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La paradoja francesa

Los candidatos a la Presidencia francesa en un debate preelectoral.

Antón Losada

Resulta desconcertante la contundencia de las conclusiones de muchos de los análisis provocados por la primera vuelta de las presidenciales francesas comparada con la complejidad que arrojan los resultados. Así se presenta a Francia como el ejemplo definitivo de la onda que recorre Europa derrumbando a los viejos partidos que construyeron la UE y empujando el ascenso de las fuerzas de derecha extrema. Pero paradójicamente en Alemania está sucediendo exactamente lo contrario: la ultraderecha se desmorona y la vieja socialdemocracia y la vieja democracia cristiana compiten en régimen de oligopolio por la victoria electoral a la vuelta del verano.

Con la base de los desastrosos resultados del Partido Socialista y la triste tercera plaza de los Republicanos de François Fillon, se apunta al colapso de los partidos tradicionales franceses. Pero paradójicamente uno de los grandes triunfadores ha sido el Frente Nacional de Marine Le Pen, tan viejo partido y tan del viejo régimen que parte de su éxito se debe a su capacidad para “desdiabolizarse” y haberse convertido en una organización política tan reconocible y homologable como socialistas y republicanos. Los partidos ya no son importantes, se afirma, pero paradójicamente tener un partido de siempre organizado detrás supone la mayor ventaja de la candidata Le Pen para la segunda vuelta y para las legislativas de junio.

Los socialistas se derrumban y nadie quiere tener a menos de cincuenta metros a François Hollande, pero el vencedor de la primera vuelta, Enmanuelle Macron, era su antiguo ministro de Economía estrella y ha ganado prometiendo hacer las mismas políticas económicas de apertura y liberalización que Hollande ha dejado a medio hacer o dejó a medio rectificar. El Gobierno del actual presidente de la República es castigado sin piedad pero sus políticas resultan paradójicamente recompensadas.

Presentar las elecciones francesas como un duelo entre xenófobos extremistas y centristas reformistas ofrece una simplificación cómoda y útil para fabricar discursos y titulares, pero la realidad resulta bastante más desesperante y paradójica.

Muchos de los votantes de Le Pen ni son xenófobos ni son racistas, pero sí son gente convencida de que están pagando una crisis que no provocaron y la única salida que ven pasa por hacérsela pagar a otros; a pesar de la veces que les han dicho lo mismo, les han señalado a otros culpables y les han engañado.

Muchos de los votantes de Macron ni son centristas ni son reformistas, pero sí son gente que sigue creyendo que es posible encontrar por las buenas un equilibrio decente entre globalización, acumulación y redistribución de la riqueza, a pesar de las veces que lo hemos intentado y hemos fracasado estrepitosamente. Porque de eso estamos hablando cuando hablamos de política en los tiempos que corren: cómo se crea la riqueza, si hay que repartirla y cómo se debe repartir.

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