europeo hay hijos muy directos de aquel genocidio que aún no anidan en la posverdad temible y blanqueadora. Por eso ha sido muy buena noticia que nos hayan recordado esta semana que “la Unión Europea se fundamente en el respeto a la dignidad humana, la democracia, la libertad, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto a los derechos humanos”, porque hay veces en los que ya uno no sabe cómo acallar tanta mentira, tanta reescritura de la historia y tanta banalidad... del mal. Europa teme el resurgir del fascismo y sólo del fascismo y la equidistante derecha española tendrá menos argumentos para esgrimir que tan mala es la ultraderecha como esa ultraizquierda cuyo auge nadie ve, salvo ellos mismos. Por eso urge “la ilegalización de las fundaciones que exalten o glorifiquen al fascismo” y, añado yo, urge que dejemos de darles carta de naturaleza como si fueran un actor político equiparable al resto de los existentes en democracia.
Por eso espero que con esta resolución y la acción del gobierno enterremos de una vez por todas el nefando debate que hemos mantenido este verano y que dejemos de blanquear ese horror que a duras penas yo consigo mantener controlado en mi mente y que acepto que así sea como tampoco se puede borrar de la memoria colectiva de la Europa demócrata.