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El Pardo: la monarquía como especie protegida

Un ciervo pastando en el Monte de El Pardo

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(Para leer este artículo, pon de fondo la sintonía de ‘El hombre y la tierra’. Léelo en voz alta, imitando la voz grave y enfática de Félix Rodríguez de la Fuente -si eres demasiado joven, pregunta a tus padres o ve antes un capítulo-).

Al noroeste de Madrid, en las estribaciones meridionales de la Sierra del Guadarrama y regado por las aguas del Manzanares, se encuentra el Monte de El Pardo, uno de los mejores ejemplos de bosque mediterráneo de Europa. En sus lomas y dehesas, entre encinas, alcornoques, enebros y jaras, se desenvuelven en libertad decenas de especies de gran valor ecológico: ciervos, gamos, jabalíes, gatos monteses, tejones, garduñas y jinetas, observados desde las alturas por majestuosas águilas imperiales, buitres, búhos reales y cigüeñas negras. Pero entre todas ellas destaca una especie protegida, de enorme valor para nuestro país: la monarquía borbónica.

Los ejemplares de la especie monárquica han podido campar libremente por el Monte de El Pardo desde hace siglos, sin depredadores y ajenos a las miradas humanas, condición imprescindible para la reproducción y supervivencia de una especie tan delicada. Disfrutar de más de 15.000 hectáreas en la intimidad es la garantía para que los individuos de esta singular especie puedan completar todas sus funciones vitales.

Podemos encontrar su madriguera principal en la zona conocida como Palacio de la Zarzuela, donde los Borbones se reproducen sin amenazas ni competencia de otras especies, y alimentan a sus crías generosamente: el Estado cuida de sus camadas con mimo para evitar la extinción, por lo que nunca les falta sustento. Además, el asentamiento dentro del Monte de El Pardo garantiza un cazadero cercano y abundante, donde satisfacer su natural instinto cazador. Cuando los ejemplares machos alcanzan la madurez sexual, se emancipan, buscan pareja y se establecen en un territorio próximo, el llamado Pabellón del Príncipe.

La socialización del Borbón es fácil, aunque muy selectiva y siempre respetando una estricta jerarquía. En El Pardo pueden interactuar libremente con individuos de otras especies, que acuden allí invitados. El Borbón ha sido tradicionalmente un magnífico cazador solitario, que no dudaba en migrar a otros países en busca de piezas mayores que atesoraba en un rinconcito de su madriguera (que en su día costó más de tres millones de euros). Pero El Pardo le ofrece también la posibilidad de cazar en grupo, con sus invitados, sin miradas indiscretas ni control alguno. Así han hecho durante siglos, e incluso más recientemente algún depredador que no era de la familia pero también disfrutó del Monte a sus anchas (no se pierdan este simpático documental de animalitos).

Aunque es una especie monógama, en época de celo los machos sienten necesidad de parejas más jóvenes. La privacidad del Monte de El Pardo facilita sus hábitos copulatorios: es bien sabido por los estudiosos de la especie que uno de sus ejemplares, Juan Carlos I, instaló durante años a una de sus amantes, Corinna Larsen, en una casa del recinto, La Angorrilla, reformada y decorada con dinero público (piscina incluida), discreta y de fácil acceso desde la Zarzuela. Las habladurías dicen que un cachorro de Corinna vivía con ella y traía de cabeza a los guardas, pues gustaba de recorrer el Monte conduciendo un quad, pese a ser un espacio altamente protegido.

La monarquía borbónica es una especie muy territorial, de ahí que sus machos marquen el territorio para advertir a posibles intrusos. Un total de 39 casas forestales dentro del recinto fueron marcadas para disfrute de la familia y sus invitados, así como una kilométrica cerca que rodea todo el Monte. No existe en España ningún otro espacio natural tan cerrado como este. Incluso los investigadores encuentran dificultades para trabajar en su interior, pues por encima de cualquier consideración científica la prioridad es no perturbar a la especie protegida.

En la actualidad hay alguna propuesta para revertir esta situación, manteniendo su alta protección y cuidado pero abriendo el acceso controlado, o al menos para actuaciones científicas y de preservación, con transparencia y control público. Confiamos en que no lo consigan, y que El Pardo siga siendo territorio monárquico. Tengan en cuenta que podría servir para liberar ejemplares jóvenes y fogosos, como el cachorro Froilán, que allí podría dar rienda suelta a su fiereza sin causar daños. Y no se nos ocurre mejor destino para que Juan Carlos I viva sus años finales: en El Pardo podría recorrer el monte sin ser molestado, cazar sus últimas presas y exprimir su todavía vigoroso celo. Llegada la hora, se retiraría a morir pacíficamente en algún remanso del río Manzanares, a la sombra de un chopo. Qué maravilloso espectáculo nos brinda siempre esta especie.

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