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La renaturalización urbana y los aguiluchos de trapo

Madrid renaturalizada durante la pandemia

Ruth Toledano

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Qué poco dura la dicha en la casa del pobre, dice el proverbio castellano. Ya apenas crece bajo nuestros pies aquella hierba que brotó de entre cada grieta del confinamiento inicial. En aquellos primeros días, a la perplejidad ante lo que estaba sucediendo se sumó una suerte de ilusión: fue tan inédito y tajante el cambio de rutina que mucha gente se aventuró a fantasear con cambios definitivos, cambios de paradigma, de sistema, de comportamiento social, de existencia como especie. Cierto que estaban el dolor de la enfermedad y la desolación de la muerte, el temor a la ruina económica, la incertidumbre ante el futuro, pero a esa etapa de sufrimiento le sucedería una nueva era. Sería mucho mejor, por supuesto, evolutiva, transformadora.

Sería una era de solidaridad que habrían afianzado las redes de ayuda mutua en los vecindarios, en los barrios, en los pueblos y en las ciudades. Una era en que la conciencia sobre el absurdo del consumismo, la inmadurez del despilfarro, la ceguera del agotamiento de recursos, sería incluso capaz de plantar cara al capitalismo salvaje. Una era en la que recuperaríamos el valor perdido del silencio y la contemplación, al tiempo que desarrollaríamos de nuevo esas habilidades perdidas que nos hacen autosuficientes. (Yo monté una estantería que llevaba meses embalada en la entrada de casa, a la espera de que lo hiciera un alguien que nunca supe quién era y jamás pensé que llevaría mi nombre). Sería una era en la que ya habríamos aprendido cuáles son las prioridades y a distinguir de lo superficial lo que realmente merece la pena, en la que primarían la colaboración y el amor frente a la confrontación y el egoísmo y el abuso. Sería un mundo más sostenible, una vida más sencilla y, sin embargo, una experiencia común más elevada. (Yo no tenía la suerte de esa candidez -a la historia de la humanidad me remito- pero, empoderada con el montaje de la estantería, ajusté con destornillador otras baldas que llevaban flojas demasiado tiempo).

Lo que sí fue innegable es que la ciudad de las calles desiertas, las sirenas de las ambulancias, las luces azules de los coches policiales, aquella ciudad distópica que helaba un poco la sangre, se volvió verde y frondosa. Como una gran metáfora de aquella quimera, la vegetación salió por todas las rendijas: los troncos de los árboles que no eran podados de manera obsesiva, los alcorques de donde no se arrancaban las presuntas malas hierbas, los parterres que no eran recortados al milímetro, las rejas por las que asomaron juncos, la unión entre baldosas y adoquines en la que se apretaban brotes de hierba. En los paseos con mis perros observaba extasiada el estallido asombroso de la primavera y cómo el tópico se hacía evidencia incontestable: sin el obstáculo humano, la naturaleza se abre paso. Y lo hace a toda prisa: en apenas un mes sin tráfico de coches y personas, sin ruido, sin contaminación.

Fue un alivio muy profundo confirmar que eso aún puede pasar en una ciudad como Madrid, por ejemplo. A finales de abril, quizá porque arreció el viento con las tormentas, las aceras de las calles y plazas arboladas y las inmediaciones de los parques se cubrieron de una alfombra de hojas mezcladas con las pequeñas flores secas de los castaños de Indias. Cubrían el granito, desdibujando las líneas duras del cemento, suavizando el asfalto. Daba gusto ver y pisar. Había pequeñas ramas por el suelo y la hierba en los bulevares, cuajada de diminutas margaritas, estaba tan mullida que se hundían un poco los pies al caminar: hierba de verdad.

Aquella renaturalización de la ciudad hacía reflexionar sobre la actividad jardinera urbana. Es un servicio prioritario porque se ocupa del cuidado de algo esencial, como son los árboles y las plantas. Pero la experiencia del confinamiento, que paralizó esa actividad, demostró que la jardinería que se practica es muy conservadora, castradora, de sometimiento de esa explosión vegetal, de control férreo de lo que escapa a la poda, la siega y el recorte, de ahogo de la libertad de expresión de la naturaleza y de un exceso de celo limpiador que destruye cierta belleza: la belleza de la alfombra de hojas. En el pasado, el otoño siempre fue representado así: con un cúmulo de hojas doradas en el suelo. Ahora se barren compulsivamente. Hay supuestas razones: los resbalones de personas mayores o los atascos en el alcantarillado.

Pero evitar los resbalones de personas mayores no ha evitado que murieran a miles, abandonadas en las residencias, ni que funcione el saneamiento público ha evitado nuestro confinamiento por razones de salud. Habría que encontrar el término justo entre la intervención dominante y antiestética en la naturaleza urbana y el mantenimiento razonable de la ciudad. Es importante que no se atasquen los desagües, tanto como lo es el bienestar. Y los árboles, la hierba, las flores son bienestar, salud, felicidad. La naturaleza en la ciudad aporta esa clase de felicidad colectiva que deberíamos defender como un derecho que nos es arrebatado. En cuanto el derecho a crecer de la naturaleza fue respetado, y por tanto también nuestro derecho a que así sea, la primavera demostró que también en la ciudad la vida puede ser más hermosa, mejor, y la renaturalización trajo consigo una proliferación de insectos y de abejas.

Ahora todo eso, esencial, parece haber perdido importancia. Porque volvieron, sí, las oscuras golondrinas a los balcones de nuestros aplausos. Y vimos ciervos y cabras y jabalíes y toda clase de pájaros que recuperaban algo de paz y de espacio usurpado. Pero, después, volvieron también los aguiluchos. No los del aire, ojalá. Volvieron los aguiluchos negros de las banderas fascistas. En plena pandemia aún, cuando la mayoría de las personas seguía respetando las normas del confinamiento, aguantando el tirón emocional, económico, laboral, haciendo un esfuerzo insólito de sensatez, esos aguiluchos de trapo han tomado las calles como viles oportunistas, jaleados por políticos sin escrúpulos a quienes no importan ni la salud ni los muertos, los mismos políticos que hicieron negocio con la sanidad pública, los mismos políticos de los mismos partidos que talan árboles para favorecer a sus amigos empresarios del granito, los que desprecian a la ciudadanía porque se sienten clase privilegiada, maleducados, agresivos, los que ponen en peligro la salud y la paz.

Ni siquiera habíamos llegado a esa nueva normalidad a la teníamos que acostumbrarnos, cuando la más vieja, la más rancia, la más caduca normalidad ha vuelto a las calles y a las redes sociales y a los medios de comunicación y ha renaturalizado su relato de odio. Si aquellas hierbas que crecían entre los adoquines mientras solo había enfermedad y silencio nos hicieron soñar con un profundo cambio, estos Atilas con capa rojigualda nos devuelven al pasado más oscuro. Por supuesto, esta pandemia no servirá para aquel cambio de paradigma, aquella era quimérica. Porque ellos solo estaban al acecho. Y por donde ellos pasan no vuelve a crecer la hierba. Mucho menos la de aquella vana ilusión. Qué poco dura la dicha en la casa del pobre.

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