Que parezca un accidente

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Hablar diez minutos sin decir nada que realmente te signifique o te comprometa es una de las artes más difíciles de la disciplina de la retórica. Todos estamos ciertos de dominarla, pero lo cierto es que muy pocos lo logran. No dejar ni un topicazo sin recrear ni un lugar común sin visitar suele convertirse en la estrategia dominante. Parece fácil pero no lo es.

Tendemos a pensar en las obviedades como un espacio de confort. Pero lo obvio es un terreno tan peligroso que incluso decir una obviedad como que la justicia es igual para todos se puede convertir en una afirmación que te persiga el resto de tu vida, de Abu Dabi hasta Sanxenxo. Juan Carlos I era un maestro en este difícil arte. Su hijo, no. Aun así, se cayó con todo el equipo y cuan largo era.

A Felipe VI, desde el enorme conocimiento de España y su realidad que nos aclaró al final de su discurso que sí tiene, por si nos quedaba alguna duda, le preocupa la “erosión de las instituciones” y pide que “todos deberíamos realizar un ejercicio de responsabilidad y reflexionar de manera constructiva” sobre las graves consecuencias del deterioro de la convivencia y la creciente división social porque “la división hace más frágiles a las democracias” y la unión, al contrario, “las fortalece”.

Tan apabullante sucesión de obviedades debería reconfortar y, sin duda, eso se pretendía. Pero más bien conduce a lo contrario. Que la monarquía española, la del emérito errante a quien no dejan ni volver a casa para el cumpleaños de su hijo, hable de erosión de las instituciones como si fuera una de esas cosas que siempre les pasan a los demás no puede conducir más que al pasmo. Especialmente cuando se trata de la única institución que carece de una ley orgánica que la regule como tal y para la que la Ley de Transparencia compone más un conjunto de recomendaciones que de obligaciones.

Que la receta real para acabar con tan alarmante erosión de las instituciones pase por la voluntad de quienes las ocupan, apelando a la colaboración leal y la ejemplaridad de los comportamientos, no al estricto cumplimiento de la ley y el severo escarmiento de quienes la incumplan, produce algo peor que intranquilidad. Es la manera de legitimar lo que cada uno quiera hacer desde su posición de poder institucional: lo hago porque los demás lo hacen, cuando dejen de hacerlo, seré bueno y cumpliré mis obligaciones. La trampa reside en que únicamente yo decido cuándo los demás se están comportando como deben y eso me obliga a algo. No me digan que no les suena.

Aunque nada tan pavero como apelar a todos para resolver el problema que han creado unos pocos. Al parecer, es responsabilidad de todos que un partido bloquee el normal funcionamiento de las instituciones, o que ese mismo partido y otros cuestionen la legitimidad de quien gobierna porque ha ganado las elecciones y suma la mayoría suficiente, o que un puñado de vocales conservadores se haya amotinado en el CGPJ y se nieguen a cumplir la ley, o que media docena de magistrados se hayan hecho fuertes en el TC. Al parecer da igual que, mientras unos se dedican a eso, nuestros servicios públicos hayan demostrado su enorme capacidad durante la pandemia, que el Gobierno y la mayoría que lo respalda hayan sacado adelante un programa legislativo que ha cambiado a mejor nuestro mercado laboral, evitado la destrucción masiva de empleo, controlado el precio de la energía, expandido ayudas y servicios a los sectores más débiles o ampliado los derechos de grupos y comunidades destinados hasta ahora a ser protagonistas de la navidad por los chistes en los especiales casposos.

Da igual y todos somos iguales. Las instituciones que funcionan y ofrecen un ejemplo y aquellas que no, los ciudadanos que son responsables y cumplen sus obligaciones y aquellos que las evitan. No existen diferencias en el imperio de la obviedad. Todos somos responsables. Parece que Felipe VI únicamente tiene claras las responsabilidades cuando habla de Catalunya. Todo lo demás parece un accidente, un fenómeno meteorológico o uno de esos desastres naturales donde nadie es culpable, ni siquiera responsable, y donde todos tenemos que apencar con las consecuencias.

Dice el rey que la unión fortalece a las democracias y la división las debilita. A ver si estamos confundiendo diversidad con división y uniformidad con unión y acabamos liándola aún más gorda.