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Palabras

Varias personas charlan en la calle

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He visto hace unos días la película Las ocho montañas, de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, con los excelentes actores Luca Marinelli y Alessandro Borghi. Una película que ha estado nominada a la Palma de Oro del festival de Cannes 2022 y ha ganado allí el premio del jurado, además de otros premios, como el de la mejor fotografía, del festival de Valladolid, y que ha arrasado en los premios italianos David di Donatello 2023, donde ha conseguido el premio a la mejor película, al mejor guion adaptado y al mejor sonido, y tenía nominaciones a la dirección, a ambos actores, montaje, música, efectos visuales, producción y escenografía.

La película es una delicia, pero lo que hoy quería comentar es una frase que me gustó particularmente y que me ha hecho pensar mucho, quizá porque ya llovía sobre mojado, dado que se trata de uno de mis temas favoritos. Hay un momento, bien avanzada la película, cuando uno de los dos protagonistas, el que se define a sí mismo como “hombre salvaje”, el montañés que nunca ha tenido la oportunidad de aprender en una escuela y ha conseguido saber leer gracias a la ayuda, verano a verano, de la madre del otro protagonista, dice, de noche junto al fuego, que, mientras aprendía, le gustó saber que hay muchas palabras para decir lo mismo y luego añade: “palabras pobres, pensamientos pobres”.

Es una verdad evidente, pero me gustó esa sencillez, esa concisión al formularla. Es algo que no deberíamos olvidar y, sin embargo, da la sensación de que se nos está olvidando. La palabra es la herramienta indispensable del pensamiento. Se puede sentir sin palabras, se puede dar una comunicación básica, rudimentaria, sin palabras, como cuando abrazamos a alguien que sufre, pero no se puede pensar sin ellas, ni se puede dar una comunicación matizada y profunda si no disponemos de palabras con las que ordenar nuestros pensamientos y exponerlos de manera que la persona que escucha pueda comprenderlos.

Cuanto más rico sea nuestro vocabulario y más precisas, más exactas nuestras palabras, mejor podremos pensar, analizar, decidir. Y, sin embargo, parece que estamos en un momento en el que estamos borrando palabras, estamos perdiendo los registros, olvidando los sinónimos (que nunca lo son por completo) y nuestro pensamiento se va simplificando en aras de la rapidez de comunicación, de la comprensión fácil y sin esfuerzo, de los intereses manipuladores de quienes nos hablan en la publicidad, en la política, en las redes sociales... Todo hay que reducirlo a su mínima expresión para que el lector o lectora no tenga que esforzarse con los matices ni pierda tiempo leyéndolo -eso nos dicen, al menos.

Entre esos intereses, el déficit de falta de atención del que ya hemos hablado en otras ocasiones y las malas traducciones del inglés que nos ahogan, nuestra lengua se está empobreciendo a una velocidad realmente peligrosa.

Me llama la atención, por ejemplo, que desde que hemos entrado en fase electoral se ve por todas partes lo de “cambiar” como si el cambio fuera un valor por sí mismo. No se molestan en explicar al electorado qué es lo que no les parece bien de la situación actual y hacia dónde piensan orientar ese cambio. Hace un par de años, en Austria, donde yo vivo, se hacía un programa de televisión -Wir sind Kaiser- donde un conocido actor y monologuista -Robert Palfrader- hacía de emperador y, en ese papel, con toda elegancia y en un registro lingüístico tan alto como correspondía a la Corte del Imperio Austro-Húngaro, recibía a personalidades políticas y las entrevistaba. La entrevista que le hizo a Hans Christian Strache, un político populista de ultraderecha, que se presentaba a la alcaldía de Viena, fue impresionante. El “emperador” empezó dando datos objetivos sobre el funcionamiento de la ciudad y explicando que, según las últimas encuestas mundiales, Viena era la ciudad de mejor nivel de vida del planeta y donde la población vivía más satisfecha. El candidato cabeceaba su aprobación mientras sonreía, feliz, al oír esos datos, que no eran novedad para nadie. Y entonces el “emperador” preguntó con su lánguido acento vienés : “Y ¿esa situación es la que usted y su partido desean cambiar?” El candidato a la alcaldía había basado su campaña en el “cambio”.

Últimamente se nota -yo, al menos, lo noto- que la gente ya no domina los distintos registros lingüísticos de su propio idioma. Hay muchos que ni siquiera consiguen hablar de usted sin cometer errores y por eso el tú va ganando cada vez más terreno; no porque nos hayamos hecho más simpáticos y cercanos, sino porque ya no sabemos usarlo correctamente. La mayor parte de los hablantes usa la lengua igual cuando está en un bar con sus amigos que cuando sale por televisión frente a un par de millones de desconocidos, en el mismo registro, con las mismas groserías y expresiones familiares, con la misma falta de precisión y de matizaciones.

Si no dominamos los registros, si le hablamos igual a un compañero de nuestra edad que a una persona anciana, a un amigo que a un profesor, estamos perdiendo una riqueza lingüística que se traduce en un empobrecimiento mental, porque no se trata de que tomemos la decisión de simplificar según en qué circunstancias, sino de que ya no seremos capaces de hablar ni pensar con más profundidad y exactitud cuando deseemos o nos convenga hacerlo.

En una de mis novelas favoritas, 1984, de George Orwell, cuando el poder dictatorial del Gran Hermano pone en funcionamiento todos sus recursos para aplastar a la población, una de las primeras “reformas” que se implementan es el “Newspeak”, la nueva lengua que todos los ciudadanos tienen que usar, tanto oralmente como por escrito, una lengua mutilada, sin sinónimos, donde solo existen “bien” y “mal” y no hay más matización que “doblebueno” y “dobleplusbueno” (curioso que ahora usamos el “super” o el “mega” sin que, aparentemente, nos haya obligado nadie), una lengua de donde han sido extirpadas las palabras peligrosas como “libre”, cosa que, fuera de novelas, ya hizo la República Democrática Alemana en su diccionario, donde “libre” tenía como única acepción “carente de”, como en el ejemplo “el perro está libre de pulgas”.

Si permitimos que se empobrezca nuestra lengua, que vaya siendo recortada, mutilada, acabaremos sin ser capaces de pensar, por pura falta de palabras. Si confiamos nuestras cartas, currícula, informes... cualquier tipo de comunicación escrita a ChatGPT u otra IA, porque es más cómodo o más fácil, al final no sabremos escribir, igual que ya hay gente joven que no sabe leer un mapa, a fuerza de usar el GPS. Si perdemos la capacidad de darnos cuenta de que, cuando los políticos o los que quieren vendernos algo, simplifican un mensaje no es para ayudarnos sino para poder manipularnos mejor, acabaremos siendo manipulados sin notarlo siquiera.

La lengua es nuestro mayor tesoro porque categoriza y crea la realidad en la que vivimos y actuamos, porque es la base de nuestro pensamiento y, por tanto, de una gran parte de nuestra personalidad. Es nuestra responsabilidad mantenerla, cuidarla, enseñarla a las siguientes generaciones y no permitir que acaben viviendo en un yermo lingüístico donde no sabrán distinguir la verdad de la mentira porque se habrán acostumbrado a cosas como la “posverdad” y los “fakes” que, además, son muy “cool, bro”.

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